El parvulario sirve y
servía en mis tiempos entre otras cosas para despertar el desarrollo emocional
y educativo de los niños, aunque aquél parvulario al que asistimos los varones
de mi generación era tan peculiar y dista tanto de los de ahora, que he querido
recordar aquella mi primera escuela donde aprendí mis primeras letras y conviví
con los primeros compañeros de clase, y cómo no, donde llegué a conocer a mi
primer maestro.
Con mi pizarra, el
pizarrín, la cartilla y como vestimenta un mandilón, acompañado de mi madre
llegué todo ilusionado aquél primer día hasta el final de la calle Las Cruces,
a la Rinconá, a la casa de Pedro
Balbín, donde éste ejercía la docencia. La casa, empedrada sus bajos, estaba repleta de niños
de mi edad y otros más mayores. Nada más entrar, en el recibidor, los bancos y
sillas pequeñas alineadas a la pared inundaban la estancia repleta de niños
gritando unos con otros. A la izquierda, la sala a la que en nuestro pueblo
damos el nombre de despacho, igualmente estaba llena de niños vociferando entre
ellos. Más adentro, en el comedor, en el habitáculo más espacioso, allí estaba Pedro
Balbín sentado en un sillón de mimbre en cuyo respaldo descansaba una zalea de
borrego. Estaba protegido por un semicírculo desnudo de chiquillería que
parecía entronizarle además de servir para facilitar el acercamiento cuando
tocaba aproximarse a “tomar la lección”.
Aquella ilusión de mi
primer día de escuela se desvaneció en el momento en el que me despedí de mi
madre, tomé asiento y vi como Pedro impartía la enseñanza. La eme con la a, ma. La eme con la u, mi. ¿Qué has dicho, que la eme con la u es mí? ¡Cañete,
que eres un cañete! Y volvía de
nuevo la cantinela repetidas veces con el chiquillo llorando, vociferándole
aquello tan repetitivo en él de, “cañete”.
Durante los siguientes
días la zapatilla de mi madre me acompañó hasta la escuela de Pedro, hasta que
poco a poco me fui acostumbrando a la alpargata de mi progenitora, y a los
chasquidos de la palmeta de Pedro cuando alguno no obedecíamos sus órdenes;
palmeta que pensábamos que echándonos sal y vinagre en la mano a la hora de
recibir el azote la tabla se partía. Recuerdo el patio de la casa donde íbamos los castigados, y el pozo
divisorio entre los muros del vecino, y también la cámara donde entre la paja
guardaba las serbas para que madurasen. El ver deambular por la casa a Cándida,
su madre y a Puri, hermana de Pedro, servía a veces para apaciguar los
encendidos ánimos del maestro, como también la copla de “Doce cascabeles lleva
mi caballo” de Luis Mariano, y “El rey de la Carretera” de Juanito Valderrama, tranquilizaban
asimismo su enojo cuando sonaban en el radio que descansaba en una repisa en
uno de los muros del comedor, aunque su mejor bálsamo era el vino que a gollete
bebía a escondidas mientras que nosotros en nuestra pequeña pizarra tratábamos
de dibujar arañando con el pizarrín las letras que nos había puesto de tarea. Cuando
nos salía mal la escritura escupíamos en el negro y alisado mineral y lo
borrábamos frotándolo con un trapo que llevaba el tablero incorporado.
Lo mejor era cuando a
media mañana salíamos en tropel al recreo que consistía en ir corriendo a beber
agua a la Fuente Nueva, donde raro era el día que alguno no caía al pilar
empujado por otro. Volvíamos de nuevo galopando, teniendo a veces que esquivar
antes de entrar en la escuela el carro de Lorenzo que descansaba en la puerta
del parvulario.
Alli, en la escuela de
Pedro fue donde aprendí mis primeras letras: mi mama me ama, yo amo a mi mama, la tela de lino. Eran frases de
aquella mi primera libreta. Pedro, era un hombre discapacitado, al que para
subsistir le autorizaron la apertura de este parvulario por el que pasamos toda
una generación. No recuerdo cantar nada más que “Vamos niños al sagrario”, pero sólo cuando alguien le avisaba de la
inminente visita de las personas que tutelaban el parvulario, cuando estas se
iban aproximando calle arriba.
Tenía que dedicarle
unas líneas a esta persona que nos dejó hace muchos años, al hombre que enseñó las primeras letras a toda una
generación. Gracias por la enseñanza que recibí de Pedro Balbín, hombre popular
y dicharachero que supo dejar huella en
nuestro pueblo. Su legado figura en el recuerdo de muchos como yo, y a partir
de hoy, estas líneas servirán para que nuestros descendientes sepan que existió
un maestro de parvulario llamado Pedro Balbín.
Yo me despido de él pidiéndole
perdón porque fui uno de los que entre
la paja de su cámara, a hurtadillas, birlábamos y nos comíamos sus serbas
sazonadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario