Recolectando aceituna. Aceituneros en la "limpia".
Esta historia, como el protagonista de la misma, es invención de su autor, no así las costumbres y acontecimientos narrados.
Corría el año cincuenta y seis. Con solo once años aquél chiquillo llevaba ya quince días en un cortijo cogiendo aceituna. Había tenido que dejar la escuela muy a su pesar. No sirvió de nada que don Jacinto hablara con sus padres para tratar de convencerlos con el fin de que el niño no faltara a clase, pero aquél buen maestro no tuvo muchos argumentos para rebatir cuando aquellos padres les expusieron las carencias y dificultades por las que atravesaban, hecho este que Don Jacinto conocía pero a pesar de todo el maestro insistió una y otra vez haciéndoles ver que comprendía su situación pero que el muchacho prometía.
No hubo remedio, y Antonio que así se llamaba el niño junto con un grupo de unas veinte personas entre mujeres, hombres, zagales, y chiquillos se dieron cita en la Puerta Jaén para emprender el camino hacia el cortijo donde al menos estarían aproximadamente más de cincuenta días. Era lo que se le llamaba irse de “vará”.
El día de la partida su abuela y su madre fueron a despedirlo y ayudarle a llevar la talega con algunas provisiones y enseres, entre otras: unas zapatillas de lona de color blanco de suela de goma en previsión de las que llevaba puestas, unas libras de chocolate, unas raspas de bacalao, una tripa fina de salchichón, algunas naranjas y algún que otro higo seco. También su abuela le había echado en una fiambrera unas pocas de “agujetas” (caballas en escabeche), que le compró en la tienda. En cuanto a su indumentaria: pantalones de pana y un jersey de cadenas ya en desuso que su abuela le tejió a mano años atrás. También se cubría la cabeza con una boina nueva pendiente aún de capar.
Cuando se despidió de su madre y su abuela les volvió a recordar que su gran ilusión era estar juntos a ellos la Nochebuena por lo que cuando fuera a aproximarse esa fecha pediría permiso al manijero.
Partieron andando hasta el cortijo distante al menos ocho o diez kilómetros del pueblo. Sus pertenencias ya descritas junto con una “esportilla” de “pleita”, unas rodilleras de jareta que le hizo su padre, una manta de cuadros y una saca vacía que le serviría de jergón fueron transportadas junto con el resto de los chismes de los demás componentes de la cuadrilla dentro de un serón a lomos de una de las caballerías.
Siete duros iba a ganar cada día, el equivalente a 21 cts, de euros de la moneda de hoy, más la manutención consistente en una migas por la mañana y un potaje por la noche, ya que la comida del mediodía que se hacia en el tajo era costeada por cada uno.
El patrono tenia fama de ser austero o como se decía “engorruñio”, y el manijero lo había escogido éste del mismo perfil o aún más tacaño si cabe.
Una vez llegado al cortijo, Antonio como el resto de los aceituneros prepararon las sacas con paja con la cantidad suficiente a modo de colchón para poder dormir. Había dos dormitorios más el pajar. Uno era para los hombres y otro para las mujeres. El dormitorio de Antonio de teja vana tenía solo dos ventanas pequeñas y un agujero en la pared con una teja inclinada dando al exterior que servia para orinar.
Quince migas mañaneras con los consiguientes potajes nocturnos llevaba ya Antonio degustados en una única sartén y tinaja para todo el mundo. El encargado de la cocina era un señor mayor que a su vez se encargaba de ir a por el agua a un pozo cercano y de la limpieza del cortijo. Tenía un arte especial a la hora de voltear las migas. Presumía de no haberlas derramado nunca pero se quejaba como así todo el mundo de la tacañería del manijero ya que en cuanto se echaba aceite en la sartén éste estaba muy atento para de inmediato con una voz autoritaria decir: ¡Vaaale! Así mandaba parar el chorro. Pero cierto día un avispado dijo: -Déjame tú a mí echar hoy el aceite y ya verás-. De modo que ése día cuando oyó el ¡Vaaale!, éste respondió sin parar de verter aceite: -Vale... su peso en oro-, y siguió echando aceite en la sartén. El manijero contestó: -¡Bueeeno!-, tratando de que parara, y el que echaba replicó sin parar de verter: -El mejor de Andalucía-, y otra vez el manijero -¡Alto el chorro!-, y subiendo la mano con el recipiente hasta su cabeza, siguió echando. Ya no lo hizo más, pero ese día bien que se notó.
El pan para las migas se desmenuzaba por la noche. Normalmente lo hacían las mujeres mientras que los hombres se jugaban al tute o a la ronda algunos cigarrillos con alguna baraja sobada y mugrienta. Otras mujeres paliaban el tiempo mientras se contoneaban bailando al son del cántico de otra que por lo general tenia buena voz interpretando alguna copla utilizando como instrumento musical un dedal con el que aporreaba una puerta. Antonio a escondidas de sus padres se había llevado algunas novelas de Marcial Lafuente Estefania y le gustaba leerlas por la noche aunque fuese a la luz de uno de los candiles que alumbraban la estancia y a los que de cuando en cuando con un palote tenia que reavivar la torcía del mismo para que no se apagase, era entonces cuando las sombras se proyectaban con más fuerza en el techo y las paredes.
Pero Antonio no hacia más que pensar que dentro de dos días seria Nochebuena y no iba a poder estar con la familia. Días atrás le había pedido permiso al manijero para ir al pueblo a pasarla Navidad , pero éste hombre le dijo que lo mismo que él harían los demás y por consiguiente no iba a irse nadie, ni tampoco “acusas”, -excusas- ( era irse al pueblo un poco antes de dar de mano, y regresar a primeras horas de la mañana), así es que Antonio se sentía triste ya que en la cena de Navidad se reunían toda la familia y lo pasaban muy bien.
Pero Antonio no hacia más que pensar que dentro de dos días seria Nochebuena y no iba a poder estar con la familia. Días atrás le había pedido permiso al manijero para ir al pueblo a pasar
El día antes de Nochebuena hizo un día infernal para coger aceituna. Antonio estaba en los “salteos” y ayudaba a otro también a acarrear los “esportones” de aceituna a la limpia donde se envasaban en sacos de pita. Ése día hizo falta encender más de una fogata “chisco” para poder entrar en calor. Algunas piedras lisas eran echadas en sus brasas y luego repartidas en las espuertas para frotarlas en las manos a fin de que no se quedaran congeladas.
Esa noche Antonio cayó rendido en el jergón después de hacer la “petaca” con sus pies y la manta con la que se cubría. Fue el primero en irse a costar. Aún duraba la pequeña brasa en la torcía después de soplar al candil cuando ya sus ojos estaban cerrados y ni tan siquiera percibió el olor del humo o mejor dicho del pabilo que desprendía la mecha una vez apagada cuando ya quedó dormido. Así estuvo hasta que avanzada la noche oyó a alguien decir que estaba lloviendo. El agua se oía rebotar sobre la ventana y el tejado acompañada por el sonido de fuertes ráfagas de viento y a los acordes de esa bella sinfonía nuevamente Antonio cayó dormido saboreando eso sí el regreso al pueblo.
A la mañana siguiente después de comer las migas aún seguía lloviendo. Algunos ya se preparaban para nada más que amainara la lluvia emprender el regreso a Torredelcampo, y entre ellos, cómo no, estaba Antonio.
No tardaron en decidirse y partieron. Los caminos estaban intransitables con el agua caída. El frío a su vez era intenso y Antonio como el resto de sus acompañantes se guarecían de él y de la lluvia que seguía cayendo en pautados chaparrones arropados con una manta. Cuando coronaron la cuesta del Reventón observaron que todos los cerros y montañas circundantes al pueblo estaban blancos de nieve mientras que la aldea estaba envuelta entre la bruma.
