sábado, 27 de junio de 2020

MI PRIMERA COMUNIÓN



En aquella escuela de don Jacinto, los jueves era norma de obligado cumplimiento asistir a la  clase de catecismo que impartía el prior en la parroquia. Mi abuelo me compró en la papelería el catecismo, un pequeño librito de la doctrina cristiana que no tardé en aprenderme de memoria y del que quiero recordar forzando mucho mi retentiva que en su portada aparecía  dibujado el Niño Jesús junto con una oveja.  Don Federico impartía las clases deambulando por el centro de la nave y al azar nos iba examinando a los chiquillos que ese año íbamos a hacer la Primera Comunión con preguntas sacadas del catecismo. Preguntas como esta: ¿Cómo nos hacemos cristianos? Y la respuesta: Nos hacemos cristianos por el Santo Bautismo. Don Federico, a los asistentes, nos obsequiaba con un vale amarillo con puntos que íbamos coleccionando hasta obtener la cantidad que te daba derecho a uno de los juguetes que guardaba en la sacristía en un armario de rejillas. El coro de voces infantiles rezando el Credo, o el Padre Nuestro, retumbaban en el templo y ponían fin a la clase de catequesis.  
El ir a la capital a comprar el traje blanco de comunión y los zapatos del mismo color resultaba ser todo un acontecimiento.  A mí me privaron de ir puesto que me sirvió el  mismo traje que llevó mi hermano cuando hizo su primera comunión dos años antes, y también sus zapatos. Lo que sí recuerdo es ir a Jaén al estudio del fotógrafo Linares Reina a hacerme la consabida foto.
El librito de comunión revestido de nácar con sus broches dorados junto con el rosario y los guantes eran complementos que no podían faltar. Yo utilicé sin rechistar  también los de mi hermano. Lo único que tenía que ser diferente eran las estampitas de recordatorio que se encargaban en la imprenta y que seguramente para aminorar gastos no llegarían a treinta ejemplares.
La mañana del domingo de mi primera comunión, recuerdo un ajetreo en mi casa muy diferente al de cualquier otro día. Vecinas y familiares se afanaban en colaborar con mi madre en todo lo que fuera posible. Una tía mía trataba con zumo de limón de doblegarme sin llegar a conseguirlo mi anárquico flequillo y me recordaba una y otra vez que no tomara nada antes de recibir a Dios.
Celebrado el acto religioso en la parroquia nos encaminamos a mi casa donde mi madre tenía preparado un chocolate y unas magdalenas. Don Jacinto, mi maestro, recuerdo verlo sentado a mi lado en la única mesa establecida para el corto aforo de aquél pobre y exiguo ágape. Las  blancas y olorosas azucenas que adornaban aquella humilde mesa, parecieron revestirme en esos instantes del candor y de la pureza propia de un niño, atributos estos que al recordar esos momentos tan gratos vividos por mí, me han servido a lo largo de mi vida para alimentar mi alma.
Hoy, como aquél niño, debo también confesarme. Y es que aquél día no estuvo a mi lado mi padre. Durante toda su vida, y más en los últimos años se reprochaba una y otra vez no haber podido acompañarme. La siega muy adelantada de la cebada en la campiña pernoctando en un cortijo se lo impidió. Yo lo consolaba con la respuesta del catecismo al tercer mandamiento. ¿Peca quién trabaja en los días de fiesta? Respuesta: Peca quien trabaja sin licencia o necesidad.
Así fue mi primera comunión. Recuerdo que recogí doce pesetas, el equivalente a ocho céntimos de hoy, y me sobraron estampas de las que he referido que servían para obsequiar a quienes tuvieron el detalle de darme unas monedas.
Hoy… hoy, todo es muy diferente, el ritual sacramental sigue vivo e inalterable, pero me pregunto ¿qué recordarán los niños de hoy dentro de sesenta años del día de su primera comunión? Seguro que con tanto, no serán tan felices como yo con tan poco.

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