martes, 24 de septiembre de 2024

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

 

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

Esta historia encierra una más que evidente moraleja al final.

Aquella tarde de verano el calor era asfixiante, aunque dos horas antes de morir el sol algunas bocanadas casi continuadas de aire hicieron refrescar algo el ambiente. El toldo que protegía el patio de la casa de Juan crujía como las velas de un bergantín azotadas por un viento de popa. Hacía poco más de media hora que este hombre protagonista de esta historia se había quedado solo en casa, pues su mujer había salido a hacer una visita y tardaría en regresar. Estando sentado en una hamaca en el citado patio, una idea cruzó por su mente, la de ir a regar tres olivas que había plantado el pasado otoño en uno de los claros de un olivar situado en uno de los parajes de la campiña. No lo dudó ni un instante puesto que si no se demoraba volvería antes del anochecer y antes de que lo hiciese su mujer. Llenó tres garrafas repletas de agua y las depositó en su viejo, pero aún útil todo terreno que tenía aparcado en la cochera de su vivienda.

Después de más de media hora de viaje dejó el asfalto del carril y se internó por otro terrizo que le conducía hasta su olivar. Diez minutos después estaba ante aquellas tres olivillas que iban a agradecer el riego pues su aspecto casi marchito por el calor y la sequedad de la tierra lo delataba. Esperó sentado viendo como el agua se iba lentamente internando en la tierra de las pequeñas pozas circulares de aquellas tres promesas que con el tiempo llegarían a ser tan frondosas como las del resto del olivar, aunque a sus ochenta y dos años, aseguró para sí el día que las plantó, que poco iba a disfrutar de sus frutos, no así su hijo y sus nietos quienes tendrían otro motivo más para recordarlo.

La tarde iba agonizando lentamente. Ahora, las ráfagas de aire eran más continuadas. Las ramas de los olivos se mecían a su compás columpiando a su vez a las abundantes aceitunas lo que hacía presagiar una buena cosecha. Con un azadón, después de que la tierra se hubiese bebido toda el agua, protegió la humedad con otra seca para que más tarde no llegara a cuartearse. Fue entonces cuando se percató desde su posición en el fondo de la cañada donde se encontraba de unos enormes nubarrones negros que con mucha rapidez iban encapotando el cielo. Rápido se dirigió al coche. Un trueno remoto le sobresaltó al tiempo de depositar las garrafas y el azadón en la trasera del vehículo. Un fuerte improperio salido de su boca retumbó en el solitario olivar al comprobar que la llave de encendido del vehículo no hacia contacto porque presumiblemente se hacía quedado sin batería. Lo intentó varias veces sin resultado positivo. Otro segundo trueno esta vez más sonoro que el anterior hizo aumentar más su nerviosismo, tanto que, al querer avisar de su situación a su hijo, comprobó que se había dejado olvidado el móvil en casa. Con la cabeza apoyada en el volante intentó reconducir su situación. Nadie sabía que estaba allí, por lo tanto, lo mejor era darse prisa e intentar llegar al carril asfaltado donde tal vez con suerte pudiera pasar algún vehículo, aunque dado lo avanzado de la tarde sería difícil, pero debía arriesgarse. Otra vez, un fuerte y resonante trueno inundó cañadas, colinas y valles circundantes.  Mientras caminaba con dirección al carril, gruesas gotas de lluvia no tardaron en empapar la camisa y el pantalón que vestía mientras que el agua al golpear con fuerza el sediento suelo levantaba polvo.  Al poco, la penumbra de la agónica tarde se vio adelantada por el gris de la tormenta. El sol se había ocultado en un horizonte púrpura, y ahora se defendía de los nubarrones filtrando su color granate entre los grises de las nubes.  

Debía darse prisa y llegar cuanto antes al carril asfaltado. La oscuridad total no tardó en aparecer. Empapado por la lluvia caminaba a tientas por el carril terrizo sorteando entre el barro desniveles. Un relámpago iluminó durante un segundo el entorno y comprobó que caminaba fuera de las huellas del carril terroso. Estaba desorientado y no sabía que dirección tomar dada la oscuridad reinante. Caminó durante un buen trecho por una pendiente donde en una profunda cañada bajaba un torrente de agua de la tormenta que era imposible atravesar. Retrocedió, y al poco, lo escarpado del terreno junto con el barro le hizo resbalar y rodar por la inclinada rampa varios metros. Durante el infortunado deslizamiento su cabeza chocó contra unas piedras y esto le hizo perder la noción del tiempo durante un corto espacio. Cuando despertó, la cabeza parecía que le iba a estallar. Se acarició la calvicie para comprobar que no tenía ninguna herida, aunque no sabía si sangraba porque la falta de visibilidad le impedía distinguir el líquido viscoso de la sangre con el de la lluvia. Caminó durante un buen trecho por entre las olivas extraviado. Sentía escalofríos motivados tal vez por la bajada de su temperatura corporal.

La tormenta, aunque algo debilitada continuaba. Dejó de avanzar cuando al fondo de una calle entre dos hileras de olivos la luz de un relámpago iluminó de manera fugaz la figura de una persona que permanecía quieta como esperándole. Su silueta volvió a proyectarse con el resplandor de otro relámpago. Era esta una figura humana vestida todo de negro que portaba un farol o algo parecido pues su débil luz centelleaba a vaivenes a la altura de sus rodillas. Juan le gritó una y otra vez solicitándole ayuda sin obtener respuesta de aquella presencia. Un escalofrío muy distinto de los anteriores, esta vez producido por el miedo, casi petrificó a Juan.  

Corrió de forma desesperada en dirección contraria de donde estaba aquél extraño ser. Pasado un rato de navegar entre el barro tomó aliento. La tormenta parecía haber amainado y con ello la lluvia. Algunos claros entre los nublos por los que se colaba el resplandor de una rebanada de luna iluminaron débilmente un torreón y los cortijos adyacentes que él conocía muy bien. Ahora sabía dónde se encontraba. La preocupación que tendría su mujer y su hijo no dejaba de inquietarle, pero esta intranquilidad quedó sepultada cuando aquella misteriosa figura volvió a aparecer nuevamente. Esta vez se hizo el valiente y con un palo de olivo que encontró en el suelo quiso hacerle frente yendo hasta aquella sombra, pero dados unos pasos desapareció de manera instantánea. Siguió avanzando hasta llegar a encontrar el carril asfaltado y esto le tranquilizó. Atrás quedó el montículo con el torreón y los cortijos inhabitados a medida que caminaba con dirección al pueblo. Llegado a un llano de la carretera antes de alcanzar a una casi derruida cortijada, plantado en mitad de la vía volvió de nuevo a aparecer aquél insólito personaje de negro oscilando aquel farol o linterna. La luz de dos vehículos que venían en su dirección hizo evaporarse de nuevo a la inquietante figura.

Los dos coches pararon al ver a Juan. Uno de ellos era el de su hijo, y de él se bajó éste y un sobrino. Del otro vehículo se apearon amigos de ambos que preocupados habían salido a buscarlo. Después de los abrazos y dar explicaciones, Juan no paraba de preguntar.

- ¿Lo habéis visto… lo habéis visto?

- ¿A quién? Respondían ellos.

-Pues a quién va a ser, al tío vestido de negro con un farol en la mano.

Unas miradas cómplices entre los recién llegados fue el principio para que a partir de ese momento la vida de este octogenario cambiase de manera radical. Juan no dejó de comentar durante los primeros días después del suceso todo lo que le acaeció a familiares y amigos, pero dejó de hacerlo cuando percibió que todos creían que había perdido la cabeza, o como le oyó decir a su nieto <<Al abuelo se le ha ido la olla>>Ya no le dejan conducir ni tampoco se relaciona con apenas nadie, y lo que más le duele es el tono de voz que todos emplean para dirigirse a él, el mismo deje que se llega a utilizar cuando un niño hace una trastada. Pobre hombre.

El suceso cuya veracidad solo es cuestionable las visiones de este hombre fruto tal vez del golpe que se dio en la cabeza, encierra un mensaje de prevención y advertencia para todos aquellos a la hora de ir a realizar trabajos en el campo, la de NO OLVIDAR DE LLEVARSE EL MÓVIL. 

Así pues, a ti mujer dirijo este mensaje. Recuérdale a tu padre, a tu marido, o a tu hijo antes de salir a trabajar al campo que no olviden el teléfono. Te lo agradecerán y tú quedarás más tranquila.

SOL DORADO DE SEPTIEMBRE.

 

A todos los que tienen como afición cultivar productos de la huerta en nuestro pueblo.

El sol amarillo de septiembre refulge sin autoridad en la huerta. Anárquicos girasoles avergonzados inclinan de forma reverente su panocha hacia la tierra. Sus troncos encorvados dejaron de mirar y bailar al compás del sol, y como un reloj averiado se detuvieron en una hora que será la de su decapitación. Algunos tomates deformes y asolanados muestran su marca blanca entre un tamiz de cañas y tallos secos de una tomatera que fenece producto de un sol implacable habido en un verano largo y tórrido. En septiembre si bajan las temperaturas y se riegan con agua de lluvia, de nuevo brotarán tallos verdes y parirán nuevos tomates otoñales, los que, al arrancar las matas en octubre, en mis tiempos, se llevaban estando verdes a las cámaras y se consumían a medida que su color rojo los delataba.

De las matas de pimientos cuelgan algunos arrugados y diminutos con un sello negro producto de las canículas habidas en siestas implacables. A su lado, en cambio, las berenjenas muestran orgullosas un sinfín de frutos que como bombillas cuelgan de sus matas esperando alumbrar el apetito del hortelano.

Este sol dorado de septiembre intenta día tras día pintar del mismo color a los membrillos que verdes aún van perdiendo esta tonalidad poco a poco al mismo tiempo que se sacuden de la pelusa que los envuelven, será en su punto de madurez cuando adquieran el color rubio característico de ellos. Bajo la sombra de este pequeño árbol cargado de frutos dormita una hermosa calabaza alargada (carrueco) que por su tamaño desde lejos bien parecía un niño acostado dormido este por el sonido monótono del chorrillo de agua cayendo en la poza que desde ahí se percibe.

Las hojas de las higueras languidecen con el paso de los días, y en sus ramas altas, de algunos higos amnistiados dan cuenta de ellos los gorriones. Pronto, sus hojas caducas irán cayendo bajo su copa hasta que la escoba de húmedos vientos otoñales barran su ruedo. Las matas de judías trepan secas por el encañado que la sostuvo cuando daban “habicholillas”. Ahora, solo sostienen algunas vainas que servirán para varios pucheros de habichuelas que el hortelano espera degustar más adelante.

A las granadas que cuelgan del granado parecen que le han dado una capa de barniz ya que su brillo refulgente parece querer con ello alumbrar y dar vida a las matas de pepinos que casi secas, todavía se aprecian en ellas algunos pepinillos encorvados. En otros tiempos estos se consumían en vinagre. El ciruelo vigoroso, presume y parece recordar con el verde intenso de sus hojas de su abundante cosecha color sangre, parida a principios del verano. Un viejo melocotonero cargado de ramas secas sin frutos, muestra algunas de ellas con hojas en su punta de colores verdes, amarillos y rojos que presumiblemente pronto morirán.

La huerta en este tiempo se vuelve triste y no se acostumbra al silencio.  Los gritos de los nietos del hortelano jugando en el huerto dejaron de oírse. Ahora, en el parral que da sombra a la terraza del chiringuito las avispas clavan sus aguijones en los racimos que cuelgan de su entramado teniendo como aliado el silencio. Otras, a pocos metros de una alcaparrera saborean apiñadas un hueso tal vez de la última comida familiar habida. Al verano ya le quedan pocos días y la huerta que estuvo su esplendor en esta estación va muriendo lentamente.

Pero no todo muere en la huerta. En un pequeño bancal rectangular allanado  apuntan rábanos recién germinados que antes de final de mes estarán en la mesa del hortelano y de algunos de sus amigos, y servirán de complemento al “panaseite” junto con unas aceitunas de “cornisuelo” y una raspilla de bacalao. Un lujo para paladares torrecampeños.   


        

  

 

 

              

JUGANDO CON MIS RECUERDOS.

 

Pienso que todo sigue estando aquí en mi pueblo, donde están mis raíces, donde viví de manera continuada hasta que emigré hace más de sesenta y seis años, si bien, siempre he tenido un contacto permanente, procurando volver como hasta ahora de manera casi frecuente, sintiendo cada vez ese grato sentimiento de permanencia y esa alegría al reencontrarme con gente conocida, y otros, que, sin serlo, cuando correspondo a su saludo al cruzarnos en la calle siento verdadera satisfacción.

Debo de reconocer que ya no es el pueblo de mi niñez, del que como sabéis me gusta recordar cosas cotidianas de aquel tiempo, entre ello, relatos de personas mayores cargados de sabiduría de los que guardo un imborrable recuerdo, de aquellas gentes hospitalarias y trabajadoras, de aquellos vecinos antes de llegar la televisión cuando las calles olían a pueblo, a pan recién horneado, a almazara, a matalahúga en verano y a pucheros en las lumbres.

No quiero que se me borren tantas oleadas de recuerdos vividos llenos de felicidad con tan pocas cosas como poseíamos, de mis juegos a las bolas, a “maisa”, a la pita y el palo, al pañuelo, a las peleas con mis amigos, aquellas en las que solo duraba la enemistad no más de una hora porque éramos niños, y teníamos que compartir aventuras, como en verano, la de ir a escondidas de los dueños a saborear los frutos de aquellas higueras distantes. Eran tiempos donde vivíamos en el reino de Liliput, en las que las fantasías y las historias de “capaores” que nos contaban nuestros mayores alimentaban nuestra delicada imaginación.

Si por mi hubiese sido hubiera parado el tiempo en cualquiera de aquellos momentos, pero el tiempo fluye de forma inexorable y con ello, etapas sucesorias de progreso sepultaron ese clamor, ese sentimiento de confraternidad entre las gentes que incluso llegaron a cambiar muchas de nuestras costumbres. Me faltan también aquellos que se fueron para siempre con los que desde niños compartí juegos, romerías, prospectos de cine, onzas de chocolate, y hasta tristezas, a los que recuerdo durante ese proceso natural de la adolescencia tan lleno de interrogantes donde teníamos que descubrir por si solos la llegada del hombre a nuestro ser.    

Hemos progresado mucho desde entonces, pero retrocedimos en convivencia y comunicación desde que llegó el primer avance tecnológico hace muchos años a nuestro pueblo, la televisión. Desde entonces, se acabaron las tertulias vecinales en las noches de verano, aquellas de mecedoras y botijos de barro.

Pero a pesar de todo, el niño aquél sigue viviendo en nuestro pueblo. A veces, dicen, que todavía se le ve jugando, no en las calles, porque al parecer se ha hecho muy hogareño. Ahora, cuentan, que juega solo en su casa, solo con sus recuerdos, queriendo encontrar la calma en la tierra que le vio nacer, aunque tal vez lo que trate es de ocultar el miedo al darse cuenta de que todo aquello que perdió no se puede recuperar.   

 

QUEMA DE RASTROJOS.

 

El mes de agosto iba muriendo entre calores de rastrojos calcinados, las sombras de atardeceres cada día más prematuros y amaneceres por el contrario más perezosos. En las eras reinaba la calma después del agobio de semanas atrás. En ellas quedaban algunos pequeños montones de paja, granzas y gárbulas, vestigios de parvas consumadas de los que algunos cabreros darían cuenta. El último grano de trigo ya se encontraba encerrado en el almacén del Servicio Nacional del Trigo junto con millones de granos, y sus dueños por estas fechas habían cobrado de manera anticipada el importe de la cosecha.

En este tiempo, hablo de finales de los cincuenta, los trabajos agrícolas sufrían un paréntesis por lo que la gente del campo aprovechaba este periodo para sacar el “mulear”, arreglar algún que otro chortal en sus tierras que consistía en cavar una zanja y rellenarla de piedras para que durante los temporales de invierno el agua fluyera entre ellas, y los más, el preparar los barbechos antes de la simienza.

Para la Virgen de Agosto recuerdo que ya se podían quemar los rastrojos pues todos los cortijillos de la campiña, aquellos que habían estado habitados, ahora, estaban solitarios y el silencio imperaba en ellos. Lejos quedó el agradable olor a los pucheros y “carneretes”, que se percibían durante la briega de la recolección de los cereales, y en algunos de estos, dejó de oírse el sonido alegre del cacarear de las gallinas que ahora ya no disfrutaban de la libertad que el cortijillo les otorgó, sin tapias ni alambreras en todo el vasto paisaje campiñés, vueltas todas ahora a su antiguo redil prisioneras en un corral. La señora campiña con vestido amarillo rastrojal y pinceladas de ocre barbechado, disfrutaba de la tranquilidad del paisaje del agosto agonizante.

Al morir la tarde el rojo crepúsculo del horizonte se confundía con el del fuego de los rastrojos. Era al anochecer la hora más propicia para quemarlos, si bien, antes, si en las lindes había otro rastrojo se tenía que realizar un cortafuegos para que no prendiese en el del vecino. La paleta de colores del crepúsculo pareciera querer competir con la de los fuegos en la tarde-noche. Era esto un espectáculo realmente bello, difícil de describir, ancestral y un tanto esotérico, por lo que el fuego representaba y representa para muchas creencias, la destrucción de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo.

Bandadas de perdices desorientadas volaban buscando otro rastrojal donde seguir alimentándose con las espigas indultadas por los segadores. Después, la tierra vestida de luto esperaba la llegada de la yunta para roturar con el arado el duro terreno ayudado con una piedra en las manceras.

Este intervalo de trabajos esporádicos para aquellos que poseían tierras de propiedad o arrendadas contrastaba con aquellos que esperaban día tras día dar un jornal. Como solución era irse a la vendimia y ganar unas perrillas. Pasados los años, los nietos de aquellos jornaleros vuelven a irse a la vendimia francesa. Me avergüenzo de ello, aunque ahora se vayan desde la estación de Jaén en el AVE y no en aquel tren de vapor, claro que, luego los franceses como todos los años vienen en oleadas buscando trabajo en la recolección de la aceituna para compensar según los expertos en economía nuestra balanza de pagos. Sarcasmo con la mejor intención.  En fin, yo quería hablar de la quema de rastrojos y he prendido mecha sin querer en uno de los rastrojales del cacique. Apago este fuego con las lágrimas de todos aquellos que por necesidad tuvieron que salir a trabajar a otro país. Lástima que después de pasado tanto tiempo aún perdure.  


   

      

    

 

 

 

    

ANDANDO POR AQUELLA VIEJA VEREDA.

 

Hoy he querido buscar aquella vieja vereda, aquella que yo recuerdo llena de polvo y de piedras. Aquélla que atravesaba rastrojos antes de llegar a la era, poblada de cardos secos, de vilanos que eran libres y volaban por las siestas, y de hormigas afanosas que almacenaban cosechas, cuando remolinos de paja presagiaban tormenta, con un sol abrasador días antes de la feria. Entonces no dormía el pueblo ni siquiera por la siesta, ni aquellos gorriones escondidos entre las tejas.

Sombreros de paja, y en la era, vueltas y vueltas. Sueño con aquel camino que me llevaba hasta la trilla, mi caballico de la feria, donde más tarde se oía: cuatro cuartillas una fanega. En el pueblo, por calles casi desiertas, la voz de un niño rompía el silencio, el silencio de la siesta. Garbanzos tostaos vendía, llevando al brazo una espuerta. Otros, en cambio, tenían más suerte trabajando en las eras. En la tarde, el sol y la sombra juegan, menos aquellos niños que bebían leche en polvo en el patio de la escuela, de maestros de un solo traje, aquellos maestros de las letras con sangre entran.

Vereda de mis recuerdos enterrada en casas nuevas, vereda en la que siempre me acompañaba el silbido de una canción, no de la animadora, sino de aquello que llamaron twist y que sonó en el sesenta.

Qué tristeza siento hoy al ver tantas casas cerradas, tantas como hay, todas con puertas viejas, de tejados ondulantes a los que les faltan algunas tejas, casas donde jugaron sin juguetes aquellos niños de posguerra. Aquellas bulliciosas calles, hoy, aunque transiten gente, para mí que están desiertas.

Pueblo, que sigues dormido, llorando viejas vivencias.


 

 

 

COMO SI ESTUVIERA ALLÍ.

 

El astro rey se va hundiendo lentamente en el horizonte bañando de púrpura a los olivos. Pronto llegará el oscuro atardecer, pero el campo en primavera no se entristece cuando llega la noche. Un silencio bermellón envuelve el paisaje roto ahora por el último canto del  carbonero que con su característico “aguaquí, aguaquí” parece implorar al dios de la lluvia para que de nuevo el agua riegue los olivares.

Me gusta el silencio de los atardeceres estando en el campo. Echo de menos los cantos lastimeros de los mochuelos, aquellos que de niño me sobrecogían en aquella campiña infinita de trigales encañados en este tiempo abrileño; su música apenada murió al mismo tiempo que el canto retumbante de la perdiz en las cañadas y valles, armonizados a veces por la flauta del alcaraván. Duele el silencio en la tarde moribunda.

Observo como algunas bocanadas de un viento amortecido acarician las promesas en forma de pequeños racimos que emergen entre la hoja y el tallo de las ramas de las olivas, aquello que en nuestro pueblo le llamamos “trama” y que están a punto de eclosionar.  Hay ramas que debido a su peso, de forma sumisa y respetuosa se inclinan ante mi como en el ceremonial palaciego de un besamanos. Otras olivas, en cambio, aquellas que estaban agónicas por la sequía, muestran avergonzadas solo algún que otro raquítico ramillete que si florecen, parirán solo contadas aceitunas.

Un gazapillo sale huyendo a mi paso, al poco, se para bajo la copa de una oliva y no observando peligro en mí, roe tranquilamente una mata de fresca avena que fue indultada cuando la “cura”. Una luna en fase  creciente a la que le falta nada más que un mordisco para que esté llena, aparece en el cielo y pronto bañará de amarillo pálido el paisaje. El grato zumbido de una abeja me distrae, ¿cuándo descansaran? me pregunto. Aletea sobre las flores de un frondoso jaramago “jamargo” a quien desprecia. Tal vez esté confundida por las ondas de tantas tecnologías y no encuentre su colmena, o puede que ande buscando el néctar de una clavellina “pailla”, planta que adornaba las siembras en otros tiempos compitiendo con su rojo color con el de las amapolas y que presumo que por desgracia se encuentra en fase de extinción en nuestros campos debido a los fitosanitarios.       

Lo que más abunda en la tierra es el paisaje. (José Saramago) Yo lo contemplo admirando como el sol llega totalmente a sumergirse en un horizonte de sangre. 

Me marcho. Triste y solo queda el olivar inundado por un silencio que sobrecoge. Tal vez, dentro de unos días, este silencio se romperá  por el de la música de su floración, sonido solo percibido por ellas, nuestra planta más autóctona, además de bíblica, la oliva.

Todo esto que describo lo hago desde mi atalaya madrileña, porque a veces, no pudiendo por la distancia, me gusta pasear por el campo, por el campo de mi pueblo.  


   

 

       

SANTA ANA ALCALDESA PERPETUA.

 

Por extraño que parezca, siendo un niño, yo tenía tres abuelas. Una de ellas se marchó en el atardecer temprano de su vida entre los sollozos y las lágrimas de  cristal de aquél chiquillo que fui yo. Otra, años más tarde sacó billete una noche con destino a la eternidad y se fue en aquél tren que nunca subió en vida confundida entre tantos emigrantes. Ambas abuelas supieron inculcarme el amor, el cariño, y la devoción, por aquella otra, la tercera, la más longeva de todas, la más venerada y reverenciada por mis ya nombradas abuelas, por sus padres, por los padres de sus padres y por todos sus ancestros, me estoy refiriendo aunque ya lo habéis adivinado a nuestra querida abuela Santa Ana, Patrona de Torredelcampo.

En la plaza de nuestro pueblo, con el resplandor de un  crepúsculo de amapolas que parecían competir con nublos grises de colgantes jirones donde los vencejos parecían beber de ellos, nuestro pueblo, representado por la máxima autoridad local así como la eclesiástica encarnada por el obispo de nuestra diócesis, y otras autoridades provinciales, proclamaron a nuestra Patrona Santa Ana, Alcaldesa Perpetua entre el volteo de campanas, música, himnos, además de cánticos en su honor y palabras que me llegaron al alma en las que el viento se encargó de arrastrar hasta mi tierra adoptiva ayudado por la tecnología.

Nunca, nadie, tan solo los de mi edad y algunos más jóvenes, habrán visto nuestra plaza tan concurrida. Y esto me hizo recordar durante la eucaristía aquellos domingos dormidos de mi niñez y adolescencia donde nuestra plaza rebosaba de mocerío en atardeceres de moñas y camisas blancas de tergal; manifestaciones aquellas de entonces sin autorización gubernamental y sin más pancartas que las miradas en las que al cruzarse en cada una de las vueltas nos dirigíamos los enamorados. Al evocar este recuerdo aproveché para dar las gracias a Santa Ana, por aquella novia que en esa plaza encontré y que sigue siendo el norte de mi vida, mi esposa.

Son tantas las cosas por las que te debo dar las gracias querida Santa Ana, que incluso te agradezco aquellos días de más dolor en los que estuve sumergido a lo largo de mi ya dilatada vida. Te agradezco hasta la tristeza y la huella que dejó en mí al despedirme de mis seres que hoy morarán contigo.

Nunca, ya lo he repetido, desde los tiempos narrados nuestra plaza albergó tanta gente. Después de tan solemne acto, nuestra Patrona procesionó por las calles de nuestro pueblo. Me cuentan que hasta el cielo lloró de emoción algunos minutos durante su recorrido.

Vuelvo la cabeza desde mi ordenador en el que escribo y allí están Ellas. Un cuadro de Santa Ana y la Virgen Niña adorna desde siempre mi despacho. Espero que asimismo nuestras sagradas imágenes cuelguen en el salón de plenos de nuestro consistorio para que iluminen las decisiones que deban tomar nuestros regidores actuales como también los que los precedan.