Si en nuestro pueblo
preguntásemos a cualquier joven, o aventurándome más, a algunos de los que casi
rayan mi edad, qué es la veza, estoy por apostar que no sabrían decir que se
trata de una planta leguminosa que se recolectaba en nuestro término hace
muchos años para alimentar a los animales, en su mayor parte a rumiantes como las cabras.
Las tierras que el año
anterior habían estado sembradas por cereales, al siguiente, en rotación
bienal, se dejaban descansar sembrando en los barbechos legumbres como, veza,
habas, garbanzos, yeros, etcétera, consiguiendo con estos cultivos no esquilmar
la tierra ayudando con ello a su
oxigenación.
Solía sembrarse en el
mes de octubre. Del cebero donde se depositaba la simiente, caminando detrás
del arado, se iba echando la veza a cada paso en el surco los granos que cabían en los cuatros dedos de la mano,
granos que eran sepultados en el surco siguiente. Después, al cabo de unos
meses, cuando ya se distinguían las
matas desde lejos, llegado el mes de marzo, había que escardar el terreno
eliminando las malas hierbas de la plantación.
Durante el periodo de
floración, en el mes de mayo, era un espectáculo contemplar el rojo purpureo de
las flores de la veza que inundaban todo
el sembrado, resaltando estas, del verde intenso de sus matas y confundiéndose
con el de los floridos gladiolos silvestres (paillas) que poblaban muchos de
estos sembrados, que gallardos ellos, presumían de su belleza y estatura. El
macho de nuestra perdiz roja le regalaba a su hembra cada atardecer y amanecer
su característico canto entre la hermosura de estas flores.
A mediados de junio la
veza ya estaba por lo general granada. Señal inequívoca era, cuando las vainas,
-en nuestro pueblo “carruchas”- de la legumbre, adquirían un color amarillento
llegando entonces a recolectarse. El trabajo de la recolección de la veza era
uno de los más agotadores y penosos que solían sufrir la gente del campo, pues dado
que la veza es una planta trepadora, las ramas de las matas se entrelazaban
unas con otras llegando a formar una tupida red o maraña acostadas en el suelo,
por lo que la mejor manera de recolectar esta herbácea era con la hoz a ras de
tierra haciendo abultados ovillos a los que se les llamaba “boliches”. Ni que
decir tiene que el dolor de la rabadilla estaba asegurado al estar encorvado
todo el día con la cabeza a veinte
centímetros del suelo. Durísimo este trabajo, pero nada imposible, creo que
hasta holgado, para aquellos aguerridos y curtidos hombres del campo.
En ocasiones, en las
hazas ya recolectadas, se solía ver algún rodal de aproximadamente un metro
cuadrado sin segar, era cuando se descubría algún nido de perdiz que había sido
indultado por el labrador. Hasta ahí llegaba el grado de concienciación de
aquellos hombres por el entorno y en estas ocasiones por un ave a la que muchos
como yo echamos de menos hoy en el término de nuestro pueblo, pues es inusual y extraño ahora en el campo oír su
aleteo tan especial al salir huyendo al descubrirnos, como también su canto tan
característico.
Pero volviendo a la
veza, los ovillos o “boliches” expuestos al sol durante días se barcinaban
después transportándolos en narrias hasta la era más próxima a la que
previamente se había acondicionado dándole rulo al suelo. Se trillaba y se
ablentaba y después aquellos granos parduzcos tirando a negros se envasaban
para la venta a los marchantes que se dedicaban a la compraventa de este y de
otros productos recolectados. La paja de este forraje a lo que en nuestro
pueblo se le llamaba “gárgula” era muy codiciada por los cabreros de nuestro
pueblo que hacían acopio de ello para alimentar al ganado.
Retengo en mi memoria
el paisaje de las vezas diseminadas por muchos puntos del término de nuestro
pueblo, pero las mejores fotografías que guardo en mi mente corresponden a las
que poblaban las laderas del cerro de Santa Ana, pues lograban ser de una
frondosidad exuberante.
Ya que estoy adentrado
en las legumbres y en nuestro cerro, no
quiero olvidarme de aquellas parcelas en las que casi coronando el monte, todos
los años sembraban lentejas, de las que por cierto puedo dar fe de que eran muy
ricas. Si hoy una buena parte de la gente de nuestro pueblo le extraña que esta
leguminosa y la anterior, la veza, llegaran a recolectarse en nuestro término
hace cincuenta años o más, qué será dentro de unas décadas si alguien como yo
no deja constancia de ello.
Nosotros nos iremos,
pero la escritura perdurará en el tiempo.
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