17 de abril de 2020, en mi cumpleaños.
Cuento los días, cuento
las horas, hasta cuento los pasos desde un extremo a otro de mi vivienda; son
treinta y cinco, y vuelta a empezar, diez, veinte, cincuenta, tropecientas
vueltas al día, tantas como daba en la
trilla en aquellas eras de mi querido y ahora más que añorado pueblo.
No quiero que me toque
en esta vuelta pisar el nudo oscuro del parquet que está a mitad del recorrido,
me digo, como una apuesta un tanto supersticiosa, que si la logro, me produce
un vano placer, y si no, me siento como cuando miro el listado de la lotería en
navidad, otra vez será. Así juego con este juego en mi enclaustramiento. A
veces, salgo a respirar aire fresco a uno de mis balcones. Casi a mis pies, las
banderas del consistorio de mi ciudad adoptiva ondean a media asta en señal de
luto por los fallecidos por el coronavirus. La plaza está desierta. A
intervalos veo pasar autobuses vacíos que
ni siquiera paran porque las marquesinas están libres de viajeros. Oigo el leve
aleteo de contadas palomas cerca de una fuente. Antes, venían en bandadas
mezcladas entre grupos de gorriones al reclamo del sustento que le
proporcionaban la gente en su deambular, o de aquél hombre que acostumbraba a
derramar pan desmigado, o también en busca de los gusanitos que se escapaban por
entre las manos trémulas de los niños, y cómo no, de las de los roedores de
pipas que solían sentarse en los bancos.
Ahora todo está limpio,
no se ven papeles en el suelo de las calles, ni cáscaras de pipas, ni nada que
puedan rebuscar para alimentarse, y echo de menos a los gorriones, ¿dónde
estarán?, me pregunto. Después de llevar un rato en mi atalaya veo a una pareja
dando saltitos en el suelo para
instantes después salir disparados tratando en su vuelo de perforar el viento.
Estos, supongo, han preferido quedarse, pero el resto, sospecho que habrán
emigrado en busca de alimentos fuera de la ciudad o a otras latitudes, lo mismo
que hacían las gentes de nuestro pueblo en los años sesenta, aquellos que se
fueron buscando un mejor porvenir, al igual que yo, que lo hice aprovechando una
etapa en la que nuestro pueblo cansado de dar aceite daba carteros urbanos. Pero no quiero
salirme del tema porque quiero centrarme en los gorriones, en esa ave que
llevará miles de años entre nosotros y que se está extinguiendo poco a poco,
tal vez por el cambio climático, por las especies invasoras o las nuevas
construcciones de edificios donde se emplean materiales para que en los
tejados, donde los gorriones se cobijan
y anidan, no quede grieta alguna. El caso es que cada vez vemos menos, y esto
de la pandemia contribuirá no cabe la menor duda a su lenta agonía.
Recuerdo que a último
de mayo cuando las cebadas cerca de las tapias de nuestro pueblo estaban
alimonadas, señal de que sus espigas estaban granadas, los gorriones invadían
las siembras comiendo los granos ya
sazonados, y para ahuyentarlos, los agricultores se defendían poniendo cuerdas
con cencerros colgando para que el niño o la mujer los espantaran moviendo el
cordel. Lo que no recuerdo haber visto nunca es comer a dos gorriones en la
misma espiga. Extrapolando este hecho a la vida real de hoy observo que esto ocurre. Veremos lo que dura, de seguro
hasta que la caña se tronche.
En los meses de verano
en aquellos árboles centenarios de la Huerta los Toros se refugiaban miles de
gorriones al anochecer produciendo un sonido ensordecedor por su continuo piar.
Había uno de mi edad en nuestro pueblo que con su certero tirachinas todas las
tardes en tiempos aquellos de pescuecillos
cortos se llevaba a su casa el
equivalente a una fritá.
Dicen que la existencia
del gorrión está ligada a la del ser humano, y prueba de ello es que en los
pueblos abandonados por el hombre, los gorriones también lo hicieron. Ojalá que
ellos al ver nuestras calles desiertas por culpa de la pandemia, no interpreten
que nos hemos ido, aunque lamentablemente algunos si lo están haciendo, son
aquellos que están muriendo por culpa del coronavirus. Qué lástima de los de mi
generación, la generación del progreso. Que Dios los acoja en su seno y entren
acompañados con la agradable música del aval
de nuestras plegarias. La mía, mi plegaria, viaja todos los días rauda con el
viento hasta nuestra ermita, y hará cola en la lonja hasta que le toque el
turno pues somos muchos los torrecampeños/as que en estos momentos tan
difíciles imploramos a nuestra Patrona Santa Ana para que esto acabe.
Santa Ana bendita, que
sea pronto.
Antero Villar Rosa
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