lunes, 27 de diciembre de 2021

LOS ENTIERROS Y LOS LUTOS CUANDO ERA NIÑO.


 Foto de: Eugene Smith.

 De cómo eran en mi niñez los ceremoniales de la muerte, los entierros, y los lutos en nuestro pueblo. Todos los personajes son fruto de mi imaginación, no así los ritos y costumbres.

Por lo dilatado de esta narración la he divido en tres partes para hacerla más amena.


                                 PARTE I

 EL FALLECIMIENTO.

 Antonio, siendo niño, se dirige acompañado de sus padres, desde el cortijo donde vive hasta el pueblo, porque un tío de su progenitor estaba muy enfermo.

Al asomar a la esquina de la calle donde vivía el enfermo  el padre de Antonio, advirtió de que su tío debía de estar muy grave dado que en la puerta había un nutrido grupo de gente. Al entrar a la casa cesaron los murmullos que mantenían las personas en ese momento. Sus primas abrazaron a sus padres y a él le dieron un beso.

         -Pasad a la habitación. Mi madre está con él. Nosotras lo vemos muy mal, y el médico ha dicho que llamemos al cura.

Los tres pasaron a la habitación. Su tía Hortensia se levantó al verlos y se dio por saludada cuando con un gesto indicó silencio señalando hacia el lecho donde se encontraba el moribundo. Ambrosio, estaba acostado en una cama de hierro con adornos dorados. Su cabeza reposaba reclinada  sobre dos almohadas mientras que su cuerpo lo cubría una sábana. En la cabecera estaba la llave de la luz que pendía de un  cordón que bajaba pared abajo desde el techo y asomaba al final de un cuadro de marco grande  protegido por un cristal ya picado por el tiempo   guardando la imagen de un santo con una calavera a los pies. 

El tío de Juan respiraba de forma fatigosa. En una de las veces abrió los ojos y vio a su sobrino que estaba de pié frente a él y le hizo un gesto con la mano para que se acercase.

         -Juan, siempre te he querido como al hijo que Dios no me quiso dar -dijo con voz entrecortada, e hizo una pausa para luego agregar -Ya ha llegado mi hora. Sé que voy a morir. Luego tosió.

         -No te fatigues tío -dijo el padre de Antonio al tiempo que cogió su mano y la apretó contra la suya.

         Pasados unos segundos llamó a Ramona.

         -Ramona... no me equivoqué contigo. Eres una mujer digna de un hombre como Juan. ¿Y Antonio?

         -Está aquí tío, detrás de mí.

         -Escucha, Antonio. Respeta a tus padres siempre, y sé honrado como tu padre lo es y lo fue tu abuelo al que dentro de poco yo veré.     

         Antonio observó mirando a su padre que algo le brillaba en los ojos, y no era otra cosa que las lágrimas que ya le afloraban. Juan le dio un beso en la frente y al momento abandonaron la habitación.

Antonio nunca había visto a un moribundo, y la verdad que le enterneció y le sobrecogió al ver al tío de su padre dando los últimos estertores, jadeando, con el pecho subiéndole y bajando, haciendo un hoyo la sábana a la altura del abdomen cada vez que respiraba con aquella fatiga, y como testigo aquél cuadro del santo con la calavera que a él le pareció macabro.

Por la esquina de la calle sonó una campanilla. Era el cura don Eleuterio que venía acompañado de un monaguillo a llevarle el Santísimo Sacramento a Ambrosio. Don Eleuterio venía cubierto por el paño de hombros, envolviendo con el mismo el portaviático. Mucha gente al oír la campanilla se hincaba de rodillas a su paso. Antonio también lo hizo.

         Don Eleuterio entró en la habitación del enfermo, y pasados unos minutos salió de la misma y habló a Trinidad, la prima de su padre cogiendo su mano.

         -Tenéis un santo... tenéis un santo.

         No había pasado media hora cuando unos gritos aterradores estremecieron a Antonio. Los que estaban en la calle entraron deprisa en la casa.

         -Ambrosio acaba de morir -dijo un vecino.

Antonio entró a la casa y vio a las primas de su padre gritando de forma que él nunca había visto gritar a nadie.   Otros familiares se abrazaban entre si sollozando queriendo demostrar todos ante los demás la pérdida sufrida.

Una vecina llegó pasados unos minutos con una olla con tila con el fin de tranquilizar a la familia.

Hortensia la tía de su padre se le oyó decir entre los gemidos y gritos cuando una de las vecinas intentó darle una taza de tila.

         -Por esta boca, refiriéndose a la suya, no entra ni agua. Así que no os empeñéis.

Otra vecina muy dispuesta que parecía bastante tranquila solicitó a una de las primas de Juan la mortaja para amortajar al difunto.

Antonio observaba todos los detalles escondido detrás de un mueble con jofaina situado en un rincón en la habitación del difunto sin que nadie se hubiera percatado hasta ahora de su presencia. Miraba al cadáver que había quedado visible para él desde su posición oculto a veces por las primas de su padre que continuamente entraban y salían del aposento colmando al difunto de besos. Ambrosio el Ronco estaba con la boca abierta y con los ojos abiertos de par en par como mirando a un punto fijo. Su rostro había adquirido ya la palidez y el brillo céreo de la muerte.

La vecina que era muy dispuesta llegó a la habitación con un traje negro y calcetines del mismo color además de una camisa blanca. Antonio hubiese querido salir de su escondite ya que se daba cuenta que ese no era sitio para él y temía ganarse un pescozón de alguien si era descubierto, así que optó por seguir allí. Vio como le ponían la camisa y los pantalones al difunto, y de cómo le cerraban los ojos. La chaqueta fue lo más difícil, ya que el vientre se le había inflamado contribuyendo además que el traje era viejo y confeccionado a la medida del difunto posiblemente varias décadas atrás, pero la vecina, echó manos de tijeras y le dio un corte a la chaqueta por la parte de atrás en vertical y la dividió por dos, la única forma de que la chaqueta le abrochara.  Al intentar cerrarle la boca no pudieron, por lo que le tuvieron que anudar un pañuelo desde la barbilla hasta la nuca, quedando el lazo del mismo en lo alto de su cabeza.

Otra de las vecinas, dijo que ya había avisado a la modista para que le hiciera la almohadilla para el ataúd, como también a la iglesia para que tocase la agonía.

En un descuido cuando más gente había en la habitación,  Antonio salió del escondite y se confundió con los demás de forma disimulada.

 

                                  PARTE II

 EL VELATORIO Y EL LUTO.    

Samuel el carpintero no tardó en llegar. Éste era el que hacía los ataúdes. Como en un acto reflejo o costumbre, al llegar, se alisó los cabellos muy poblados pintados la mayoría de blanco y peinados para atrás al mismo tiempo que se ajustó las gafas para a continuación dirigirse a Hortensia y a sus hijas estrechando su mano con un lacónico: -lo siento.        

