Foto de la página del Ayuntamiento
Cuentan
que esta historia se solía relatar en las noches que antecedían al Día de Todos
los Santos, e incluso hasta después de Difuntos. Por lo general eran los
abuelos de Torredelcampo los que le ponían voz a esta leyenda que el paso de
los años no llegaría nunca a sepultar; muy por el contrario a pesar del tiempo
transcurrido seguía aún vigente acrecentada después de que algunos medios de la
información llegaran un día a interesarse por el asunto. Hoy se sigue contando
no al calor de la lumbre como antaño, pero sí en las noches en las que el
viento silba tras las ventanas y los ruidos del crujir de los postigos se
perciben como si el espíritu que acompaña siempre al aire golpease con sus
nudillos los cristales en un intento de penetrar dentro de las casas.
Dicen, que ella nunca llegó a conocer a
sus padres. Una hermana de su madre cuando quedó huérfana la recogió en su casa
y le regaló el amor que no pudo dar a los hijos que su tía nunca tuvo. Ana, que
así se llamaba la niña, vino al mundo al principio del siglo pasado y desde sus
más tiernos albores su belleza y humildad eran comentarios en el pueblo. Mucho
antes de alcanzar la mayoría de edad por las noches ya la rondaban los jóvenes soñando
todos en ser el afortunado en llevarla algún día hasta el altar. Algunos de
estos pretendientes eran de familias acomodadas, lo que para cualquier mujer de
aquella época significaba un futuro asegurado sin penurias ni privaciones.
Pero Ana, aquella guapa adolescente
tenía sus ojos puestos desde niña en Pedro, el hijo del piconero. Su padre era el
que vendía picón por las calles del pueblo pregonando a voces la mercancía con
un soniquete muy especial. Pedro era muy tímido; siendo niño solo había hablado
una o dos veces con Ana pero desde el principio, ambos, habían sentido una
callada atracción que con el paso del tiempo se fue acentuando cuando sus
miradas coincidían en cualquiera de sus encuentros fortuitos. El que Pedro
tampoco tuviese madre pudo ser otro acicate más para que ambos se sintieran más
atraídos.
Cuentan que se prometieron en el
cementerio cuando un Día de Todos los Santos ambos coincidieron en el
camposanto. Ana estaba arreglando la tumba de sus padres. Ese día la guapa
muchacha estaba radiante luciendo un bonito vestido blanco que le llegaba hasta
los tobillos. Él, pasó cerca de ella
portando un ramo de crisantemos desde el que sobresalía una bella y fresca rosa
del mismo color que el vestido de Ana. Pedro, se detuvo al llegar donde se
encontraba la sepultura de su madre y depositó el ramo que portaba en la tierra
recostado sobre una cruz pintada de negro que señalaba el lugar donde yacían
los restos de su progenitora. Después, extrajo del manojo la rosa blanca y se
encaminó con la flor hacía donde se encontraba Ana y se la ofreció. Esta, quedó
muy turbada y en su azoramiento al cogerla se clavó una de las punzantes
espinas del tallo y una gota de sangre salpicó en uno de los pétalos blancos de
aquella bonita rosa. Después, allí mismo en aquél insólito lugar surgió una
promesa entre ambos, la de quererse eternamente. A partir de entonces la única
persona que rondaba la calle de Ana era Pedro. El amor entre ambos iba
creciendo día a día y hacían planes para su casamiento cuando regresara él de
la mili. Si la belleza de Ana era desde siempre motivo de admiración en el
pueblo, el amor entre los dos novios era un runrún generalizado alabando todos
el respeto y el cariño que uno y otro se tenían.
Cuando Pedro se despidió para hacer el
servicio militar, Ana ya había bordado con sumo primor algunas sábanas que
formarían parte de su ajuar. La voz de Pedro pregonando el picón por el pueblo
como lo hacía su padre dejó de oírse a partir de entonces. Cartas llegaron
desde África donde la palabra amor era la más repetida, pero aquellas cartas
tristemente dejaron de recibirse. El día de Santa Ana en plena feria del pueblo
corría el rumor de que unos días antes había habido una batalla en Marruecos en
la Guerra del
Rif. Ana rezaba en la iglesia ante la imagen de su Patrona implorando
protección para su novio. A la salida observó pequeños grupos de personas
hablando y su curiosidad le hizo preguntar. Nadie quiso darle la mala noticia
que había llegado al Ayuntamiento en la que comunicaban que Pedro fue uno de
los más de cinco mil militares españoles dados por muertos en la contienda.
Desde aquél momento la joven y guapa muchacha
cayó en la más profunda depresión. La tristeza y la amargura se instalaron
ambas a la vez en ella, y como consecuencia de tanto desconsuelo enfermó. Desde
que recibió la triste noticia, Ana ya no salió de su casa hasta que la llevaron
a hombros al cementerio. La enterraron en un nicho en cuya tapadera de yeso
escribieron además de sus iniciales el año 1921 en el que murió. Al día
siguiente de su muerte, el Día de Todos los Santos, una flor blanca con una
mancha roja en uno de sus pétalos apareció reposando en el poyete del nicho.
Nadie reparó en ello, ni en los años sucesivos en el que llegado el mismo día
festivo siempre aparecía aquella flor entre la puerta de cristal que protegía
el sepulcro y la pared del mismo. Pasado mucho tiempo después de que muriesen
los familiares que se encargaban de la custodia del nicho, este quedó
abandonado de tal manera que las telarañas e incluso algunos hierbajos anidaban
entre el cristal y el yeso de la losa, pero nunca jamás el Día de Todos los Santos
llegó a faltar aquella blanca flor siempre manchada por una gota de sangre. La rosa,
duraba fresca y lozana durante unos días, después ya marchita, permanecía
mustia todo el año hasta que llegada la fecha señalada era reemplazada de forma
misteriosa por otra sin dejar rastro su autor ni señal alguna que llegara a
delatar al causante de tan extraño misterio. La incógnita se intensificaba
cuando a pesar de permanecer la urna de cristal cerrada con llave, la diminuta
y oxidada cerradura no daba muestras nunca de haber sido forzada.
El misterio sobre este caso dividió al
pueblo entre aquellos que creían que todo era un fraude y los que opinaban que
algo paranormal podía estar sucediendo. Para dar más credibilidad a estos últimos
los más viejos del lugar llegaron a contar que las Noches de Difuntos mientras
las campanas tocaban a muerto, desde la puerta del cementerio se podían ver a
un soldado y a una joven vestida de blanco cogidos de la mano paseando por
entre las tumbas.
Hace ya algunos años debido al
deterioro del nicho y de los colindantes, el Ayuntamiento decidió un día
demolerlos y trasladar los restos óseos a otros de nueva edificación. Al abrir
la tumba de aquella guapa muchacha comprobaron con sorpresa que el ataúd
permanecía impecable y que dentro de él yacía el cuerpo incorrupto de una guapa
joven vestida de blanco con una rosa blanca entre sus entrelazados dedos. Las
autoridades trataron de silenciar en su momento este hecho que hubiese supuesto
retrasar los trabajos y que el camposanto se llegase a convertir en un desfile
incesante de gentes curiosas.
Pero aunque sus restos hoy reposan en
otro nicho, la gente cuando visita el cementerio el Día de Todos los Santos
miran hacía lo más alto de una determinada fila donde allí, en un jarrón junto
al nuevo nicho, sigue apareciendo aquella misteriosa flor.
Cuentan también que ahora han visto a
una joven caminar entre las brumas invernales cerca del camposanto en las
noches donde la niebla es espesa, llegando su blanca silueta a esconderse y
confundirse con el vaho de la neblina. Otros, comentan, que más de un conductor
a su paso por el cementerio en noches oscuras y recelosas han llegado a ver de
forma repentina entre las luces de los faros a una muchacha con un vestido
blanco de época paseando cerca del cementerio dándole la mano a una difusa
figura vestida de militar. También, muchos aseguran que se oyen lamentos por
los alrededores del camposanto, pero otros los desmienten ya que dicen que es
el ruido de los cipreses al mecerse por el viento.
En la noche de Difuntos ahora llamada
Halloween, esta triste y sorprendente historia la suelen seguir contando los abuelos
en el pueblo mientras la chiquillería la escucha en silencio, aunque a decir
verdad también a los adultos les gusta escuchar esta leyenda.
Yo no me creo nada de esto, aunque si
he de ser sincero soy un poco receloso, y más cuando la noche pasada me pareció
que el viento arrastraba la voz de alguien pregonando picón por el pueblo.
Para salir de dudas, en mi visita al
cementerio el Día de Todos los Santos, preguntaré donde se encuentra el nicho
referido. Yo sé que tú también lo harás.