En cierta
ocasión fui invitado a una comida. Mi anfitrión quería sorprenderme y vaya que
lo consiguió. Me llevó a un conocido y lujoso restaurante madrileño de esos que
están de moda y que dicen suelen visitar muy a menudo toda la gente de la
farándula acostumbrada a salir en los medios.
En la puerta del
restaurante un portero uniformado nos abrió la puerta del automóvil. De
inmediato el aparcacoches se llevó el coche mientras que nosotros éramos
recibidos por otro empleado que nos condujo hasta la mesa que previamente había
sido reservada. El
comedor era muy espacioso y a esa hora estaba lleno de comensales. Sólo se oía
el hilo musical muy tenue y el ruido de los cubiertos. La gente si hablaba lo hacía
en silencio. Nada más ver la mesa me dije, -ya has comido Antero-. Un
centro de rosas frescas la adornaba además de todo un nutrido grupo de
cubiertos caros daban guardia a izquierda y a derecha a cada uno de los
platos. Las servilletas y manteles eran de una esponjosidad extraordinaria.
Pasé la
invitación de elegir tanto el vino como la comida. La carta contenía una lista
de comidas raras que yo no entendía ni cualquiera que no estuviera muy ducho en
el terreno gastronómico.
Para beber un
rioja de una conocida y afamada bodega de una añada excelente que el camarero
dio a probar a mi anfitrión antes de servir. Éste cogiendo la copa por su base
agitó el vino cual si fuese La Tormenta Perfecta, y de inmediato
metió su nariz dentro llenando sus pulmones con sus efluvios. Repitió la
operación otra vez. Luego, bebió un sorbo, miró al techo y terminó con un:
<<Puede valer>>. Fueron sus palabras como una orden para que el
camarero llenara las copas. Me sorprendió enormemente su
conocimiento en vinos, pues parecía que hubiese hecho un curso de someliers
cosa que no llegué a preguntarle por discreción aunque observo que es muy
corriente ver que una mayoría de la gente presume de ser grandes entendidos en
vinos y catas.
No cabe duda que
el vino era bueno, y que naturalmente fue lo mejor ya que mi augurios sobre la
comida fueron acertados. Como primer plato una ensalada con hierbas y verduras
rarísimas, y de segundo un pescado con arroz a no sé qué estilo, muy bien
presentado el plato, eso sí, con una mezcla de colores en las viandas que más
parecía estar viendo una prenda de Agatha Ruiz de la Prada, y
no exagero, todo en cantidad como si estuviésemos a dieta.
Viene todo esto
a cuento porque muchas veces no todo lo caro es lo mejor, ni todo lo barato es
malo. Pero ése día yo hubiese preferido cualquier comida de esas de nuestro
pueblo que las tenemos muy ricas, por lo que después de lo acontecido quise
rendir un homenaje a algunas de ellas recordándolas:
Empiezo por
nuestro original y rico carnerete. El choto condimentado a nuestra
manera es un plato de postín. Las papas en caldo con unas almejillas y alguna
cosa más están de muerte. Igualmente las papas al pelotón generosas siempre en
aceite con unos huevos estrellaos, están para mojar. El encebollao de
bacalao, típico por Semana Santa, riquísimo. La ensaladilla a nuestro estilo
torrecampeño, con su ajo “machacao”, tomate, atún, y un sinfín de cosas
más entre ellas naranja, y si el día de antes han sobrado
habichuelas pues se las añades también y ya verás, y no quiero olvidarme del
aceite, todo ello mezclado y bien “tranado”. ¡
Nuestras migas, y nuestro potajes, esos que cuando falta se machaca un poco echándole un poco cebolla picada y aceite, y ¡a mojar! A propósito que ricos eran los potajes en puchero de barro y en la lumbre. En tiempo de habas, las habas fritas con “pardilla”. El guisao de pies, el que se pegan los dedos cuando lo estás comiendo. No quiero olvidarme de nuestras gachas dulces que en nada se parecen a las manchegas, y un sinfín de comidas todas muy nuestras y muy sabrosas.
Nuestras migas, y nuestro potajes, esos que cuando falta se machaca un poco echándole un poco cebolla picada y aceite, y ¡a mojar! A propósito que ricos eran los potajes en puchero de barro y en la lumbre. En tiempo de habas, las habas fritas con “pardilla”. El guisao de pies, el que se pegan los dedos cuando lo estás comiendo. No quiero olvidarme de nuestras gachas dulces que en nada se parecen a las manchegas, y un sinfín de comidas todas muy nuestras y muy sabrosas.
Como comidas
viejas en desuso: La ensalá de boquerones. La de lechuga que se
tomaba de postre consistía en lechuga, vinagre, sal, un poco de aceite y agua
hasta que rebosara la fuente o recipiente donde todos metíamos la cuchara en
una especie de carrera de carga y descarga.
No sé cómo
llamamos a la tradicional sartén con cordero o borrego, ésa
que preparamos en la Fiesta Santa Ana. Si no tiene nombre que se
lo pongan los entendidos antes de que nos lo copien; la caldereta extremeña es
muy parecida pero nosotros solemos ser más espléndidos con el aceite y con el
condimento.
Pero nuestra
comida más típica y nuestro plato principal por excelencia es el Panaseite, así
como suena PANASEITE con mayúsculas. Dicen los catalanes que es de ellos el pan
con tomate. Lo dudo y mucho, pero en fin que les aproveche; pero vamos, que
el pan “tostao” con su ajo y su aceite, y con un tomate “restregao” ¿No
es torrecampeño? Que se lo pregunten a los más viejos del pueblo a ver cuando
vinieron los catalanes a enseñárnoslo. Pero en fin, ellos que se coman el suyo que
nosotros nos comeremos el nuestro, y mientras tanto espero que no nos quiten el
Panaseite que sí que es torrecampeño. Dicho como lo decimos Panaseite,
y comido a nuestra manera: hoyo en el pan tan grande como el desagüe de un
lavabo empapado con aceite de nuestro pueblo y con navaja en ristre si puede
ser.
Mientras
esto escribo me dice mi mujer qué es lo que quiero para cenar. No lo
pienso, rápido contesto: Panaseite, un rabanillo, unas aceitunas de cornisuelo y
una raspilla de bacalao. Y para beber vino del país. A propósito cuando vaya al
pueblo me tengo que traer que ya me va quedando poco.
¡Ustedes
gustan!