Esta historia y sus personajes son invención de su autor.
Fue estando de romería cuando sus manos se juntaron con sus manos. Él tenia quince abriles y ella unas primaveras más cuando sus labios se acariciaron por primera vez. Beso robado como robó aquellas lilas cerca de aquella fuente de agua fresca donde hacen guardia los cipreses. Lilas mojadas porque el cielo lloró de emoción cuando se prometieron y el campo se embriagó con el olor a tierra mojada y a perfumes serranos como el tomillo y otras plantas aromáticas. Duró poco la lluvia, y en la procesión su Patrona Santa Ana supo de su amor cuando por la Erilla le arrojaron las flores que para ella él sustrajo.
Fue en aquella romería donde la acompañó temprano hasta la sierra y la ayudó a cruzar el arroyo de aguas limpias para luego subir el camino a los acordes de los balidos de los corderos que presagiaban su triste final junto con el del golpear de los cascos de las caballerías las piedras del camino desgastadas por las herraduras de cientos de romerías.
Fue en aquella romería donde como muchos otros no pudieron ir “de plan” porque eran pocos los que podían disfrutar de aquellos planes, pero no por eso su fervor romero quedó por esta circunstancia menospreciado. Fervor mariano, campanas al vuelo y humo de fogatas entre gentes diseminadas por el cerro protegiéndose con fardeos en forma de palio. Puestos de estadales y voladoras para la chiquillería al grito de ¿queréis más? Y él con ella, recreándose en su amor recién estrenado. No querían que el día acabara, por eso fueron de los últimos en regresar al pueblo después de acompañar a Santa Ana durante un trecho en la procesión de bajada hasta la Iglesia.
Fue en aquella romería cuando contemplaron aquél bello atardecer refugiados en aquél trigo encañado cuajado de amapolas y clavellinas. Allí estuvieron contando las espigas, y no contaron las estrellas porque no quisieron. Allí estuvieron hasta que la perdiz dejó de cantar cuando se lo pidieron los grillos y el campo se llenó de sombras y de silencios. Las higueras de las huertas a su regreso fueron testigo de aquél último beso al son de la música cantarina del agua cayendo en la alberca.
Más tarde, la tierra tan querida para él, la que le vio nacer, hubo un tiempo que cansada de dar y vender aceite vendió a muchos de sus hijos llevándoselos a otros lugares en aquél maldito tren que salía por la noche. Y él fue uno de aquellos. Y después aquellas cartas ¿Cuántas?... Muchas las que escribió a su amada y que alguien se encargó de no entregarle. La misma persona que se encargó de enviarle noticias inciertas sobre que su prometida le había traicionado cuando existía entre ambos un juramento. Y él, en aquella otra tierra donde siempre se sintió un extraño bebió con el tiempo el amor de otra fuente, aunque siempre, día a día, momento a momento la había seguido recordando. Le fue a éste su segundo amor fiel siempre como a aquél primero hasta que en el pasado invierno le dio su último adiós.
Llevando a cuestas sus recuerdos y sus muchos años, ha regresado hoy a su pueblo por primera vez. Lo ha hecho el primer domingo de mayo, el día de la romería después de pasados cincuenta años.
Nadie conoce ya a este hombre, ni nadie conoce a la que fue su primer amor por más señas que ha dado.
Todo lo ha encontrado cambiado menos a su Patrona. No ha podido reprimir las lágrimas viendo a la imagen; la misma que recibió aquél ramo de lilas. Y se llena de orgullo cuando ve como la gente sigue venerando a Santa Ana y su Virgen Niña y la siguen queriendo igual que antaño. Y en silencio rezó, pues ganas tenia de hacerlo allí en su ermita, porque Santa Ana sabia que aunque él había rezado a otras sagradas imágenes siempre lo había hecho para Ella.
Sí, todo lo ha encontrado cambiado. Ya no hay caballerías mordisqueando en la sierra. Ahora, coches, chiringuitos, casetas de feria y otras atracciones se dan codo con codo y no caben en el monte. Todo está lleno de gente, no habiendo encina, olivo o matorral, que hoy no tenga dueño, dando culto una mayoría según observa a la sartén y al “jota be”.
Cansado se sienta en unas piedras bajo un quejigo. Un hombre de edad avanzada lo hace también casi al mismo tiempo. Entre ellos hay una conversación que dura unos minutos. Se hizo entre ambos un silencio y lentamente aquél hombre se levanta, da las gracias y dice adiós al anciano.
Deambuló por los aledaños del monte hasta encontrar lo que buscaba: un ramo de lilas. Tardó en encontrarlo pero al final lo consiguió. En una linde envuelto en zarzas asomaba un tallo florido y oloroso, como aquél otro que cortó para su amada.
Ya en la procesión, parte de esas flores, en la Erilla , como aquella vez, arrojó una porción del ramo a Santa Ana mezclándose con una lluvia de pétalos y rosas que lanzaban desde los muros de una edificación cercana al camino entre piropos, música y vivas. Y él, mira a Santa Ana con tristeza infinita, y Ella debiendo estar alegre hoy para todos parece que le devuelve la mirada con el mismo desconsuelo que el siente, porque sabe de su sufrimiento.
Con una parte de las flores en la mano buscó el camino de regreso al pueblo. Ya no hay trigos por el camino, ni amapolas, ni tampoco clavellinas, ni canta el arroyo al chocar sus aguas contra los riscos; tampoco existe el camino por aquellas huertas, ni la higuera donde se besaron. Una angustia infinita le invade desde hace un rato y por ese motivo lo ve todo muy sombrío.
Por fin va a encontrarse con su amor después de tantos años ya que aquél hombre de avanzada edad le dio la dirección donde ella se encontraba.
Fue en aquella romería donde robó el primer beso y aquellas flores y ahora pasados los años estaba allí de nuevo junto a ella, su primer amor, la mujer que más había querido, y que según el anciano le había estado esperando siempre, pero ya era demasiado tarde. Ella esta allí detrás de aquella fría lápida de mármol en la que no figuraba nada más que su nombre. Antes de depositar el ramo de flores sus ojos se llenaron de lágrimas y alguna de ellas cayó sin percatarse de ello en aquellas lilas, como la primera vez cuando el cielo lloró de emoción.
Dejó las flores recostadas en la repisa de la lápida y allí estuvo meditando sin percatase del tiempo transcurrido. Luego rezó para ella, y en la soledad del camposanto le habló en silencio a modo de epitafio:
A ti mi amor, adonde ahora mores. Sé que el tiempo y Dios en su infinita eternidad, buscarán pronto un hueco para que nuestras almas se reencuentren.
¡Hasta siempre amor mío!
Con este relato quiero rendir homenaje a todos los que se fueron un día de nuestro pueblo y ya no volvieron, en aquellos años de éxodo donde tantos amores quedaron huérfanos.
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