-Debéis de tener resignación, ya que a todos nos llegará nuestra hora como le ha llegado al pobre Ambrosio. –agregó Samuel.

-Samuel, lo que yo quiero para mi pobre marido que en gloria esté es una caja que no sea muy cara, eso sí, que sea decente. Así que lo dejo en tus manos. Que vaya mi sobrino y alguien que le ayude a traerla.

         -¡Y el entierro! ¿De cuantas capas va a ser?

         -De una capa, Samuel... de una capa.

Dicho esto comenzaron otra vez los gritos. Estos siguieron sucediéndose a medida que algunos de los allegados y familiares de Ambrosio llegaban a la casa.

La madre de Antonio que llevaba un buen rato buscándolo le dijo que esa noche tenía que cenar y dormir en casa de Pedro el Aliñao, amigo de su padre, que tenía un hijo de su edad, pues no se iba a quedar en casa de su abuela Francisca a dormir solo. Antonio casi lo agradeció ya que eso de dormir solo después de haber visto al difunto le horrorizaba.

Las campanas empezaron a tocar la agonía de Ambrosio y los golpes lentos del badajo contra el metal llegaron hasta los más recónditos rincones del pueblo anunciando la muerte del desdichado.         

Los vecinos empezaron a traer sillas de sus casas en un gesto solidario de ayuda hacía la familia para cuando llegara la gente a la vela. El vecino colindante  dispuso su casa para albergar a los hombres ya que era costumbre los hombres estar en un lado y las mujeres en otro.

El difunto Ambrosio fue introducido en un humilde ataúd de madera sin ningún detalle de gubia u otro signo de ostentación que descansaba en la planta baja de la casa. La cabeza dentro del ataúd reposaba en una almohadilla negra con los filos dorados rellena de borra que había cosido la modista. La vecina que llevaba la voz cantante en todo y que era muy voluntariosa trajo dos taleguillos negros con sal gorda que introdujo en el ataúd encima de su vientre con el fin de retrasar su necrosis dada la temperatura reinante del mes de julio. También colgó en el techo una cinta de aproximadamente un metro que caía en vertical embadurnada en miel para atrapar a las moscas. Igualmente metió un poco de algodón en la boca del cadáver y taponó asimismo los conductos respiratorios.

Anica, la Rezaora, llegó a la casa y todas las mujeres que estaban en ella empezaron a  rezar el rosario hecho este que calmó de momento los chillidos, lloros, y lamentos.

Pedro el Aliñao se llevó para su casa a Antonio, y esa noche durmió con el hijo de éste que se llamaba José, pero que cariñosamente todos le llamaban Josillo. Antonio conocía a Josillo de haber ido con su padre a casa de su abuela en algunas ocasiones y haber jugado con este el tiempo que duraba la visita. Antonio le contó con todo detalle a Josillo lo vivido por él ese día. Ninguno de los dos pudo dormir hasta casi entrada la madrugada. Los padres de Antonio estuvieron velando al tío Ambrosio, el Ronco, toda la noche. Juan, en la casa que el vecino habilitó para los hombres, y Ramona, en la casa del difunto con las mujeres.

Pasada la medianoche en el velatorio de hombres era costumbre tomar unas copas de aguardiente que servían en todo caso para mantener despiertos a los concurrentes, de modo que la vecina que era muy servicial se presentó con una botella de anís que la tía de Juan había mandado comprar, pues aunque pobres querían tener un detalle con los asistentes. Juan, el padre de Antonio se hizo cargo de la botella e iba ofreciendo el licor en una ridícula copa de cristal en la que todos bebían.

En casa del difunto habían encendido una lumbre en el corral donde encima de una trébedes tenían colocado un caldero de cobre un poco más pequeño de los que usaban para la matanza lleno de agua para preparar el tinte para el luto. La tía de Juan había dicho que tanto ella como sus dos hijas el luto seria riguroso, de modo que a partir de ese momento todas sus prendas serian teñidas de negro con tinte de la marca Iberia, dijo, a ser posible.

Para salir a la calle era costumbre en las mujeres cubrirse la cabeza con un pañuelo anudado al cuello, y por encima de los hombros arroparse en todos tiempos con una media-manta de lana negra con flecos en los bordes, que era sostenida un ala de ella con una mano y con la otra para taparse la cara de la nariz para abajo, pero sólo en los lutos rigurosos se salía a la calle en caso de muy extrema necesidad y a deshoras.  También el blanqueo de la fachada de la casa quedaba pospuesto hasta la fecha en que se pasaba al medio luto, que era transcurrido al menos dos o tres años. En las casas donde había radio esta se quitaba de la vista de las posibles visitas llevándola a la cámara donde estaba el granero o cubriéndola con un paño negro.

Ramona salió con su suegra de madrugada a preparar el luto para Juan. En una chaqueta cosió un galón negro de unos diez centímetros de ancho dando la vuelta a la manga, que era el luto que iba a llevar por su tío además de una chalina del mismo color. En cuanto a su suegra no tuvo que preparar nada ya que Francisca desde la muerte de su marido lo llevaba de por vida.

Después de desayunar en casa de su amigo Josillo, Antonio se dirigió de nuevo a casa del difunto a ver a sus padres. Su madre al verlo salió a su encuentro para decirle que no pasara, ya que el difunto estaba muy desfigurado y que tal vez después podía darle miedo.

         -Quédate sentado en una silla en el portal y no pases adentro. Le ordenó.

Antonio obedeció a su madre y se sentó en una silla desde donde sólo podía observar puesto de pié un trozo de ataúd por donde asomaban los calcetines negros del fallecido. La cinta impregnada de miel que colgaba del techo estaba ya casi llena de moscas que habían sido atrapadas en ella. Algunas intentaban zafarse agitando sus alas sin conseguirlo ya que con su aleteo conseguían embadurnarse aún más. A veces, en la sala, se hacía un silencio y sólo se oía entonces el revoloteo incesante de las moscas atrapadas en la trampa.

Alguien avisó a la familia que don Eleuterio, el cura párroco, venía acompañado por el sochantre.

Don Eleuterio el párroco llegó esta vez vestido solo con la sotana y el bonete de cuatro picos en la cabeza. En sus manos portaba un libro con los bordes de las hojas pintados de color púrpura asomando por la parte inferior un cordón de la misma tonalidad que le servía de guía en la lectura. Todos los presentes se pusieron en pie y callaron sus conversaciones. A continuación, don Eleuterio comenzó con acento grave a cantar un responso en latín aplicando el tono gregoriano y cuando éste hacía un paréntesis, contestaba el sochantre con  voz ronca como si tuviese en la boca algún escupitajo. El responso fue cantado a coro entre don Eleuterio y el sochantre, de manera que don Eleuterio decía una frase y el sochantre replicaba con otra. Inmediatamente después se rezó a coro un Padrenuestro. A continuación, el párroco y su ayudante se despidieron dándoles el pésame a los dolientes recordándoles que el entierro seria a las cinco de la tarde.  

