En aquella escuela de
don Jacinto, los jueves era norma de obligado cumplimiento asistir a la clase de catecismo que impartía el prior en
la parroquia. Mi abuelo me compró en la papelería el catecismo, un pequeño
librito de la doctrina cristiana que no tardé en aprenderme de memoria y del
que quiero recordar forzando mucho mi retentiva que en su portada aparecía dibujado el Niño Jesús junto con una oveja. Don Federico impartía las clases deambulando
por el centro de la nave y al azar nos iba examinando a los chiquillos que ese
año íbamos a hacer la Primera Comunión con preguntas sacadas del catecismo.
Preguntas como esta: ¿Cómo nos hacemos
cristianos? Y la respuesta: Nos
hacemos cristianos por el Santo Bautismo. Don Federico, a los asistentes,
nos obsequiaba con un vale amarillo con puntos que íbamos coleccionando hasta
obtener la cantidad que te daba derecho a uno de los juguetes que guardaba en
la sacristía en un armario de rejillas. El coro de voces infantiles rezando el
Credo, o el Padre Nuestro, retumbaban en el templo y ponían fin a la clase de
catequesis.
El ir a la capital a
comprar el traje blanco de comunión y los zapatos del mismo color resultaba ser
todo un acontecimiento. A mí me privaron
de ir puesto que me sirvió el mismo traje
que llevó mi hermano cuando hizo su primera comunión dos años antes, y también
sus zapatos. Lo que sí recuerdo es ir a Jaén al estudio del fotógrafo Linares
Reina a hacerme la consabida foto.
El librito de comunión
revestido de nácar con sus broches dorados junto con el rosario y los guantes
eran complementos que no podían faltar. Yo utilicé sin rechistar también los de mi hermano. Lo único que tenía
que ser diferente eran las estampitas de recordatorio que se encargaban en la
imprenta y que seguramente para aminorar gastos no llegarían a treinta
ejemplares.
La mañana del domingo
de mi primera comunión, recuerdo un ajetreo en mi casa muy diferente al de
cualquier otro día. Vecinas y familiares se afanaban en colaborar con mi madre
en todo lo que fuera posible. Una tía mía trataba con zumo de limón de
doblegarme sin llegar a conseguirlo mi anárquico flequillo y me recordaba una y
otra vez que no tomara nada antes de recibir a Dios.
Celebrado el acto
religioso en la parroquia nos encaminamos a mi casa donde mi madre tenía
preparado un chocolate y unas magdalenas. Don Jacinto, mi maestro, recuerdo
verlo sentado a mi lado en la única mesa establecida para el corto aforo de
aquél pobre y exiguo ágape. Las blancas
y olorosas azucenas que adornaban aquella humilde mesa, parecieron revestirme en
esos instantes del candor y de la pureza propia de un niño, atributos estos que
al recordar esos momentos tan gratos vividos por mí, me han servido a lo largo
de mi vida para alimentar mi alma.
Hoy, como aquél niño, debo
también confesarme. Y es que aquél día no estuvo a mi lado mi padre. Durante
toda su vida, y más en los últimos años se reprochaba una y otra vez no haber
podido acompañarme. La siega muy adelantada de la cebada en la campiña
pernoctando en un cortijo se lo impidió. Yo lo consolaba con la respuesta del
catecismo al tercer mandamiento. ¿Peca
quién trabaja en los días de fiesta? Respuesta: Peca quien trabaja sin licencia o necesidad.
Así fue mi primera
comunión. Recuerdo que recogí doce pesetas, el equivalente a ocho céntimos de
hoy, y me sobraron estampas de las que he referido que servían para obsequiar a
quienes tuvieron el detalle de darme unas monedas.
Hoy… hoy, todo es muy
diferente, el ritual sacramental sigue vivo e inalterable, pero me pregunto
¿qué recordarán los niños de hoy dentro de sesenta años del día de su primera
comunión? Seguro que con tanto, no serán tan felices como yo con tan poco.
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