jueves, 10 de febrero de 2022

MI PASEO EN LA TARDE DE NOCHEBUENA.

 

MI PASEO EN LA TARDE DE NOCHEBUENA.

La tarde de Nochebuena un silencio que es cómplice con la bruma envuelven a los olivos del Llano de Santa Ana. Hace unas horas, una lluvia muy tamizada, como cernida por un espeso harnero ha regado el olivar. La planta empapada de agua agradece la ducha y lo demuestra sosteniendo en forma de perlas cristalinas en cada una de sus hojas  una gota de agua que llega a columpiarse antes de regar el suelo cuando alguna desganada bocanada de aire les invita a hacerlo.

 

No veo a nadie en el cerro. Los nogales se desperezan estirando sus desnudas y plateadas ramas; algunas hojas se resisten a caer sobre la verde hierba tal vez soñando con seguir arropando una vez más con su refrescante sombra a quienes de comida campestre, meses atrás, se han refugiado del tórrido sol bajo sus copas. 

 

La neblina se hace más espesa cuando me voy aproximando a La Bañizuela. El zumaque de las lindes dejó de prestar su encendido colorido al paisaje y de él solo quedan los matices marrones de sus agostados penachos. Los cipreses, de la misma quinta supongo que aquellos que se erigen al cielo en el camposanto, me saludan al pasar. No encuentro ninguna respuesta razonable cuando se me eriza el vello muchas veces como hoy en este lugar. Un rezo mental a la venerada Virgen del Carmen en su solitaria y cerrada capilla me distrae de otros pensamientos. Aparto con las manos la hiedra vieja que desde siempre su misión ha sido bloquear el camino a los viandantes. Era menos espesa cuando los chiquillos nos adornábamos con sus ramas la cabeza en la romería atentos siempre a aquél guarda de los pelos blancos.

 

Un pajarillo con un piar como un chasquido sale raudo de un olivo y se adentra en el Monumento Natural de La Bañizuela.  Ahí, en este bosquecillo estará más seguro para pasar la noche. El color marrón de las hojas caducas de los quejigos se distinguen entre el verde follaje de las plantas perennes, entre otras, el de las encinas que pueblan este nuestro protegido bosque.

 

La tarde muere con una tristeza impropia de la tarde de Nochebuena y me aventuro a regresar. Entre unos riscos observo el verde intenso de unas matas de lirios que pronto florecerán. De esto, Juan Real se encargará de comunicárnoslo cuando se encienda la luz azul del primero de ellos.

 

En el camino de regreso, un escaramujo cargado de frutos rojos relucientes muestra orgulloso su cosecha mientras que las de otros años se sostienen aún descoloridas y putrefactas en sus espinosas ramas. Observo en los ribazos del camino y en algunos lisos del terreno musgo de un verde intenso que se refresca con la brisa húmeda de esta tarde y me recuerda a aquellos nacimientos que adornaban algunas casas en mi niñez. El olor intenso y especial de la pintura de aquellas figuritas lo tengo marcado y a buen recaudo en el desván de mi memoria.

 

Casi anocheciendo llego a la ermita ¡Qué silencio!  ¡Qué paz invade mi espíritu! Abro con sigilo la puerta.  Sus goznes rechinan y retumban dentro del santuario profanando el silencio reinante. Me acomodo en unos de sus bancos y me dirijo a nuestra Patrona en oración contemplativa. ¿Por qué de esta pandemia? ¿Por qué de este sufrimiento? Me pregunto y le pregunto siendo esta mi principal rogativa. Me reconforta saber que el manto de Santa Ana me cobija allí por muy lejos que me encuentre y se encuentre cualquier torrecampeño/a, pues es tan alargado que llega hasta los más recónditos lugares del mundo.

 

Cuando salgo de la ermita ya es de noche. Algunas luces de los chalés y chiringuitos de la sierra tintinean entre una lluvia meona y la espesa bruma. En muchos de ellos prepararán dentro de poco la mesa para la cena de Nochebuena. Giro mi mirada hacia la campiña y no observo luz alguna en ningún cortijo. Hace más de sesenta años, a estas horas, estaría yo a punto de cenar potaje con la cuadrilla para después en el pajar como premio por ser una noche tan especial, a escondidas, trataría de engullir un mantecado  “ogaiso” –no había otros-  que mi madre me habría regalado.

 

Regreso al pueblo por el Camino Viejo. Los cipreses del camino ya son adultos y  forman la guardia pretoriana de nuestra Patrona indicando con sus puntas afiladas el Cielo donde Ellas moran.

 

Ya en el pueblo las luces que adornan sus calles y el tránsito de la gente preparándose para pasar la Nochebuena me hacen volver a la realidad, pues este paseo es irreal estando como me encuentro en mi residencia madrileña.

 

Queridos amigos, paseos como estos estando lejos los hago muy a menudo, tantos, que creo tener hechas veredas en el aire de nuestro pueblo.

 

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