Hortensia la tía de Juan, había dicho que por su boca no entraría nada mientras que su marido estuviese de cuerpo presente y así fue. Sus hijas siguieron su ejemplo y tampoco tomaron nada hasta después del entierro.                                 

 

PARTE III

 EL ENTIERRO.

 Poco antes de las cinco empezaron a doblar a muerto las campanas. Nada más empezar a tocar, las hijas del difunto y su mujer, empezaron a dar de nuevo gritos y alaridos. Por lo alto de la calle apareció primero Gabrielito el Cohete anunciando el séquito parroquial que venía a enterrar a Ambrosio. Gabrielito el Cohete era un minusválido con un retraso mental muy acusado que no faltaba en los entierros y fiestas, y que como siempre iba en cabeza de la comitiva. Detrás venía don Eleuterio con sobrepelliz y estola, nada de capa pluvial, pues esta vestidura se usaba sólo en los entierros de más rango. Al frente del séquito venía un monaguillo que vestía faldones rojos y roquetes blancos de encaje el cual portaba un varal con un cristo dorado adornado con un cilindro de tela negro. El sochantre llevaba el hisopo de metal metido dentro del recipiente del agua bendita que no paraba de sonar mientras caminaba. Samuel el carpintero que aparecía en el grupo se adelantó a ellos para llegar antes a la casa del fallecido.

Cuando Samuel entró en la casa, esta vez los gritos fueron desgarradores, y hubo que sujetar a las hijas del difunto para que Samuel el carpintero pudiera cerrar el féretro. Cada golpe que daba a los clavos tapando el ataúd era coreado por gritos y sollozos.  Luego, la comitiva solo de hombres se dirigió calle arriba para dar sepultura a Ambrosio. Las mujeres se quedaron en la casa del difunto rezando ya que así lo establecía la costumbre.

El tío de Juan debía de ser una persona muy querida por todo el pueblo ya que a medida que el cadáver se acercaba hasta la iglesia por todas las calles aparecían grupos de hombres, mientras que muchas mujeres se encaminaban hasta la casa del finado para expresar sus condolencias a las mujeres de la familia.

Antonio se unió a la comitiva observando como todos trataban de llevar sobre sus hombros al tío de su padre. Uno de los portadores le comentó a otro en voz baja:

         -La caja es de listones sobrepuestos, como los de un burladero de una plaza de toros. ¡Pobre Ambrosio!

         Subido en la escalinata de la iglesia, don Eleuterio roció con el hisopo agua bendita sobre el ataúd al tiempo que despedían al cadáver con otro responso en latín.

Los entierros se establecían por categorías. Los de una capa como era este eran despedidos desde la puerta de la iglesia sin más dispendios. Los de dos capas, los dos curas vestidos con capas pluviales acompañaban al cadáver hasta medio camino, y los de tres capas para los más pudientes era escoltado el féretro por tres sacerdotes  hasta el cementerio con todos los honores pompa y boato.

Josillo, buscó a Antonio y ambos se encaminaron con un pequeño grupo de personas hasta el cementerio para dar sepultura al difunto. El resto quedó en la puerta de la iglesia dando el pésame a los dolientes.

Llegado el reducido séquito al cementerio, el sepulturero tenía un nicho preparado a media altura. Los portadores del ataúd empujaron el féretro por la cavidad produciendo cada vez que le empujaban un siniestro y ronco sonido dentro de la bóveda.

Un albañil ayudado por otro que amasaba yeso en una artesa, fue tapando el nicho formando una pared de mampostería con piedras y ripios.

Mientras los albañiles realizaban su trabajo, Antonio y Josillo se dieron una vuelta por el cementerio y se ayudaron uno a otro a asomarse al muro donde estaba el osario donde pudieron contemplar calaveras y otros huesos amontonados en un anárquico desorden que asomaban entre restos de ataúdes ya carcomidos cardos borriqueros y jaramagos. 

Cuando llegaron nuevamente a donde estaban los albañiles, estos ya estaban acabando. La última piedra tapó el último rayo de luz que se suponía alumbraría el nicho. Luego, la oscuridad y el silencio invadieron la bóveda. 

Al día siguiente marcharon todos incluida su abuela Francisca de nuevo al cortijo, no sin antes pasar por casa de Hortensia, la viuda y tía política de su padre.  Ramona le dio dos billetes de cinco pesetas para ayuda de los gastos del luto. Esta era una costumbre muy arraigada, la de ayudar unas veces con dinero y otras con prendas de vestir a los dolientes. Hortensia también les anunció la fecha de la misa de difuntos habíendo avisado a la   mujer que se dedicaba a anunciar de casa en casa el día y la hora del funeral.

 

                                     FIN

 

 

 

 

 

 


sábado, 2 de octubre de 2021

LA CAMPIÑA, HORIZONTE CERCANO


 


Dolía el silencio que imperaba en la lejana campiña. Un sol mañanero agosteño se recostaba en todas las múltiples colinas y altozanos calentando con su estufa veraniega a aquél cambiado y extraño paisaje tan distinto de aquél otro que yo guardaba en mi memoria. Sentado en el poyete de un casi derruido cortijillo miraba a ese horizonte de olivares que llegaban a perderse en la lejanía besando en su recorrido antes de llegar a Sierra Morena al vecino cortijo de Mingo López y al cercano pueblo de Arjona. Por un momento pensé en lo reconfortante que sería para aquellos hombres que les dieron vida al cortijo después de una dura jornada, el contemplar una puesta de sol desde allí donde estaba yo sentado, y los imaginé por un momento descansando en ese poyete desde lo más alto de la pronunciada colina donde estaba enclavado el cortijillo, el cual, con mucha dignidad se resistía a morir. Debió de ser este un cortijo muy singular dado que hasta tenía una pila para lavar la ropa. Una lagartija me miró extrañada y se internó de manera acelerada por entre la grieta de una de sus paredes. El redondel de la era, casi imperceptible, disfrazaba su círculo con algunas matas de alcaparreras salpicadas por detonados cartuchos de cazadores.

Un silencio monástico envolvía el paisaje al que extrañaba yo tanto. En mi memoria aquél otro tan distinto de cereal y barbechos, donde las lindes del minifundio competían con aquellas otras latifundistas formando dibujos de rectángulos y cuadrados como los remiendos en los pantalones de aquellos antiguos jornaleros. No vi ninguna linde entre la selva de olivares, ni aquellos montones de piedras fabricadas por los primeros colonos que roturaron estas tierras a los que dieron el nombre de majanos, yaciendo estas ahora enterradas en las “camadas” o calles del olivar que devoró sesenta años atrás al paisaje recordado por mí, a aquél de cereales y leguminosas. Solo en una colina puntiaguda y lejana, prevalecía el amarillo del rastrojo compitiendo con el del verde del olivar que todo lo invadía. Olivares que clamaban al cielo en un lamento silente que llorara agua sobre ellos para calmar su sed y así terminar de padecer su prolongada sequía.

