MI PRIMERA
ROMERIA.
A todos los
de mi generación, y a los jóvenes de hoy, quienes serán los precursores de nuestras tradiciones
y del amor a nuestra Patrona Santa Ana y su Virgen Niña.
Aquella romería de mi engañosa autonomía subí al cerro
junto con mis amigos por el camino que me enseñó mi madre, porque viviendo en
el barrio del Camino de la Estación el atajo por las huertas era el más corto y
el más sombreado, pues por la estrecha vereda que cruzaba las parcelas de los
hortelanos, las exuberantes y frondosas higueras junto con otros árboles
frutales no dejaban pasar a los rayos de
sol en casi todo el trecho, creándose
por ello un ambiente muy fresco y agradable ayudado por el de las refrescantes acequias y el de los
chorros que caían en las cantarinas albercas, haciéndose cierto aquello que
escribí un día para una de mis hijas. Esto le decía:
Quiero que vayas a la ermita por donde a mí me
enseñaron, que por las huertas hay un camino donde oirás los trinos de los
pájaros, el agua por las acequias y alguna rana cantando, las ramas de las
higueras tendrás que irlas apartando, y la brisa fresca de la huerta te irá
acompañando, porque yo quiero que tú pises, pises por donde yo he pisado.
Desde la Fuente Nueva, otro camino había que se
juntaba con el ya descrito de las huertas por donde uno o más veneros mantenían
frondosas a varias y apretadas matas de juncos; el arroyo había que saltarlo no
de un salto, sino de peña en peña, y el Puente de Palo esqueleto desvencijado
de madera, aquél que fuera mudo testigo del lavado de tantas lanas casaderas,
de fardeos con sangre de aceitunas y
de incontables sacos a los que nosotros llamamos jerga, quiso otro año más ser romero y llevar la cuenta, de todos
los que subían a la ermita por el Camino Viejo pisando piedras viejas; piedras
heridas por las herraduras de borricos, de mulos, caballos y otras bestias,
entre balidos de corderos que presagiaban su muerte certera.
Un borrico cerril, “entero”, que transportaba algunos
enseres además de leña, vislumbró a una burra. En pleno celo estaría la hembra
porque el animal hecho una fiera blandiendo su miembro reproductor necesitó al
menos a cuatro personas para sujetar a aquella fiera que no paraba de enviarle
desafíos amorosos con rebuznos a la borrica. ¿A quién se le ha perdido una
navaja con las cachas negras? Vociferó uno de mis amigos entre las carcajadas
de todos, y hasta las de un indigente pedigüeño que solicitaba limosna en el
camino enseñando el muñón de una pierna.
Y nosotros, aquella panda de barbilampiños, la mayoría
con pantalón corto porque el largo la edad no lo admitiera, subimos el camino
casi corriendo, como en una escalera, no de una en una, sino de dos en dos, sin
poner los pies siquiera en aquellas piedras bañadas por miles de soles y
escarchas viejas. Uno de la pandilla llevaba una bota al hombro y otro algo
parecido a una vela. La bota iba hasta el gollete con mezcla de vino y gaseosa;
gasapón que así se le llamaba a lo light de aquella época, y no quisimos
patentar este método porque hoy mordería nuestras conciencias, puesto que sin
pretenderlo inventamos el botellón, ése
de tanta polémica; y no vaya nadie a pensar que nuestra romería se convirtió en
juerga, porque lo que llevaba el otro, aquello que se confundía con una vela
envuelto en papel de estraza, no era más que una fina tripa de salchichón de
sospechosa carne grasienta, por lo que con estos ingredientes, lo de habernos
podido colocar, huelga.
Recuerdo que a seis reales salimos, es decir, a una
cincuenta, y no entró en el lote sombrero alguno porque valían a diez pesetas.
El monte era una atracción para cualquier chaval de
aquella época, después de pasar a la ermita monte arriba nos encaminamos hasta
el sitio donde está la cueva. Y allí, junto a su entrada, alrededor de sus
piedras había chiquillos de mi edad y un señor explicando una leyenda, la que
todos hemos oído contar, no una vez, tropecientas, de que la cueva se
comunicaba con la plaza, una fábula que muchos todavía creen ser cierta.
Visita obligada era internarnos en el bosquecillo de la Bañizuela, donde dentro de tan espesa vegetación
creímos estar en la selva. En nuestro desconocimiento porque nadie nos lo
advirtiera, tronchamos tallos de plantas para hacer coronas y adornar nuestras
cabezas. Error, grave error, si hoy reparar pudiera, aunque ya nos lo advirtió
un guarda con carabina y pelo blanco para más señas; bebiendo agua estábamos,
por cierto bastante fresca, en la fuente donde seguro bebieron los primeros
precursores de esta fiesta. El guarda nos reprimió con voces altisonantes, y
palabras muy groseras, supongo que sus gritos llegarían hasta el arroyo e
incluso hasta más allá de Cuesta Negra, tanto es así que desde la casería salió
un señor bastante alto con sombrero de fieltro y buena apariencia y mandó
callar al guarda, que sin rechistar obedeció de inmediato, como si el del
sombrero su amo fuera, y doy gracias a aquél hombre que salió en nuestra
defensa.
Los cipreses que hacen guardia a la casería de la
Bañizuela fueron testigos de lo que hoy cuento, pues algunos de mis amigos
cuando vieron al guarda lleno de ira, en un momento dado descolgar su escopeta,
dijeron más tarde que lo mojado del pantalón era agua de la fuente, y no fruto
de su incontinencia. Y a raíz de este incidente se disolvió la sociedad, se
liquidó el gasapón además del
salchichón, y se terminó la fiesta.
Después, en la procesión, entre cohetes, música, y
vivas, un grupo de varones portando botas de vino, algunos de ellos entrados en
años, ya ebrios, en un recodo del camino al paso de nuestra veneradas imágenes
cantaban empleando el soniquete de una de nuestras canciones romeras: “Señora
Santa Ana, a esto no hay razón, que los ricos coman y los pobres no… Ave, Ave,
Ave, María, Ave, Ave, la romería...
Un señor trajeado que portaba un cetro les recriminó
diciéndoles que pararan de cantar, pues esa no era la letra de la copla romera.
Una de las autoridades, le señaló a este que no les hiciera caso con un claro
gesto como que los que cantaban estaban bebidos.
El maestro de la banda de música Pedro Benito Pancorbo,
aprovechó para interpretar el himno a nuestra Patrona, del que es autor, pero
esta vez como si los músicos estuviesen de acuerdo, me pareció que sus acordes
iban más cargados de decibelios para ahogar el cántico de los borrachos, que
optaron por dispersarse en el monte al igual que hicimos nosotros entre una
infinidad de “charnaques”, -chiringuitos de “fardeos”- instalados por las familias
romeras para resguardarse del sol, al paso que íbamos saboreando el humo de los
guisos, y por entre los animales que pastaban a su libre albedrio. Un trozo de
“cañadul” comprado en los aledaños de la ermita, endulzó después mis glándulas
salivares. Otros compraron un pito de cerámica. También, ya en el pueblo
repartimos una lechuga, una “ensalá”, hurtada a un hortelano en las huertas,
había que saborear el botín. Cosas de chiquillos.
Pongo el FIN a esta película de Cifesa, a la que no he
querido proyectar al principio el NODO para no hacerla más larga.
Todo esto que cuento, está filmado en mi memoria en
blanco y negro desde hace al menos sesenta y tres años, pero hoy, con tantas
tecnologías, cada una de estas escenas las puedes tú querido lector/a, revertir
dotándolas de los colores vivos que la naturaleza ha proporcionado al marco
incomparable de nuestro cerro sagrado donde tienen su morada la Madre de Dios y
su Abuela.
¡FELIZ ROMERIA!