Dedicado
a ti, mujer torrecampeña.
Torredelcampo, a
mediados de los años cincuenta.
En la puerta de la
calle, a un costado del escalón de piedra
descansan dos haces de ramón recién podado. Están ahí desde que poco
antes de morir la tarde llegaran desde un olivar a lomos de un borrico blanco.
La abuela, después de desatar el ramal que apretaba uno de los haces se dirigió
hasta el corral con dos largas ramas que depositó puestas en vertical en una
pared lindera. Al momento, una cabra vieja con las ubres muy arrugadas se
precipitó sobre los ramos para rumiar los verdes vástagos. Dentro de la
vivienda surgió una voz de mujer reclamando a la anciana. Llegado esta al
interior, su hija, que era la persona que había solicitado su presencia le dio
instrucciones para que atendiera a un niño de poco más de un año que permanecía
erguido en un castillejo de madera. La
criatura sin pañales, tan solo con un pequeño mandilón se había hecho sus
necesidades y pateaba con las piernecitas sus excrementos revueltos con el orín
en el piso de madera del utensilio o jaula que lo sostenía. La madre, atendía
en la lumbre de la chimenea una sartén donde bullían patatas cortadas a trozos.
A su lado, en un rincón, cerca del fuego, una niña de cuatro años con el pelo
enmarañado sentada en una sillita, contemplaba ensimismada las pompas de los
borbotones que producían los hervores de la comida en la sartén. Un niño en
edad escolar que se cubría la cabeza con una raída boina para disimular las
manchas blancas en su rasurada cabecita producto de la tiña, entró en la estancia llorando advirtiendo a su
madre de que su padre otra noche más
regresaba a casa borracho. El niño lloraba porque sus amigos de la calle se
burlaban de su progenitor cuando lo veían andar con pasos vacilantes dando
trompicones, llamándole una y otra vez a coro ¡paloma!, ¡paloma!, lamentando el
chaval la humillación que sufría casi a diario por parte de los chiquillos de
la calle, algunos de ellos ya “pijalandrones” lo que le impedía enfrentarse con
ellos.
El hombre entró en la
casa y sin saludar a nadie se dirigió a la cuadra con pasos dubitativos
producto de la melopea. Al poco, después de echar un pienso al borrico volvió a
la sala donde estaba la familia. En la mesa dispuesta ya para la cena había un
pequeño tinajón humeante con patatas cocidas nadando en un caldo poco espeso de
color amarillento por algún aditivo colorante. Un pan, una servilleta para uso
de todos, y unas cucharas esparcidas sobre un raído hule en el que apenas se
distinguía por su uso el mapa de España, esperaban a los comensales para la
cena. La esposa una vez que el beodo marido tomó asiento le hizo saber su mal
comportamiento, empleando para ello un tono dulce, casi suplicatorio. Éste, se
levantó de improviso con los ojos inyectados en odio, y sin mediar palabra
alguna estando su esposa aún de pié, le asestó dos sonoras bofetadas lo que le
hizo a la mujer perder el equilibrio cayendo
al suelo. El llanto de los chiquillos mayores contagió también al del
castillejo asustado por las voces e improperios junto con blasfemias que su
padre lanzaba por su boca. Los gritos arreciaron cuando el hombre se dirigió a
un rincón donde reposaba la vara de almendro que empleaba para fustigar al
borrico. La abuela, la madre de la agraviada, ayudaba ahora a levantar del
suelo a su hija que le costaba trabajo erguirse dado que se encontraba en
avanzado estado de gestación mientras la culpaba por haber reprochado al marido
su conducta beoda, advirtiéndola una y otra vez que las mujeres habían nacido
para no contrariar nunca a los hombres. Ahora, la protegía con su cuerpo al mismo
tiempo que la levantaba del suelo ya que su yerno amenazaba con golpear con la vara a su
desdichada hija mientras éste no paraba de maldecir. Debido al alboroto,
también el borrico desde la cuadra quiso participar, e inquieto por el tumulto,
rebuznó varias veces contagiando a la cabra que bramó desde el corral balidos
angustiosos junto con el revoleteo y el cacareo de las gallinas. La anciana
trataba de calmar los ánimos invitando a su hija y a su yerno a sentarse a la
mesa de la malograda cena. La desgraciada esposa fue la primera en sentarse
después de acomodar a sus dos hijos que ahora parecían más calmados. El
iracundo marido después de dirigir una mirada desafiante a su mujer volvió a
dejar la vara donde estaba en un principio y en vez de sentarse a la mesa puso
rumbo al piso superior para acostarse. A mitad de la escalera se paró, y moviendo
amenazante su dedo índice como una
navaja albaceteña, ordenó a su desdichada esposa a que en cinco minutos
estuviese en la cama. La abuela le dijo a su hija que obedeciese en todo a su
marido y que tratara de tranquilizarle utilizando para ello las artes que deben
de emplear las mujeres para con los hombres, en definitiva, ser todo lo sumisa
posible.