Después de un buen rato expansionándonos en aquél grato lugar, el trio de torrecampeños del que yo formaba parte, seguimos nuestro recorrido descolgándonos por intrincadas cañadas, coronando lomas y bajando cuestas como en un carrusel, a veces, por carriles que el coche iba fabricando en olivares binados. Excepto las olivas, todo estaba agostado, hasta los carrizos de los “salaos” pintaban de amarillo. En una umbría cañada observé unas matas de juncos, seguro que tiempo atrás seria terreno apto para el melonar. Visitamos cortijillos en los que los muros, tejas y cascotes formaban un montón de escombros, y cortijos de renombre derruidos, uno hasta con aljibe, mostrando algunos de ellos enseres que adornaban estancias cuando fueron abandonados y que ahora amenazaban desplomarse en cualquier momento para formar parte del cúmulo de ripios que se apilaban en el suelo.  Casi todo esto, sin antes haberlo visitado, coincidía con lo que un día yo escribí:          

Hay un cortijo en mi pueblo donde el hambre yace amortajada con harapos negros.

Hay ventanas por las que entran raquíticas palomas  que se posan antes de morir en estacas donde  colgaban talegas  con pan duro.

Hay una mancha en la pared donde pendía un viejo candil que alumbró el parto de una niña analfabeta.

Hay una chimenea donde con lumbres de estiércol seco, roncaban pucheros en los que bailaban al son de la música de sus hervores, contados y desamparados garbanzos.

Hay un pajar en el que llueve, donde los muleros ya no  juegan a las cartas las tardes de tormenta.

Hay grietas en sus muros por donde en noches de plenilunio emergen murciélagos que escalan hasta la luna para amamantarse de ella.   

Hay en el suelo muelles oxidados del somier donde la cortijera dormía soñando con bañarse en el mar que nunca conoció.

Hay una cuadra donde los cascotes reposan en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas.

Hay un aljibe donde en su profundidad beben agua vieja  jornaleros muertos.

Hay una teja inclinada que perfora la pared de una ruinosa habitación donde ahora solo mean las lagartijas.

Hay piedras en el pavimento que dejaron de  brillar por el suave roce de las albarcas.

Hay una alacena arrumbada donde nunca albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro.

Hay una destartalada puerta en el suelo con clavos corroídos por la herrumbre que soportó los silbidos del viento  de más de mil temporales.

Hay cientos, miles de olivos a su alrededor que pertenecen al dueño del cortijo a quien no conocen, ya  que nunca les agasajó con una caricia de azadón.   

Hay plantas  parásitas sin escardar  en los muros del cortijo esperando a que el niño cortijero la desmoche con su   heredado y desgastado almocafre de desdichas.

Hay días donde la luna quiere seguir acostada en el sudoroso jergón donde murió el abuelo.

Hay noches que se oyen lamentos, pero son el alma de desgarrados fandangos cantados por finados jornaleros que ansían  volver a vivir otra vez en aquel cortijo.

 

De regreso, el coche de Juan Real roncaba subiendo por la falda Norte de Grajales, el monte que siendo viejo, sigue presumiendo de ser el más alto de la zona y en el que en su cúspide estaba el cortijo de Antonio el Jamilenuo, y fue allí, desde la atalaya de este picacho donde se fraguó la frase: <<Esto es ver mundo>>, aplicada a uno de una cuadrilla que estaba escardando y el hombre no había visto horizontes tan lejanos. Tengo recuerdos para escribir un libro del paraje de Grajales. José Alcántara, mi otro acompañante, antes de llegar al Berrueco, de su garganta brotó un fandango con letra hilvanada por él. Dos olés prolongados se desparramaron por las ventanillas del vehículo e invitaron a las cigarras a aplaudirle con su característico cántico.

 

Doy gracias a mis dos anfitriones que me hicieron muy feliz, llevándome a sitios, algunos, donde nunca hice veredas, allí casi hasta el final de las lindes de nuestro pueblo, el final de la campiña, horizonte no muy lejano.

 

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

 

 

 

               

LA FUENTE NUEVA


 


La luna, al salir, se mira en el espejo de una alberca de la sierra, se perfuma con una mata de mejorana y corre veloz pendiente abajo para  pintar con su brillo plateado los tejados de nuestro pueblo. Como siempre, generosa ella, primero les regala a los de la Fuente Nueva una mano de pintura con un brillo tan especial que los demás tejados sienten celos cuando algunos gatos en noches de plenilunio corren a bañarse con esa otra más radiante luz de plata que llega a cambiarle su primitivo color negro por el azulado emitiendo por ello al verse tan engalanados, lamentos amorosos muy pasionales.

Mi junta de amigos, todos imberbes, cada noche, como los gatos que hago referencia, solíamos refugiarnos en El Macizo, todo modernidad en aquellos tiempos. ¡Ronda!, ¡Chiquitilla!, ¡Diez cartas! ¡A beber! ¡Ronda de caballos! ¡Yo, de reyes, así que habéis “palmao”! Jugábamos a las cartas, pero a lo que jugábamos era a ser hombres queriendo parecernos a ellos. En el trabajo sin tener edad ya lo demostrábamos a diario, y también como estas veces, bebiéndonos una botella de vino de barril, allí, en una de las habitaciones del bar referido entre el humo de los cigarros de la marca Ideales que previamente habíamos comprado en el quiosco del Vegeto, mientras que en la calle, el sonido de los caños de la fuente al derramarse, seguían cantando los mismos y repetidos fandangos que cuando era niño y Pedro Balbín nos mandaba en el recreo a beber agua.

