(Dedicado a mi pueblo en su 216 aniversario)
Tienes que ir para descubrir
la paz y el sosiego que se mastica en el silencio pulcro de sus tórridas
siestas, y después, al morir la tarde, perderte por desordenadas callejuelas donde aún duermen
miles de lunas viejas acunadas por nanas
a niños calenturientos; nanas de entonces,
nacidas desde abiertos balcones adornados de geranios, claveles y verdes albahacas que recuerdan a aquellas
ferias de eras y espigas.
Tienes que ir en el
frescor de la noche a contemplar desde el monte el cielo empedrado de estrellas,
y dejarte llevar por la calma y la quietud que la oscuridad lo envuelve; quietud
solo perturbada por los sonoros e incesantes cantos de los grillos. Debes de
ir para ver como el globo grandilocuente
de la luna al salir por Reguchillo se asoma arrastrándose perezosamente por sus
afiladas piedras, y de cómo, poco a poco, su ambarina y luminosa imagen va
disminuyendo de tamaño a medida que asciende al cielo, tal vez, herida la envoltura
de la luna por alguna de las punzantes aristas de tan rocosa cúspide.
Tienes que ir al pueblo
en el que naciste donde encontrarás
dormidos recuerdos de tu niñez. Busca aquella alberca donde te bañabas desnudo a escondidas del
hortelano, de agua tan fría que reducía sin proponértelo la parte más sensible
de tu físico. Vive la magia del amanecer recorriendo senderos escarpados y
alguna que otra cañada sombría sintiendo el rumor del agua bajando brava y
cristalina como la del arroyo de Las Torrecillas, y embriágate con el aroma a
pino y a mejorana mientras buscas como
cuando eras niño entre la juncia y la menta de sus riberas alguna rana que al
verte saltará a la poza más cercana. Busca entre las higueras y las zarzamoras,
frutos que el pavimento de tu ciudad nunca puede darte.
Seguro que te gustará perderte
por el bosque humanizado de olivos que inunda el paisaje torrecampeño. Verás
colinas, y llanuras de olivares donde el verde se hace menos verde en los
atardeceres, cuando un sol perezoso por esconderse, pinta de rojos y
anaranjados colores el horizonte y a su vez salpica en lomas y quebradas a
incontables cortijos de labranza, vestigios ruinosos que siguen sufriendo su
agonía desde hace más de setenta cosechas.
Deja que muera la noche
sentado en animada charla en una terraza disfrutando de nuestra rica gastronomía
mientras te dejas acariciar por el relente de la brisa serrana que en
refrescantes bocanadas llega a inundar de frescura recoletas plazoletas y
avenidas repletas de mesas y veladores; airecillo que llega siempre refrigerado
después de haber besado a los altos
chopos del parque.
Vuelve a Torredelcampo
en verano, y si tan pobre eres que no tienes ni tan siquiera pueblo, yo te regalo
el mío con el permiso de todos los torrecampeños/as, porque no quiero que me
digas aquello que te oí decir: ¡Qué
desgracia es vivir sin tener pueblo
en Madrid!
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