Cuando Antonio llegó a casa antes de abrazar a su madre trató como pudo de quitarse el barro del calzado frotándolo sobre un “rondero” que había extendido en el umbral de la puerta. Su madre y su abuela, ya habían dejado viudas a las gallinas del corral, y es que la Nochebuena se solía comer pollo en “guisao” a modo de en pepitoria.
Después de asearse se encaminó en busca de sus amigos. Al pasar por la puerta del horno el olor a dulces navideños y a sus componentes, como la manteca, el rayado de limón, las claras de huevo, el ajonjolí, etc, mezclado con el olor del pan caliente despertaba el apetito.
En la almazara próxima a su casa ya se había levantado una colina negra y puntiaguda, que no era otra que la montaña de aceituna en la troje del molino esperando ser triturada y prensada. Desde la calle se oía el ronroneo de los rulos del molino y el aire venia envuelto con el olor característico a almazara.
Continuaba lloviendo y seguía haciendo mucho frío. La gente corría por las calles tratando de guarecerse. Caía la tarde y el humo de las chimeneas se expandía por las calles mezclándose con la bruma y con el de algún guiso.
Antonio y sus amigos formando un grupo iban cantando villancicos y armando ruido con panderetas y “carrascas” hechas por ellos mismos. Luego decidieron hacer una fogata en la calle, un “chisco”, pero para ello tenían que ingeniárselas de modo que se fueron a buscar “ronderos” al descuido de los molineros en las almazaras o los de los zaguanes de las casas.
No tardaron en encender una buena fogata que iluminó la calle. Algunos vecinos salieron y colaboraron con alguna leña.Más tarde la calle quedó sólo iluminada con la pobre luz que pendía colgada en el centro de la misma y que era bamboleada al compás del viento.
La cena no se hizo esperar mucho aunque antes los vecinos entraban y salían de las casas mientras que el ruido de las zambombas era notorio en casi todas ellas. Para hacer las zambombas se aprovechaba alguna orza vieja cuya boca se cubría con un pellejo de conejo, pendiendo del centro un carrizo cortado de algún “salao” o arroyo.
A Antonio le gustaba escuchar los villancicos cantados por las personas mayores, y es que estos tenían sonidos distintos y letras que llegaban al alma; eran casi como canciones de cuna: Madre en la puerta hay un niño... y otro: Yo le dije a Benito saca un pañuelo...etc.
Después de la cena en familia le fueron a buscar sus amigos para ir a la plaza antes de la misa del gallo. Al pasar nuevamente por la puerta del horno dos mujeres salían del mismo portando en un “tinajón” una calabaza asada embadurnando con su aroma toda la calle.
En la plaza a pesar del mucho frío la gente iba acudiendo en grupos cantando y bebiendo. Los mozos iban ataviados con ropajes antiguos, como capas, zamarras, y sombreros de época. La rampa de los caños con los Jardinillos era una pista de patinaje ya que el agua que se derramaba pendiente abajo con el frío había cristalizado y más de uno dio con sus huesos en el suelo.
Después, los grupos se iban dispersando por todas las calles cantando y haciendo que más de uno que estaba ya acostado se levantase y les dieran el aguinaldo consistente en unos mantecados y anís del Mono o Machaquito.
A la mañana siguiente un silencio fuera de lo normal envolvía el pueblo. El manto blanco de la nieve cubría los tejados y las calles No paraba de nevar cuando se lo anunció su padre. A través de la ventana de su habitación quedó perplejo y quiso seguir con su mirada al cielo una y otra vez la trayectoria de algunos de los copos hasta llegar al suelo sin lograrlo ya que en la mezcla se confundían unos con los otros y pensó que así seria la gente en las grandes ciudades.
Volvió a la cama nuevamente y quedó dormido pensando que nunca le gustaría vivir entre tanta gente.
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