Desde mi más tierna infancia la Fuente Nueva ha sido un barrio que me ha cautivado, mayormente por ser la puerta de la sierra,  la sierra de la que nuestros abuelos y personas mayores nos regalaban historias de bandoleros que servían para reforzar nuestras fantasías infantiles. Lo que no era fantasía era ir a ayudarle a mi madre a llevar la ropa lavada hasta nuestra casa desde el lavadero municipal que hacía pared con la fuente.         <<Ana María, qué le debo a usted>>, <Dame dos reales>>le contestaba esta mujer encargada del lavadero después de decirle mi madre las prendas que había lavado. Mi madre con una canasta en la cintura donde llevaba la piedra y una mano en otra canasta que era la más pesada a la que yo le ayudaba aferrado a una de sus asas, asa que se incrustaba en mis tiernas manos dibujando en la carne el molde de las varetas con las que fue construida, lo que resultaba ser para mí un tormento. La calle Quebradizas era testigo de ello, como así la enorme puerta de madera ya carcomida por el tiempo que servía de entrada a la Huerta el Patrón, y también su largo muro que enfilaba calle abajo y por el  que asomaba un frondoso celindo, que estoy seguro se empericaba para ver a las higueras y granados que emergían de los corrales de la acera de enfrente. Las flores de este celindo servían muchos años para engalanar la imagen de San Isidro al procesional el día del patrón de los agricultores. Más adelante, hasta llegar al puente, podrían dar fe de lo que digo si existieran, el molino de aceite, la herrería de Mozas, y la fábrica de yeso de El Olivo, y cómo no, las innumerables cagarrutas con las que estaba siempre sembrada la calle por ser paso de los rebaños hacia los pastos de la sierra, motivo este por el que hasta mucho tiempo atrás estuve en la creencia de que Cabraisas, como nosotros conocemos a esta calle, le viniera de ahí.

Pero sin querer, me he alejado del barrio al que vuelvo rápidamente porque quiero retratar con las palabras algunos flashes del pasado que tengo almacenados en mi memoria de aquella Fuente Nueva y de sus calles aledañas cuando mis amigos y yo solíamos rondar por allí. Juanito Peragón “Juan Mateo” que aparece en la fotografía, -el segundo de la izquierda agachado-, él y su padre, albañil este de reconocida fama, ayudaron a  transformar el barrio, pues construían una casa totalmente terminada en poco más de cuarenta días, “Los albañiles de los pobres”, así se les conocían. Al escribir el nombre de Juanito he mirado al cielo ya que nos dejó hará más de tres décadas este buen amigo de la infancia del que conservo muy buenos recuerdos.

Y fue así como de esta manera, poco a poco, las nuevas construcciones fueron devorando a las tierras próximas a la fuente, y el barrio creció de manera espectacular gracias a las divisas ganadas con mucho esfuerzo y sacrificio en países lejanos por aquellos emigrantes torrecampeños que ansiaban de manera primordial tener un hogar de su propiedad.

En nuestro pueblo existen calles que perdieron hace mucho tiempo ese rancio sabor a pueblo, -repasando, no encuentro otra razón más que la falta de comunicación entre los vecinos-. La Carrera Baja desde siempre ha sido y sigue siendo un ejemplo de todo lo contrario. La recuerdo por la noche en esos inviernos de eternos temporales donde las tintineantes luces que pendían de un lado a otro de la calle se mecían entre la bruma, adobada esta por el olor a las ricas morcillas que elaboraba Facundo, mezclándose este grato aroma con el de la turbia mescolanza del chocolate, especias, y otros olores que se desparramaban de la tienda de  ultramarinos de Dolores. A primeras horas de la mañana, el ruido de las escobas de las mujeres barriendo sus puertas se confundía con el gratificante, clic, clic, clic, salido de la barbería de Federico,-me dijo un día que a los acordes de sus tijeras más de un cliente quedó dormido en su sillón-. Los corrillos de tertulianos en la glorieta de la Fuente Nueva desde primeras horas daban vida a esta plazoleta poniéndose al día los unos a los otros de los últimos acontecimientos habidos en el pueblo. El paso de Nuestro Padre Jesús en Semana Santa al amanecer llegando al final de la Carrera Baja, era un privilegio poder contemplar a la tan sagrada y venerada imagen desde allí teniendo como fondo la sierra, ya que el lucero del alba refulgía en el cielo como caballo luminoso y pareciera aspirar querer aproximarse para ser cirio en la procesión.

No quiero olvidarme de la calle Las Parras, algo más angosta pero llena de luz y con mucho encanto donde los geranios en algunos de sus balcones han servido y sirven para alegrar al paseante.

Cuando el grupo de amigos regresábamos a nuestro barrio del Camino de la Estación, teníamos la costumbre de hacerlo por La Puentecilla, donde desde una determinada casa el olor a rebaño de cabras era muy notable. A veces, haces de ramón amontonado en la puerta servían para identificar la vivienda del cabrero.

Hoy he querido pasear mis recuerdos por un barrio con pueblo,  por el barrio de la Fuente Nueva que tiene el privilegio de venerar a la Virgen del Carmen por la que en su honor, cada año, se celebra una feria cada vez más afamada, todo, porque el barrio es una gran familia.

Amigos y amigas, espero os haya gustado este paseo en el que algunos episodios narrados sucedieron hace más de sesenta años, feria arriba, o feria abajo. Recuerdos todos de un barrio al que abrazo desde la distancia de manera muy efusiva.

Antero Villar Rosa

 

 

ATARDECERES EN TORREDELCAMPO


 

ATARDECERES EN TORREDELCAMPO.

Foto de: eltiempo.es

A lo largo de mi ya dilatada vida he contemplado muchas puestas de sol, a veces en lugares muy dispares de la geografía española, como también en otros países donde se me hizo de noche, pero ninguno de los  crepúsculos por mi contemplados se asemejan a los que podemos observar desde el marco incomparable de nuestro sagrado cerro.

A veces ocurre que los árboles no nos dejan ver el bosque, y es por lo que muchos de nosotros, en nuestro bregar diario, preocupados por lo que no tenemos, apenas llegamos a  valorar en su justa medida este inmemorial prodigio que la madre Naturaleza nos legó.  

No me extraña que los iberos escogieran para su necrópolis un lugar desde donde sus muertos pudiesen ver  puestas de sol como la de la fotografía. Es algo mágico, por ello, me inclino a pensar que tal vez eligieron este emplazamiento porque es aquí donde  al morir encontrarían las escaleras y el agujero por el que se sube al cielo envuelto todo ello en una fiesta de colores.

Dejo lo mágico y entro en el plano religioso para asegurar que esto ocurre porque el Cielo cada anochecer le regala a nuestra Patrona Santa Ana este colorido cuando abandona la ermita a la hora de irse a descansar a su morada, mientras que el sol le alumbra el camino con una encendida alfombra de color púrpura.

Desde otro punto de vista más poético, puede que el incendiado del cielo sea motivado por los rubores de millones de olivas, sonrojadas estas al tiempo de acostarse por las pecaminosas frases de amor de sus esposos los olivos poco  antes de que el astro rey apague la luz del dormitorio.

Este espectáculo tan maravilloso es parte de nuestro patrimonio, y es obligación fomentarlo para ofrecer como reclamo al visitante la observación de una puesta de sol desde El Mirador del Llano de Santa Ana, esta atalaya en la que los días de poca bruma, desde posiciones muy alejadas me saluda cuando regreso a nuestro pueblo, plataforma idónea para colocar un rótulo al estilo  hollywoodiense con el nombre de TORREDELCAMPO en grandes dimensiones, una de las maneras de vender este prodigio y promocionar a nuestro pueblo. No sé si dará resultado, pues llevo sin practicar el marketing desde mis tiempos de bancario.

