Pienso que todo sigue estando aquí en mi pueblo, donde están mis raíces, donde viví de manera continuada hasta que emigré hace más de sesenta y seis años, si bien, siempre he tenido un contacto permanente, procurando volver como hasta ahora de manera casi frecuente, sintiendo cada vez ese grato sentimiento de permanencia y esa alegría al reencontrarme con gente conocida, y otros, que, sin serlo, cuando correspondo a su saludo al cruzarnos en la calle siento verdadera satisfacción.
Debo de reconocer que ya no es el pueblo de mi niñez, del que
como sabéis me gusta recordar cosas cotidianas de aquel tiempo, entre ello,
relatos de personas mayores cargados de sabiduría de los que guardo un
imborrable recuerdo, de aquellas gentes hospitalarias y trabajadoras, de
aquellos vecinos antes de llegar la televisión cuando las calles olían a pueblo,
a pan recién horneado, a almazara, a matalahúga en verano y a pucheros en las
lumbres.
No quiero que se me borren tantas oleadas de recuerdos vividos llenos
de felicidad con tan pocas cosas como poseíamos, de mis juegos a las bolas, a
“maisa”, a la pita y el palo, al pañuelo, a las peleas con mis amigos, aquellas
en las que solo duraba la enemistad no más de una hora porque éramos niños, y
teníamos que compartir aventuras, como en verano, la de ir a escondidas de los
dueños a saborear los frutos de aquellas higueras distantes. Eran tiempos donde
vivíamos en el reino de Liliput, en las que las fantasías y las historias de
“capaores” que nos contaban nuestros mayores alimentaban nuestra delicada
imaginación.
Si por mi hubiese sido hubiera parado el tiempo en cualquiera de
aquellos momentos, pero el tiempo fluye de forma inexorable y con ello, etapas
sucesorias de progreso sepultaron ese clamor, ese sentimiento de confraternidad
entre las gentes que incluso llegaron a cambiar muchas de nuestras costumbres. Me
faltan también aquellos que se fueron para siempre con los que desde niños
compartí juegos, romerías, prospectos de cine, onzas de chocolate, y hasta
tristezas, a los que recuerdo durante ese proceso natural de la adolescencia
tan lleno de interrogantes donde teníamos que descubrir por si solos la llegada
del hombre a nuestro ser.
Hemos progresado mucho desde entonces, pero retrocedimos en convivencia
y comunicación desde que llegó el primer avance tecnológico hace muchos años a
nuestro pueblo, la televisión. Desde entonces, se acabaron las tertulias
vecinales en las noches de verano, aquellas de mecedoras y botijos de barro.
Pero a pesar de todo, el niño aquél sigue viviendo en nuestro
pueblo. A veces, dicen, que todavía se le ve jugando, no en las calles, porque al
parecer se ha hecho muy hogareño. Ahora, cuentan, que juega solo en su casa, solo
con sus recuerdos, queriendo encontrar la calma en la tierra que le vio nacer,
aunque tal vez lo que trate es de ocultar el miedo al darse cuenta de que todo
aquello que perdió no se puede recuperar.
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