sábado, 2 de octubre de 2021

LA CAMPIÑA, HORIZONTE CERCANO


 


Dolía el silencio que imperaba en la lejana campiña. Un sol mañanero agosteño se recostaba en todas las múltiples colinas y altozanos calentando con su estufa veraniega a aquél cambiado y extraño paisaje tan distinto de aquél otro que yo guardaba en mi memoria. Sentado en el poyete de un casi derruido cortijillo miraba a ese horizonte de olivares que llegaban a perderse en la lejanía besando en su recorrido antes de llegar a Sierra Morena al vecino cortijo de Mingo López y al cercano pueblo de Arjona. Por un momento pensé en lo reconfortante que sería para aquellos hombres que les dieron vida al cortijo después de una dura jornada, el contemplar una puesta de sol desde allí donde estaba yo sentado, y los imaginé por un momento descansando en ese poyete desde lo más alto de la pronunciada colina donde estaba enclavado el cortijillo, el cual, con mucha dignidad se resistía a morir. Debió de ser este un cortijo muy singular dado que hasta tenía una pila para lavar la ropa. Una lagartija me miró extrañada y se internó de manera acelerada por entre la grieta de una de sus paredes. El redondel de la era, casi imperceptible, disfrazaba su círculo con algunas matas de alcaparreras salpicadas por detonados cartuchos de cazadores.

Un silencio monástico envolvía el paisaje al que extrañaba yo tanto. En mi memoria aquél otro tan distinto de cereal y barbechos, donde las lindes del minifundio competían con aquellas otras latifundistas formando dibujos de rectángulos y cuadrados como los remiendos en los pantalones de aquellos antiguos jornaleros. No vi ninguna linde entre la selva de olivares, ni aquellos montones de piedras fabricadas por los primeros colonos que roturaron estas tierras a los que dieron el nombre de majanos, yaciendo estas ahora enterradas en las “camadas” o calles del olivar que devoró sesenta años atrás al paisaje recordado por mí, a aquél de cereales y leguminosas. Solo en una colina puntiaguda y lejana, prevalecía el amarillo del rastrojo compitiendo con el del verde del olivar que todo lo invadía. Olivares que clamaban al cielo en un lamento silente que llorara agua sobre ellos para calmar su sed y así terminar de padecer su prolongada sequía.

Después de un buen rato expansionándonos en aquél grato lugar, el trio de torrecampeños del que yo formaba parte, seguimos nuestro recorrido descolgándonos por intrincadas cañadas, coronando lomas y bajando cuestas como en un carrusel, a veces, por carriles que el coche iba fabricando en olivares binados. Excepto las olivas, todo estaba agostado, hasta los carrizos de los “salaos” pintaban de amarillo. En una umbría cañada observé unas matas de juncos, seguro que tiempo atrás seria terreno apto para el melonar. Visitamos cortijillos en los que los muros, tejas y cascotes formaban un montón de escombros, y cortijos de renombre derruidos, uno hasta con aljibe, mostrando algunos de ellos enseres que adornaban estancias cuando fueron abandonados y que ahora amenazaban desplomarse en cualquier momento para formar parte del cúmulo de ripios que se apilaban en el suelo.  Casi todo esto, sin antes haberlo visitado, coincidía con lo que un día yo escribí:          

Hay un cortijo en mi pueblo donde el hambre yace amortajada con harapos negros.

Hay ventanas por las que entran raquíticas palomas  que se posan antes de morir en estacas donde  colgaban talegas  con pan duro.

Hay una mancha en la pared donde pendía un viejo candil que alumbró el parto de una niña analfabeta.

Hay una chimenea donde con lumbres de estiércol seco, roncaban pucheros en los que bailaban al son de la música de sus hervores, contados y desamparados garbanzos.

Hay un pajar en el que llueve, donde los muleros ya no  juegan a las cartas las tardes de tormenta.

Hay grietas en sus muros por donde en noches de plenilunio emergen murciélagos que escalan hasta la luna para amamantarse de ella.   

Hay en el suelo muelles oxidados del somier donde la cortijera dormía soñando con bañarse en el mar que nunca conoció.

Hay una cuadra donde los cascotes reposan en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas.

Hay un aljibe donde en su profundidad beben agua vieja  jornaleros muertos.

Hay una teja inclinada que perfora la pared de una ruinosa habitación donde ahora solo mean las lagartijas.

Hay piedras en el pavimento que dejaron de  brillar por el suave roce de las albarcas.

Hay una alacena arrumbada donde nunca albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro.

Hay una destartalada puerta en el suelo con clavos corroídos por la herrumbre que soportó los silbidos del viento  de más de mil temporales.

Hay cientos, miles de olivos a su alrededor que pertenecen al dueño del cortijo a quien no conocen, ya  que nunca les agasajó con una caricia de azadón.   

Hay plantas  parásitas sin escardar  en los muros del cortijo esperando a que el niño cortijero la desmoche con su   heredado y desgastado almocafre de desdichas.

Hay días donde la luna quiere seguir acostada en el sudoroso jergón donde murió el abuelo.

Hay noches que se oyen lamentos, pero son el alma de desgarrados fandangos cantados por finados jornaleros que ansían  volver a vivir otra vez en aquel cortijo.

 

De regreso, el coche de Juan Real roncaba subiendo por la falda Norte de Grajales, el monte que siendo viejo, sigue presumiendo de ser el más alto de la zona y en el que en su cúspide estaba el cortijo de Antonio el Jamilenuo, y fue allí, desde la atalaya de este picacho donde se fraguó la frase: <<Esto es ver mundo>>, aplicada a uno de una cuadrilla que estaba escardando y el hombre no había visto horizontes tan lejanos. Tengo recuerdos para escribir un libro del paraje de Grajales. José Alcántara, mi otro acompañante, antes de llegar al Berrueco, de su garganta brotó un fandango con letra hilvanada por él. Dos olés prolongados se desparramaron por las ventanillas del vehículo e invitaron a las cigarras a aplaudirle con su característico cántico.

 

Doy gracias a mis dos anfitriones que me hicieron muy feliz, llevándome a sitios, algunos, donde nunca hice veredas, allí casi hasta el final de las lindes de nuestro pueblo, el final de la campiña, horizonte no muy lejano.

 

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

 

 

 

               

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