Como alguien dijo: Yo vendo esta puesta de sol para así escribir un mejor amanecer. 

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

 

EL DÍA A DÍA DE DOLORES

 


Dedicado a todas las personas mayores de nuestro pueblo el 1 de octubre, celebridad del día internacional de este colectivo del que yo formo parte.  

 

El personaje de esta historia es ficticio. Cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia. 

 

Son las siete de la mañana. Dolores lleva despierta desde las cinco dando vueltas en la cama sin encontrar una postura que le calme el dolor de su artrosis o “dolemas”, vocablo con el que identifica a su sufrimiento. Se levanta y mira por la ventana de su habitación. Se alegra porque está lloviendo. Brilla la lluvia a través de la anaranjada luz de la farola próxima a su casa y se distrae viéndola dispersarse dentro de un haz cónico luminoso como el rociador de una ducha entre un suave balanceo de gotas acristaladas mecidas por el viento hasta llegar al suelo.  

 

Otro día más como el de ayer, dice para sus adentros mientras se viste. Hace frio, el propio de mediados de noviembre. Se cuelga al cuello el cordón de tele-asistencia, se asea y baja hasta la planta baja. Una vez allí se cubre las espaldas con un chal y penetra hasta el fondo del patio de la casa regresando con un brazado de delgados palos de olivo. Rasca con unas tenazas de avivar el fuego el grueso tronco de la lumbre del día anterior que restaba por arder y al momento saltan rojas ascuas sobre el suelo limpio de cenizas entre una nube de chispas que se pierden centelleando chimenea arriba. Al poco, la luz del recién inaugurado fuego se proyecta sobre la figura de Dolores iluminando a vaivenes su agraciado rostro que a sus ochenta y cinco años sigue reteniendo todavía parte de aquel donaire del que presumía en su juventud. Permanece junto al fuego con las palmas de las manos extendidas hacia las llamas mientras organiza sus pensamientos. 

 

Otro día más sin tener a su lado al hombre que la hizo feliz, aquél que fuera su esposo, padre ejemplar, y buena persona, muy querido y valorado en el pueblo, cualidades todas almibaradas con la ternura que emanaba cuando estaba junto a su nieto. Ya hace más de cinco años que vive sola porque así lo quiere ella, pero desde que su marido falleció nunca se ha sentido aislada, ni familiar, ni socialmente.  

 

Dolores, sigue contemplando la lumbre ensimismada en sus pensamientos buscando recuerdos felices vividos junto a su marido sin reparar que poco a poco la luz del amanecer se va filtrando a través de la cortina de la estancia anunciando el nuevo día. Ahora, como todos los días, abrirá la puerta de su casa, manera de advertir a los buenos vecinos de la calle que ya está activa. Después, mientras desayuna pan tostado regado con aceite, beberá sorbo a sorbo un vaso de leche aprovechando en uno de esos tragos ingerir la medicación para sus patologías. La llamada de su hija no se hará esperar interesándose por ella. Hoy es domingo, el día más feliz de la semana para Dolores, pues hoy se reunirán para comer, así que debe de darse prisa en adecentar la casa que la tiene siempre como los chorros del oro, pues su mayor hobby es la limpieza, pero los días así, como ella dice, solo reparará en aquello que siempre ven las suegras.

  

Sigue lloviendo. Ya se lo anticipó su nieto ayer –Abuela que mañana va a llover y será un buen día para comer migas-, por esto reposa el pan desmenuzado en la cocina desde la noche anterior. Su yerno es el encargado de la logística, al menos dos veces al mes le hace la compra, pero a menudo debe de ir ella a comprar aquello que se olvidó. Cuando la pandemia acabe, no le importará para distraerse ir todos los días al mercado, aunque los yogures sigan estando en pack de cuatro, y no en unidades como ella quisiera para dar más viajes.   

 

A la hora del almuerzo le agradará recibir agasajos, resaltando lo ricas y deliciosas que resultaron las migas, pero ni punto de comparación con las que hacía el abuelo, repetirá ella. Su hija, después de la sobremesa, le ayudará a poner en orden la cocina, y al rato volverá a quedar sola nuevamente. Será entonces cuando repasará los momentos vividos, lo mejor, la sonrisa de su nieto al hurgar detrás del retrato de su abuelo y recoger como todos los domingos veinte euros que ella le deja. -No te los doy yo, te los da el abuelo- le repetirá como siempre. Por la tarde se arreglará para ir a misa, no le gusta presumir, pero quiere que la gente a su paso diga –qué señora más elegante-. A la salida, charlará con su amiga y se pondrán al día de todo el cotilleo del pueblo destacando en sus conversaciones los fallecimientos habidos últimamente, pero a Dolores, aunque ya es mayor, lo de morirse por ahora no le quita el sueño mientras digan de ella que es muy “fuguilla” y que está “acartoná”, palabras torrecampeñas que significan que es muy activa y que goza de buena salud, cosas que son ciertas.  

 

Otra noche más cerrará la puerta de su casa y después de tomarse un vaso de leche y unas galletas, esperará la llamada de su hija deseándole buenas noches. La noche es lo que más teme, es donde la soledad se aúna con sus recuerdos consiguiendo que más de una lágrima resbale por su rostro, aunque esta soledad que sufre sea una soledad elegida, pues no quiso cuando su marido falleció irse a casa de su hija, –No quiero ser un estorbo a vuestra felicidad- alegó. Comentan, y esto la sosiega, que, si la soledad es mala, la soledad en compañía es mucho peor.  

 

Sabe que cualquier día tendrá que recurrir a los Servicios Sociales para que les echen una mano en las tareas domésticas dado que su hija trabaja, o tal vez ingresará en el Centro de Día para Mayores, pero, aunque esto le da tranquilidad, Dolores lo que quiere es que la pandemia acabe cuanto antes para integrarse en algunas de las actividades que el Área de Bienestar Social del Ayuntamiento pondrá de nuevo en funcionamiento.   

 

En la habitación, antes de acostarse quiso mirar por la ventana. Se valió de una mano para limpiar en un trozo del cristal de uno de los postigos el vaho consiguiendo que una gota de agua, fruto de la condensación, resbalase velozmente hasta llegar al junquillo. Afuera, las luces de las farolas se dejaban abrazar por una espesa niebla anaranjada además de por el silencio y la desnudez de la calle. A lo lejos, un perro ladrando con aullidos lastimeros sobrecogía.   

 

Cuando Dolores se durmió, este que escribe, con mucho sigilo, se acercó hasta su cama y la besó en la frente. Mi madre desde el cielo me lo agradeció. 

 

Antero Villar Rosa         

 

 

 

 

 

lunes, 19 de julio de 2021

DIOSES DEL OLYMPO Y NUESTRA DIOSA DEL IDOLILLO EN LA BAÑIZUELA.


