En
el despertar de cualquier día de mi infancia, la primera voz que oías antes de
levantarte era el pregonar de las tortas de la confitería, o el de los churros
(tallos calientes). Le
seguía el cabrero que con sus cabras en plena calle vendía su mercancía sin
pasar por el envase de brik, sino que de las apretadas ubres, la leche iba
directamente a la botella blanca de cristal de medio litro de agua de Carabaña
que se utilizaba para este fin entre las quejas de algunas mujeres que
protestaban para que no les echara mucha espuma.
Las
calles eran un continuo deambular de gentes y voces anunciándose. Cada uno de
ellos lo hacía empleando un tono musical diferente de manera que se hacía así
más identificable.
El
de la cal con sus borricos cargados de ella. ¡Y vamos Mariaaaaaaa, a la caaaaaaal !
Así la pregonaba.
El
de la miel de caldera, con la miel en un pellejo curtido cargada en un animal
de carga enjaretado. La pregonaba diciendo: ¡Miel de caldera!, y los chiquillos
contestábamos: ¡Y el borrico que se te muera!
El
que vendía macetas y cántaros de barro. A éste le gustaba bien empinar el codo.
Creo que venía de un pueblo cercano. El dinero de las primeras ventas lo
empleaba en vino, y cuando ya no se podía tener en pié lo subían al animal, y
éste como se sabia el camino lo devolvía a casa.
Tenía
asimismo su entrada por el mismo sitio el de las gallinicas americanas.
¡Gallinicas americanas, las que no ponen hoy ponen mañana!
De
esta manera anunciaba esta golosina para los chiquillos. Eran de caramelo color rosado con el dibujo
recortado con la forma de la gallina no más gruesa que una galleta. Iban cogidas
con un palillo de los dientes y pinchada en una hoja de chumbera incrustada en
un palo que portaba quien las vendía.
También
el de las maceticas. Las anunciaban
diciendo: ¡Maceticas a
chica y a gorda! ¡A gorda las maceticas! Eran también de caramelo, y el molde
para darle forma era lo más parecido a un dedal de costura.
El
que arreglaba las sillas con anea también llamada espadaña. Se daba a conocer
diciendo: ¡Vamos sillas amores! ¡No se sienten más! Dicen que la autoridad o la
“censura” les prohibieron aquello de “amores” en su cántico. A los chiquillos
nos gustaba ir tras él para robarle algún penacho parecido a un habano que
sobresalía del haz de anea que portaba.
El
trapero. Ése que decían nuestros padres que nos engañaba. Llevaba prospectos,
tebeos, regaliz, globos, paloduz, etc. La boquilla de metal de una bombilla
fundida era nuestra mejor moneda de intercambio o trueque.
Venía
igualmente un personaje todo de negro con blusón del mismo color, que mas bien
parecía sacado de la película Viridiana, que arreglaba paraguas, y echaba lañas a las fuentes y platos rotos de
cerámica. No era muy amigo de la chiquillería. Llevaba una herramienta especie
de berbiquí con una perinola. Su cántico era ininteligible.
Había
otro, gitano, bastante alto con bigote para más señas. Éste era un especialista en arreglar
los orificios a las ollas, cazos, y cuajaderas. Portaba una especie de
artilugio parecido a una cafetera con carbón ardiendo. En su interior una pieza
de metal siempre candente para derretir el estaño cuando alguien le requería
para reparar la avería
Los
manchegos con sus blusones grises vendiendo quesos de casa en casa.
La
mujer que compraba los pellejos de conejo a cambio de unas agujas. Estos se
tendían al sol en el corral para que se secaran y eran nido de avispas y
moscas.
El “regovero”, que compraba los huevos, ya
que en casi todas las casas había gallinas.
Aquél
que vendía la arena para fregar los platos. La arena en cuestión por su color
más bien parecía robada del albero de La
Maestranza.
El
afilador con su sinfonía pastoril. Sus notas musicales eran como una escalera
para subirse a los recuerdos.
En
las esquinas, el pregonero. “De orden del señor alcalde. Se hace saber...”
El
que venía contando historias tristes, de crímenes, y sucesos desgraciados,
empleando en su cántico un tono medieval. Al término del mismo vendía el
prospecto con su historia macabra.
La
mujer que anunciaba de casa en casa el día y la hora de la misa de algún
difunto, o el rezo en grupo lo que se le llamaba “viasacra”.
Por
el centro del pueblo la voz del barrendero que con un carrillo que a granel,
iba recogiendo la basura de aquellas casas que no tenían muladar (mulear). La
“mú” que tengo “pri”. La mugre que tengo prisa, quería decir.
En
verano el que venía vendiendo moñas.
El
de la rifa con su trompetilla, el que siempre para la romería rifaba un borrego.
En
las siestas calurosas, el de los polos. ¡ Al polo rico !.
Pero
la voz mas escuchada y muy torrecampeña, era la de “toootaoooooooooo”.! Lo cambio y lo “venduooooooooooooooo”.
Con su espuerta de garbanzos tostaos, colgada del brazo iban vendiendo y
cambiando los garbanzos. La medida era en forma de cubo geométrico, muy
parecida al medio celemín, pero más reducida. Creo que eran dos medidas sin
tostar por una ya tostaos al trueque.
En
tiempo de invierno, a primera horas de la noche, el de los hojaldres calientes,
que los llevaba protegidos en una urna de cristal.
Luego
casi aletargado, dormido, o tal vez sea sólo el recuerdo de haberlo escuchado a
mis padres, la voz que se oía de madrugada en el silencio era la del sereno,
diciendo la hora y el estado del tiempo.
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