El mes de agosto iba muriendo entre calores de rastrojos calcinados, las sombras de atardeceres cada día más prematuros y amaneceres por el contrario más perezosos. En las eras reinaba la calma después del agobio de semanas atrás. En ellas quedaban algunos pequeños montones de paja, granzas y gárbulas, vestigios de parvas consumadas de los que algunos cabreros darían cuenta. El último grano de trigo ya se encontraba encerrado en el almacén del Servicio Nacional del Trigo junto con millones de granos, y sus dueños por estas fechas habían cobrado de manera anticipada el importe de la cosecha.
En este tiempo, hablo de finales de los cincuenta, los
trabajos agrícolas sufrían un paréntesis por lo que la gente del campo
aprovechaba este periodo para sacar el “mulear”, arreglar algún que otro
chortal en sus tierras que consistía en cavar una zanja y rellenarla de piedras
para que durante los temporales de invierno el agua fluyera entre ellas, y los
más, el preparar los barbechos antes de la simienza.
Para la Virgen de Agosto recuerdo que ya se podían quemar los
rastrojos pues todos los cortijillos de la campiña, aquellos que habían estado
habitados, ahora, estaban solitarios y el silencio imperaba en ellos. Lejos
quedó el agradable olor a los pucheros y “carneretes”, que se percibían durante
la briega de la recolección de los cereales, y en algunos de estos, dejó de oírse
el sonido alegre del cacarear de las gallinas que ahora ya no disfrutaban de la
libertad que el cortijillo les otorgó, sin tapias ni alambreras en todo el vasto
paisaje campiñés, vueltas todas ahora a su antiguo redil prisioneras en un
corral. La señora campiña con vestido amarillo rastrojal y pinceladas de ocre barbechado,
disfrutaba de la tranquilidad del paisaje del agosto agonizante.
Al morir la tarde el rojo crepúsculo del horizonte se
confundía con el del fuego de los rastrojos. Era al anochecer la hora más
propicia para quemarlos, si bien, antes, si en las lindes había otro rastrojo
se tenía que realizar un cortafuegos para que no prendiese en el del vecino. La
paleta de colores del crepúsculo pareciera querer competir con la de los fuegos
en la tarde-noche. Era esto un espectáculo realmente bello, difícil de describir,
ancestral y un tanto esotérico, por lo que el fuego representaba y representa
para muchas creencias, la destrucción de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo.
Bandadas de perdices desorientadas volaban buscando otro rastrojal
donde seguir alimentándose con las espigas indultadas por los segadores. Después,
la tierra vestida de luto esperaba la llegada de la yunta para roturar con el
arado el duro terreno ayudado con una piedra en las manceras.
Este intervalo de trabajos esporádicos para aquellos que
poseían tierras de propiedad o arrendadas contrastaba con aquellos que esperaban
día tras día dar un jornal. Como solución era irse a la vendimia y ganar unas
perrillas. Pasados los años, los nietos de aquellos jornaleros vuelven a irse a
la vendimia francesa. Me avergüenzo de ello, aunque ahora se vayan desde la
estación de Jaén en el AVE y no en aquel tren de vapor, claro que, luego los
franceses como todos los años vienen en oleadas buscando trabajo en la
recolección de la aceituna para compensar según los expertos en economía
nuestra balanza de pagos. Sarcasmo con la mejor intención. En fin, yo quería hablar de la quema de
rastrojos y he prendido mecha sin querer en uno de los rastrojales del cacique.
Apago este fuego con las lágrimas de todos aquellos que por necesidad tuvieron
que salir a trabajar a otro país. Lástima que después de pasado tanto tiempo
aún perdure.
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