 

Después de la comida, los españoles tenemos, y hasta hemos llegado a exportar la buena costumbre de la sucinta siesta en el sofá. Aquello de lo que gozamos por rutina, hay quienes lo tienen ya establecido como un derecho o una necesidad. Hoy, después de una suculenta comida, que no copiosa, a la que he regado con alguna copa de vino más que el acostumbrado, me he sentado en el sofá a dormir esos cinco o diez minutos. Una vez aposentado en el sillón, frente a mí, veo al Idolillo torrecampeño al que diviso antes de caer en ese profundo sopor o modorra tan característico. No, no es una ensoñación lo que estoy viendo, aunque eso sí, noto como mis párpados se están volviendo pesados y creo que…
…un rayo de luna que a intervalos ilumina el bosquecillo, quiere dormirse sobre el lecho de una madreselva. Tirita el haz de luz en la noche estrellada e intenta arroparse con la sábana de hojarascas que yacen bajo un quejigo. A la luna la han emborrachado. Cuando emergía por entre las aristas peñas de Reguchillo, también llamada Cresta del Diablo, unos jóvenes subidos en sus puntiagudas piedras, le han hecho beber botellón de garrafa. Ahora, una luna de sangre baña el Monumento Natural de la Bañizuela. Alegre y retozón el astro, esconde su rubor y su fabricada alegría jugando con nubecillas aborregadas, que sin prisa, en ordenada formación, se dirigen a la campiña. La luna no puede aguantar la resaca y quiere vomitar. Su madre, la diosa Selene le indica que lo haga en el hueco de la herida que produjo en el monte un rayo lanzado por Zeus en disputa con el gigante Anteo; quiere que lo haga en este lugar con el fin de rellenar con los jugos gástricos parte de la cavidad que le falta a la montaña. Gea, la diosa de la Tierra ordena a Harpócrates, dios del silencio que mantenga este secreto callado como hasta ahora. Sofrosina que personifica la moderación lo agradece. Cronos, el dios del tiempo predice que dentro de unos siglos volverá a estar el monte ahora herido, poblado nuevamente de encinas, quejigos, escaramujos, madreselvas, y carrascas, junto con otras plantas autóctonas.
El viento que mece a bocanadas los puntiagudos cipreses que están cerca de la fuente, llega acompañado de música; no son fandangos, es reggaetón, trap, metal, electro, junto con otros sonidos estridentes. Dionisio, el dios del vino y la fertilidad bebe y baila acompañando a jóvenes torrecampeños/as que disfrutan de la noche no muy lejos de allí.
De pronto, surge una voz que duele y retumba en la montaña, y al momento, un silencio sepulcral casi miedoso, invade la sierra. De entre unas matas de mirtos del bosquecillo, planta a la que le tiene mucha querencia Afrodita, se deja oír la voz de la Diosa Madre, la Venus del Idolillo de Torredelcampo a la que han despertado y que a gritos manda callar a todos los dioses del Olimpo. Los dioses griegos obedecen de inmediato a esta antigua divinidad a la que le guardan respeto y pleitesía, y al instante desaparecen sin rechistar, y es que el culto griego a sus dioses se remonta al siglo VI a. de C. y nuestro Idolillo, o mejor dicho Idolilla, data del calcolítico 3.000 años antes. El acatamiento a lo ordenado por esta deidad llega hasta la fiesta donde desde un coche que emite ráfagas de luz azul, ordenan a los jóvenes que por motivo de la pandemia desalojen el monte. Dionisio al que los romanos le cambiaron el nombre por Baco, huye despavorido bajo los efluvios del alcohol y se pierde entre unos pinos cercanos. Al poco, un silencio de ultratumba reina en toda la sierra.
El espíritu del Idolillo de Torredelcampo, símbolo de la fecundidad, se cobija en los muy profundos adentros de su cueva, pues quiere continuar durmiendo, esta vez, al son de la música relajante que produce el goteo de las estalactitas contra las estalagmitas de la gruta. Sabe que en breve tendrá menos tiempo libre, pues ha de estar presente, donde será líder, en la sala museo de esculturas prehistóricas que la Escuela de Arte José Nogué de Jaén, ha donado a nuestro pueblo.
En el monte ahora reina la calma, solo unas extrañas sombras que pululaban entre los alrededores de los cipreses de la Bañizuela, se refugian precipitadamente entre la maleza…
…abro los ojos y veo de nuevo frente a mí, reposando en un mueble de mi salón, al Idolillo torrecampeño custodiado por dos toros zainos. Con tan fieros y nobles animales que nadie tema que lo tengo a buen recaudo.
Queridos amigos, mi ensoñación me lleva a reflexionar sobre que hay algo de misterioso, algo enigmático, y esotérico que envuelve el paraje de la Bañizuela. ¿No será que el espíritu del Idolillo esté reclamando que lo devuelvan a su cueva?

OLORES DEL VERANO


 

Acabo de quitar otra hoja más al calendario. Qué rápido corre el tiempo para mí. Quisiera que  esta apresurada percepción de ver pasar los días, las semanas, y los meses, durara todo lo que me resta de vida, porque me aventuro a señalar, y no quiero estar equivocado, de que esto pueda ser el mejor síntoma de no tener ninguna enfermedad o problema. Por poner un ejemplo: qué largos se me hicieron aquellos días que estuve hospitalizado, y qué cortos los de aquellas vacaciones, o el de aquél recordado permiso que me dieron estando en la mili. Miro el almanaque y aparece el mes de julio. Estamos en el ecuador del año y en un recién estrenado verano.  El verano es un tiempo de olores muy particulares que se mecen  en el tiempo aderezando los vientos presentes y aquellos que acariciaron nuestra infancia y adolescencia. Hoy quiero correr tras una bocanada de viento añejo para poder describir algunas de aquellas tan buenas sensaciones.

Un mes de julio de hace más de sesenta años:

Ronca el puchero de barro con bufidos de vapores de  torrefacto. El característico olor de la cebada tostada se mezcla con el penetrante de los picatostes. En la calle estos olores se difuminan con el tufo poco agradable del rebaño de cabras que  a primeras horas de la mañana, el cabrero sirve la leche directamente desde las ubres a la botella.  Dentro de la casa, una maceta de albahaca que está cerca del botijo de agua, me perfuma al acariciarla con su fresco y mentolado olor. En la era huele a parva recién volteada para más ruedas de trilla, también huele a las cañas secas de la mieses al ser trituradas, a eneldos (nerdos) prisioneros entre los haces, y al salitre de los garbanzos, mezclándose todas estas fragancias con el del trigo al ser envasado. Ninguno de estos olores puede competir con el perfume de la matalahúga que aderezan las casas después de recolectarla. Otro olor compite con este último en mi casa, es el que emana una orza de barro que lleva expuesta al sol en la azotea varios días y que sus efluvios se expanden entre el pajón que le sirve de tapadera. Es el muy oloroso de las alcaparras que ya están en su punto. Las casetas de los turroneros que se están instalando en el ferial huelen a carpintería. Una  mujer durante la siesta riega la puerta de su casa para refrescar el ambiente, y al momento, el olor inconfundible a tierra mojada baña la calle. Es la hora de ir a escondidas del hortelano a bañarse en su alberca. Allí, las matas de tomates nos regalan, a mí, y a otros niños, su agradable olor, como el de la higuera al tratar de averiguar si tiene higos maduros. Un cañaveral nos proporciona una caña para el lanzamiento de los huesos de “majuletas” y su frescura al ser cortada por la navaja desprende un aroma muy peculiar.

