MI PASEO EN LA TARDE DE
NOCHEBUENA.
La tarde de Nochebuena
un silencio que es cómplice con la bruma envuelven a los olivos del Llano de
Santa Ana. Hace unas horas, una lluvia muy tamizada, como cernida por un espeso
harnero ha regado el olivar. La planta empapada de agua agradece la ducha y lo
demuestra sosteniendo en forma de perlas cristalinas en cada una de sus hojas una gota de agua que llega a columpiarse antes
de regar el suelo cuando alguna desganada bocanada de aire les invita a
hacerlo.
No veo a nadie en el
cerro. Los nogales se desperezan estirando sus desnudas y plateadas ramas; algunas
hojas se resisten a caer sobre la verde hierba tal vez soñando con seguir
arropando una vez más con su refrescante sombra a quienes de comida campestre, meses
atrás, se han refugiado del tórrido sol bajo sus copas.
La neblina se hace más
espesa cuando me voy aproximando a La Bañizuela. El zumaque de las lindes dejó
de prestar su encendido colorido al paisaje y de él solo quedan los matices
marrones de sus agostados penachos. Los cipreses, de la misma quinta supongo
que aquellos que se erigen al cielo en el camposanto, me saludan al pasar. No
encuentro ninguna respuesta razonable cuando se me eriza el vello muchas veces
como hoy en este lugar. Un rezo mental a la venerada Virgen del Carmen en su
solitaria y cerrada capilla me distrae de otros pensamientos. Aparto con las
manos la hiedra vieja que desde siempre su misión ha sido bloquear el camino a
los viandantes. Era menos espesa cuando los chiquillos nos adornábamos con sus
ramas la cabeza en la romería atentos siempre a aquél guarda de los pelos
blancos.
Un pajarillo con un
piar como un chasquido sale raudo de un olivo y se adentra en el Monumento
Natural de La Bañizuela. Ahí, en este
bosquecillo estará más seguro para pasar la noche. El color marrón de las hojas
caducas de los quejigos se distinguen entre el verde follaje de las plantas
perennes, entre otras, el de las encinas que pueblan este nuestro protegido
bosque.
La tarde muere con una
tristeza impropia de la tarde de Nochebuena y me aventuro a regresar. Entre
unos riscos observo el verde intenso de unas matas de lirios que pronto
florecerán. De esto, Juan Real se encargará de comunicárnoslo cuando se
encienda la luz azul del primero de ellos.
En el camino de regreso,
un escaramujo cargado de frutos rojos relucientes muestra orgulloso su cosecha
mientras que las de otros años se sostienen aún descoloridas y putrefactas en
sus espinosas ramas. Observo en los ribazos del camino y en algunos lisos del
terreno musgo de un verde intenso que se refresca con la brisa húmeda de esta
tarde y me recuerda a aquellos nacimientos que adornaban algunas casas en mi
niñez. El olor intenso y especial de la pintura de aquellas figuritas lo tengo
marcado y a buen recaudo en el desván de mi memoria.
Casi anocheciendo llego
a la ermita ¡Qué silencio! ¡Qué paz
invade mi espíritu! Abro con sigilo la puerta. Sus goznes rechinan y retumban dentro del
santuario profanando el silencio reinante. Me acomodo en unos de sus bancos y
me dirijo a nuestra Patrona en oración contemplativa. ¿Por qué de esta
pandemia? ¿Por qué de este sufrimiento? Me pregunto y le pregunto siendo esta
mi principal rogativa. Me reconforta saber que el manto de Santa Ana me cobija
allí por muy lejos que me encuentre y se encuentre cualquier torrecampeño/a,
pues es tan alargado que llega hasta los más recónditos lugares del mundo.
Cuando salgo de la
ermita ya es de noche. Algunas luces de los chalés y chiringuitos de la sierra
tintinean entre una lluvia meona y la espesa bruma. En muchos de ellos
prepararán dentro de poco la mesa para la cena de Nochebuena. Giro mi mirada
hacia la campiña y no observo luz alguna en ningún cortijo. Hace más de sesenta
años, a estas horas, estaría yo a punto de cenar potaje con la cuadrilla para
después en el pajar como premio por ser una noche tan especial, a escondidas,
trataría de engullir un mantecado
“ogaiso” –no había otros- que mi
madre me habría regalado.
Regreso al pueblo por
el Camino Viejo. Los cipreses del camino ya son adultos y forman la guardia pretoriana de nuestra
Patrona indicando con sus puntas afiladas el Cielo donde Ellas moran.
Ya en el pueblo las
luces que adornan sus calles y el tránsito de la gente preparándose para pasar
la Nochebuena me hacen volver a la realidad, pues este paseo es irreal estando
como me encuentro en mi residencia madrileña.
Queridos amigos, paseos
como estos estando lejos los hago muy a menudo, tantos, que creo tener hechas
veredas en el aire de nuestro pueblo.
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