Después de recoger al
niño del castillejo, la mujer agraviada se sacó uno de sus pechos y de
inmediato la criatura empezó a chupar con fruición el jugo materno de su
infortunada madre que de inmediato marchó a la habitación conyugal con la
criatura mientras que la abuela atendía a los otros dos niños. A la media hora,
la calma y el silencio reinaban en la casa. La abuela se acostó en la
habitación que estaba continua con el comedor junto con los chiquillos en una
cama grande de hierro forjado engalanada con dos perinolas de metal dorado en el
cabecero en cada uno de sus extremos. Allí, mientras las criaturas dormían repasó la mala
suerte de su hija con el marido que le había tocado. Lo vivido esa noche no era
una cosa fortuita sino que escenas como
esta se venían repitiendo desde que se casó. Ella, queriendo proteger a su hija
había intercedido a hurtadillas denunciando el caso a la autoridad local para
que mediara en el conflicto, pero no encontró apoyo ninguno, al contrario, le
pareció que se mofara de ella por la hilaridad que le produjo al edil al contarle
algunos detalles del sufrimiento de su hija.
Alguien de su entorno
podría pensar que ella, la abuela, defendía y estaba de parte del despiadado yerno,
pero no, era su acusado sentido proteccionista como madre lo que le obligaba en
contra de sus principios a servir de conciliadora, ya que temiendo por la vida
de su hija intentaba por todos los medios no contrariar a su verdugo. Mañana,
la víctima, estando embarazada, además de atender los deberes de la casa,
tendría que ir al arroyo a lavar una canasta de ropa, y yo, -rumiaba la abuela
intentando dormir-, ir a la tienda a por comida al “fiao” diciéndole al tendero
que lo dejara apuntado en la libreta, mientras que su yerno, el cobarde maltratador, dilapidaba
el poco y escaso dinero de que disponían en borracheras.
Su hija era muy
conocida en el pueblo y gozaba como
cualquier mujer honrada, de ser una “mujer
de su casa”, frase esta de hondo calado en Torredelcampo, que significaba ser
honesta, hacendosa, limpia, y sobre todo fiel a su marido, y ante esposos como
el que le tocó a su hija, lamentaba que no existiera una ley para proteger a
las mujeres de canallas y desalmados como lo era el marido de su hija.
Pensando en que algún
día tendrían derecho las mujeres a no sufrir discriminación y violencia de
cualquier tipo por los hombres, la
abuela soñó para sus nietos un mundo donde los derechos humanos fuesen igual
para ambos sexos. Afortunadamente aquél sueño utópico por aquél entonces, algún
día no muy lejano llegaría a realizarse.
Sin enarbolar más
bandera que la de dejar constancia de hechos así, he querido reflejar con esta
historia ficticia, la desgraciada vida de alguna mártir mujer -que me consta
que las hubo, y no pocas-, en la época que me tocó vivir en mi niñez.
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