Al agonizar de cada
tarde, un rumor de voces surgía entre la neblina que creaba el invierno y el
vaho de aquella multitud que se congregaba en la plaza de mi pueblo. Las espigadas y llamativas farolas derramaban débiles
y mortecinos destellos que eran repartidos entre el apretado gentío de los
paseantes. En verano, el mismo rumor se mezclaba con el olor a jazmines que
desprendían las moñas que adornaban el pelo de las guapas y lozanas jóvenes, confundiéndose
a veces este aroma con el del agridulce de las cañas frescas de las “majuletas con canute” que los chiquillos
utilizaban para lanzar dardos que no eran otros que los huesos del fruto
silvestre.
Vueltas y más vueltas
plaza arriba y plaza abajo, mientras algunos lo hacíamos comiendo pipas o
fumándonos un Ideal, pues eso de fumar era signo de modernidad y de estar ya a
las puertas de lograr la emancipación. Tremendo error.
<< !Mírala! ¿La
has visto? Creo que te ha mirado. ¡Ve y le dices algo, hombre!>> <<Ahora no, lo haré a la vuelta
siguiente, o mejor cuando vengamos de tomar unos vasos de vino en el Testarazo,
o en el bar del “Lipertor”>> Este
era por lo general el más común de los diálogos entre amigos. Y así, iban
pasando los días, las semanas y los meses, hasta que superada la timidez, el
muchacho, en una de aquellas vueltas se acercaba a ella que como todas las
mozas marchaban cogidas del bracete. Si al aproximarse, esta no lo rehuía
yéndose al centro del grupo, la cosa no pintaba mal. <<Ya se ha
“lansao”>> Decían los amigos al ver al amigo dialogar con la pretendida
de manera amigable, presagio este inequívoco de que la cuadrilla a partir de
ahora quedaría mermada.
Así era el primer
cortejo. Luego, el acompañarla hasta la esquina de su calle significaba ante
los ojos de los demás que se habían prometido. Pero la prueba de fuego era el
hablar con el padre y pedirle permiso para poder ver a su hija en la puerta de
la casa. Nervios, sudores, palabras silabeadas, y frases inadecuadas hasta
romper el maldito hielo y recibir por parte del padre la autorización para
poder hablar con su hija a un paso de la
puerta de entrada. Y allí, entre el escalón de la calle y la retranca como
testigo se formulaban entre ambos día tras día promesas de amor y planes para
crear un hogar en un futuro que al menos tardaría cinco o seis años. Durante
esta primera etapa de noviazgo, la novia debía de estar acostumbrada al silbido
suave y musical con el que el novio se identificaba cuando llegaba.
Al cabo de un tiempo,
amortizado el año o más de hablar con la novia en la puerta, etapa esta que
servía para demostrar que se iba con buenas intenciones, el novio estaba
obligado nuevamente a hablar con los padres para que le concedieran su
consentimiento y poder entrar dentro de la casa con el fin de evitar los crudos
inviernos hablando en la puerta de la calle. Después, sentados uno al lado del
otro con las sillas alineadas a la pared se hablaba con la novia de manera
sigilosa con la boca puesta en el oído de ella
siempre bajo la vigilancia perpetua de la suegra. En invierno sentarse
en la mesa camilla al calor del brasero tenía como condicionante el mantener
las manos de los novios siempre visibles a los ojos de la siempre atenta
carabina. Y así iban pasando los años, y también la mili del novio pues siempre
al poco del regreso del cuartel, ya licenciado, la
pedida de la novia no se hacía esperar.
En este
acto de pedida, después de obsequiar a la novia con el consabido oro, se fijaba
el día de la boda, o como se decía en el pueblo, el día de la “velación”,
mientras que el vino, la cerveza y los aperitivos circulaban por la casa en
claro gesto de atención con la familia del novio.
Entretanto,
en la plaza de nuestro pueblo de nuevo surgiría una nueva promesa de amor. Una
de tantas que sirvieron para forjar el destino de muchas generaciones.
Ahora, en
los anocheceres azulados, la plaza desnuda de gente se acuesta temprano arropada
con un envolvente silencio de cuna. Bajo su suelo, yacen esculpidos miles de
juramentos de amor tallados con el cincel de infinitas e inmortales pisadas,
siempre bajo la atenta mirada de los desorbitados y escrutadores ojos del
campanario de la iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario