lunes, 1 de junio de 2020

GORRIONES EN LA PANDEMIA



17 de abril de 2020, en mi cumpleaños.

Cuento los días, cuento las horas, hasta cuento los pasos desde un extremo a otro de mi vivienda; son treinta y cinco, y vuelta a empezar, diez, veinte, cincuenta, tropecientas vueltas al día, tantas  como daba en la trilla en aquellas eras de mi querido y ahora más que añorado pueblo.

No quiero que me toque en esta vuelta pisar el nudo oscuro del parquet que está a mitad del recorrido, me digo, como una apuesta un tanto supersticiosa, que si la logro, me produce un vano placer, y si no, me siento como cuando miro el listado de la lotería en navidad, otra vez será. Así juego con este juego en mi enclaustramiento. A veces, salgo a respirar aire fresco a uno de mis balcones. Casi a mis pies, las banderas del consistorio de mi ciudad adoptiva ondean a media asta en señal de luto por los fallecidos por el coronavirus. La plaza está desierta. A intervalos veo pasar  autobuses vacíos que ni siquiera paran porque las marquesinas están libres de viajeros. Oigo el leve aleteo de contadas palomas cerca de una fuente. Antes, venían en bandadas mezcladas entre grupos de gorriones al reclamo del sustento que le proporcionaban la gente en su deambular, o de aquél hombre que acostumbraba a derramar pan desmigado, o también en busca de los gusanitos que se escapaban por entre las manos trémulas de los niños, y cómo no, de las de los roedores de pipas que solían sentarse en los bancos.

Ahora todo está limpio, no se ven papeles en el suelo de las calles, ni cáscaras de pipas, ni nada que puedan rebuscar para alimentarse, y echo de menos a los gorriones, ¿dónde estarán?, me pregunto. Después de llevar un rato en mi atalaya veo a una pareja dando saltitos en el suelo  para instantes después salir disparados tratando en su vuelo de perforar el viento. Estos, supongo, han preferido quedarse, pero el resto, sospecho que habrán emigrado en busca de alimentos fuera de la ciudad o a otras latitudes, lo mismo que hacían las gentes de nuestro pueblo en los años sesenta, aquellos que se fueron buscando un mejor porvenir, al igual que yo, que lo hice aprovechando una etapa en la que nuestro pueblo cansado de dar aceite daba carteros urbanos.  Pero no quiero salirme del tema porque quiero centrarme en los gorriones, en esa ave que llevará miles de años entre nosotros y que se está extinguiendo poco a poco, tal vez por el cambio climático, por las especies invasoras o las nuevas construcciones de edificios donde se emplean materiales para que en los tejados,  donde los gorriones se cobijan y anidan, no quede grieta alguna. El caso es que cada vez vemos menos, y esto de la pandemia contribuirá no cabe la menor duda a su lenta agonía.

Recuerdo que a último de mayo cuando las cebadas cerca de las tapias de nuestro pueblo estaban alimonadas, señal de que sus espigas estaban granadas, los gorriones invadían las siembras comiendo  los granos ya sazonados, y para ahuyentarlos, los agricultores se defendían poniendo cuerdas con cencerros colgando para que el niño o la mujer los espantaran moviendo el cordel. Lo que no recuerdo haber visto nunca es comer a dos gorriones en la misma espiga. Extrapolando este hecho a la vida real de hoy observo  que esto ocurre. Veremos lo que dura, de seguro hasta que la caña se tronche.

En los meses de verano en aquellos árboles centenarios de la Huerta los Toros se refugiaban miles de gorriones al anochecer produciendo un sonido ensordecedor por su continuo piar. Había uno de mi edad en nuestro pueblo que con su certero tirachinas todas las tardes en tiempos aquellos de pescuecillos cortos  se llevaba a su casa el equivalente a una fritá.

Dicen que la existencia del gorrión está ligada a la del ser humano, y prueba de ello es que en los pueblos abandonados por el hombre, los gorriones también lo hicieron. Ojalá que ellos al ver nuestras calles desiertas por culpa de la pandemia, no interpreten que nos hemos ido, aunque lamentablemente algunos si lo están haciendo, son aquellos que están muriendo por culpa del coronavirus. Qué lástima de los de mi generación, la generación del progreso. Que Dios los acoja en su seno y entren acompañados  con la agradable música del aval de nuestras plegarias. La mía, mi plegaria, viaja todos los días rauda con el viento hasta nuestra ermita, y hará cola en la lonja hasta que le toque el turno pues somos muchos los torrecampeños/as que en estos momentos tan difíciles imploramos a nuestra Patrona Santa Ana para que esto acabe.
Santa Ana bendita, que sea pronto.
Antero Villar Rosa

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