Dedicado a todas las personas mayores de nuestro pueblo el 1 de octubre, celebridad del día internacional de este colectivo
del que yo formo parte.
El personaje de esta historia es ficticio. Cualquier parecido con
la realidad será pura coincidencia.
Son las siete de la mañana. Dolores lleva despierta desde las
cinco dando vueltas en la cama sin encontrar una postura que le calme el dolor
de su artrosis o “dolemas”, vocablo con el que identifica a su sufrimiento. Se
levanta y mira por la ventana de su habitación. Se alegra porque está
lloviendo. Brilla la lluvia a través de la anaranjada luz de la
farola próxima a su casa y se distrae viéndola dispersarse dentro de un
haz cónico luminoso como el rociador de una ducha entre un suave balanceo de
gotas acristaladas mecidas por el viento hasta llegar al suelo.
Otro día más como el de ayer, dice para sus adentros mientras se
viste. Hace frio, el propio de mediados de noviembre. Se cuelga al cuello el
cordón de tele-asistencia, se asea y baja hasta la planta baja. Una vez allí se
cubre las espaldas con un chal y penetra hasta el fondo del patio de la casa
regresando con un brazado de delgados palos de olivo. Rasca con unas tenazas de
avivar el fuego el grueso tronco de la lumbre del día anterior que restaba por
arder y al momento saltan rojas ascuas sobre el suelo limpio de cenizas
entre una nube de chispas que se pierden centelleando chimenea arriba. Al poco,
la luz del recién inaugurado fuego se proyecta sobre la figura de Dolores
iluminando a vaivenes su agraciado rostro que a sus ochenta y cinco años sigue
reteniendo todavía parte de aquel donaire del que presumía en su juventud.
Permanece junto al fuego con las palmas de las manos extendidas hacia las
llamas mientras organiza sus pensamientos.
Otro día más sin tener a su lado al hombre que la hizo feliz,
aquél que fuera su esposo, padre ejemplar, y buena persona, muy querido y
valorado en el pueblo, cualidades todas almibaradas con la ternura que emanaba
cuando estaba junto a su nieto. Ya hace más de cinco años que vive sola porque
así lo quiere ella, pero desde que su marido falleció nunca se ha sentido
aislada, ni familiar, ni socialmente.
Dolores, sigue contemplando la lumbre ensimismada en sus
pensamientos buscando recuerdos felices vividos junto a su marido sin reparar
que poco a poco la luz del amanecer se va filtrando a través de la cortina de
la estancia anunciando el nuevo día. Ahora, como todos los días, abrirá la
puerta de su casa, manera de advertir a los buenos vecinos de la calle que ya
está activa. Después, mientras desayuna pan tostado regado con aceite, beberá
sorbo a sorbo un vaso de leche aprovechando en uno de esos tragos ingerir la
medicación para sus patologías. La llamada de su hija no se hará esperar
interesándose por ella. Hoy es domingo, el día más feliz de la semana para
Dolores, pues hoy se reunirán para comer, así que debe de darse prisa en
adecentar la casa que la tiene siempre como los chorros del oro, pues su mayor
hobby es la limpieza, pero los días así, como ella dice, solo reparará en
aquello que siempre ven las suegras.
Sigue lloviendo. Ya se lo anticipó su nieto ayer –Abuela que
mañana va a llover y será un buen día para comer migas-, por esto
reposa el pan desmenuzado en la cocina desde la noche anterior. Su yerno
es el encargado de la logística, al menos dos veces al mes le hace la compra,
pero a menudo debe de ir ella a comprar aquello que se olvidó. Cuando la
pandemia acabe, no le importará para distraerse ir todos los días al mercado,
aunque los yogures sigan estando en pack de cuatro, y no en unidades como ella
quisiera para dar más viajes.
A la hora del almuerzo le agradará recibir agasajos, resaltando lo
ricas y deliciosas que resultaron las migas, pero ni punto de comparación con
las que hacía el abuelo, repetirá ella. Su hija, después de la sobremesa, le
ayudará a poner en orden la cocina, y al rato volverá a quedar sola nuevamente.
Será entonces cuando repasará los momentos vividos, lo mejor, la sonrisa de su
nieto al hurgar detrás del retrato de su abuelo y recoger como todos los
domingos veinte euros que ella le deja. -No te los doy yo, te los da el abuelo-
le repetirá como siempre. Por la tarde se arreglará para ir a misa, no le gusta
presumir, pero quiere que la gente a su paso diga –qué señora más elegante-. A
la salida, charlará con su amiga y se pondrán al día de todo el cotilleo del
pueblo destacando en sus conversaciones los fallecimientos habidos últimamente,
pero a Dolores, aunque ya es mayor, lo de morirse por ahora no le quita el
sueño mientras digan de ella que es muy “fuguilla” y que está “acartoná”,
palabras torrecampeñas que significan que es muy activa y que goza de buena
salud, cosas que son ciertas.
Otra noche más cerrará la puerta de su casa y después de tomarse
un vaso de leche y unas galletas, esperará la llamada de su hija deseándole
buenas noches. La noche es lo que más teme, es donde la soledad se aúna con sus
recuerdos consiguiendo que más de una lágrima resbale por su rostro, aunque
esta soledad que sufre sea una soledad elegida, pues no quiso cuando su marido
falleció irse a casa de su hija, –No quiero ser un estorbo a vuestra felicidad-
alegó. Comentan, y esto la sosiega, que, si la soledad es mala, la soledad en
compañía es mucho peor.
Sabe que cualquier día tendrá que recurrir a los Servicios
Sociales para que les echen una mano en las tareas domésticas dado que su hija
trabaja, o tal vez ingresará en el Centro de Día para Mayores, pero, aunque
esto le da tranquilidad, Dolores lo que quiere es que la pandemia acabe cuanto
antes para integrarse en algunas de las actividades que el Área de Bienestar
Social del Ayuntamiento pondrá de nuevo en funcionamiento.
En la habitación, antes de acostarse quiso mirar por la ventana.
Se valió de una mano para limpiar en un trozo del cristal de uno de los
postigos el vaho consiguiendo que una gota de agua, fruto de la condensación,
resbalase velozmente hasta llegar al junquillo. Afuera, las luces de las
farolas se dejaban abrazar por una espesa niebla anaranjada además de por el
silencio y la desnudez de la calle. A lo lejos, un perro ladrando con aullidos
lastimeros sobrecogía.
Cuando Dolores se durmió, este que escribe, con mucho sigilo, se
acercó hasta su cama y la besó en la frente. Mi madre desde el cielo me lo
agradeció.
Antero Villar Rosa
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