A media tarde, el del  melocotón, junto con el de la canela, ambos olores, aderezan el ponche torrecampeño. Antes del atardecer hay que recoger los jazmines para fraguar las moñas que lucirán las mujeres torrecampeñas en el pelo o en su pecho. Su perfume embriagador dicen que es el aroma de la dulzura femenina. Para este que escribe es el aroma del verano. Al esconderse el sol abrirán los jazmines. Los dompedros de los arriates del Cine Paseo también abrirán sus flores para ver gratis la película.

Hoy, en el mes de julio, cuando la mayor parte de las flores ya se marchitaron en nuestros campos, quedan plantas muy olorosas que impregnan el aire de nuestra sierra como el tomillo aceitunero y el mejorano que florecen en este tiempo y que aderezado con el de los pinos y otras plantas autóctonas de nuestra sierra, en bocanadas frescas y en noches tórridas, bajan hasta el pueblo colándose por los balcones, refrescando a insomnes longevos que lo agradecen y a jóvenes trasnochadores que muy posible estén estrenando su primer amor, el amor siempre recordado del verano.    

Cada pueblo tiene su propio aroma, algo así como su ADN, el del Torredelcampo, nuestro pueblo, es muy peculiar. Algún día figurará en un código de barras, o QR,  pero mientras eso llega  he tratado de recrear tu impronta sensorial con algunas fragancias que  he relatado y que estoy seguro te habrán transportado a un lugar en el tiempo, en un viaje que te habrá servido para ajustar el mapa de tu memoria perfumando y despertando recuerdos.

¡Feliz verano!

VEZA


 


Si en nuestro pueblo preguntásemos a cualquier joven, o aventurándome más, a algunos de los que casi rayan mi edad, qué es la veza, estoy por apostar que no sabrían decir que se trata de una planta leguminosa que se recolectaba en nuestro término hace muchos años para alimentar a los animales, en su mayor parte a  rumiantes como las cabras.

Las tierras que el año anterior habían estado sembradas por cereales, al siguiente, en rotación bienal, se dejaban descansar sembrando en los barbechos legumbres como, veza, habas, garbanzos, yeros, etcétera, consiguiendo con estos cultivos no esquilmar la tierra  ayudando con ello a su oxigenación.

Solía sembrarse en el mes de octubre. Del cebero donde se depositaba la simiente, caminando detrás del arado, se iba echando la veza a cada paso en el surco los granos  que cabían en los cuatros dedos de la mano, granos que eran sepultados en el surco siguiente. Después, al cabo de unos meses, cuando ya se distinguían  las matas desde lejos, llegado el mes de marzo, había que escardar el terreno eliminando las malas hierbas de la plantación.  

Durante el periodo de floración, en el mes de mayo, era un espectáculo contemplar el rojo purpureo de las flores de la veza  que inundaban todo el sembrado, resaltando estas, del verde intenso de sus matas y confundiéndose con el de los floridos gladiolos silvestres (paillas) que poblaban muchos de estos sembrados, que gallardos ellos, presumían de su belleza y estatura. El macho de nuestra perdiz roja le regalaba a su hembra cada atardecer y amanecer su característico canto entre la hermosura de estas flores.

A mediados de junio la veza ya estaba por lo general granada. Señal inequívoca era, cuando las vainas, -en nuestro pueblo “carruchas”- de la legumbre, adquirían un color amarillento llegando entonces a recolectarse. El trabajo de la recolección de la veza era uno de los más agotadores y penosos que solían sufrir la gente del campo, pues dado que la veza es una planta trepadora, las ramas de las matas se entrelazaban unas con otras llegando a formar una tupida red o maraña acostadas en el suelo, por lo que la mejor manera de recolectar esta herbácea era con la hoz a ras de tierra haciendo abultados ovillos a los que se les llamaba “boliches”. Ni que decir tiene que el dolor de la rabadilla estaba asegurado al estar encorvado todo el día con la cabeza a  veinte centímetros del suelo. Durísimo este trabajo, pero nada imposible, creo que hasta holgado, para aquellos aguerridos y curtidos hombres del campo.

En ocasiones, en las hazas ya recolectadas, se solía ver algún rodal de aproximadamente un metro cuadrado sin segar, era cuando se descubría algún nido de perdiz que había sido indultado por el labrador. Hasta ahí llegaba el grado de concienciación de aquellos hombres por el entorno y en estas ocasiones por un ave a la que muchos como yo echamos de menos hoy en el término de nuestro pueblo, pues  es inusual y extraño ahora en el campo oír su aleteo tan especial al salir huyendo al descubrirnos, como también su canto tan característico. 

Pero volviendo a la veza, los ovillos o “boliches” expuestos al sol durante días se barcinaban después transportándolos en narrias hasta la era más próxima a la que previamente se había acondicionado dándole rulo al suelo. Se trillaba y se ablentaba y después aquellos granos parduzcos tirando a negros se envasaban para la venta a los marchantes que se dedicaban a la compraventa de este y de otros productos recolectados. La paja de este forraje a lo que en nuestro pueblo se le llamaba “gárgula” era muy codiciada por los cabreros de nuestro pueblo que hacían acopio de ello para alimentar al ganado.  

Retengo en mi memoria el paisaje de las vezas diseminadas por muchos puntos del término de nuestro pueblo, pero las mejores fotografías que guardo en mi mente corresponden a las que poblaban las laderas del cerro de Santa Ana, pues lograban ser de una frondosidad exuberante.

Ya que estoy adentrado en las legumbres y en  nuestro cerro, no quiero olvidarme de aquellas parcelas en las que casi coronando el monte, todos los años sembraban lentejas, de las que por cierto puedo dar fe de que eran muy ricas. Si hoy una buena parte de la gente de nuestro pueblo le extraña que esta leguminosa y la anterior, la veza, llegaran a recolectarse en nuestro término hace cincuenta años o más, qué será dentro de unas décadas si alguien como yo no deja constancia de ello.

Nosotros nos iremos, pero la escritura perdurará en el tiempo.