La luna, al salir, se
mira en el espejo de una alberca de la sierra, se perfuma con una mata de
mejorana y corre veloz pendiente abajo para pintar con su brillo plateado los tejados de
nuestro pueblo. Como siempre, generosa ella, primero les regala a los de la
Fuente Nueva una mano de pintura con un brillo tan especial que los demás
tejados sienten celos cuando algunos gatos en noches de plenilunio corren a
bañarse con esa otra más radiante luz de plata que llega a cambiarle su
primitivo color negro por el azulado emitiendo por ello al verse tan
engalanados, lamentos amorosos muy pasionales.
Mi junta de amigos,
todos imberbes, cada noche, como los gatos que hago referencia, solíamos
refugiarnos en El Macizo, todo modernidad en aquellos tiempos. ¡Ronda!,
¡Chiquitilla!, ¡Diez cartas! ¡A beber! ¡Ronda de caballos! ¡Yo, de reyes, así
que habéis “palmao”! Jugábamos a las cartas, pero a lo que jugábamos era a ser
hombres queriendo parecernos a ellos. En el trabajo sin tener edad ya lo
demostrábamos a diario, y también como estas veces, bebiéndonos una botella de
vino de barril, allí, en una de las habitaciones del bar referido entre el humo
de los cigarros de la marca Ideales que previamente habíamos comprado en el
quiosco del Vegeto, mientras que en la calle, el sonido de los caños de la
fuente al derramarse, seguían cantando los mismos y repetidos fandangos que
cuando era niño y Pedro Balbín nos mandaba en el recreo a beber agua.
Desde mi más tierna
infancia la Fuente Nueva ha sido un barrio que me ha cautivado, mayormente por
ser la puerta de la sierra, la sierra de
la que nuestros abuelos y personas mayores nos regalaban historias de
bandoleros que servían para reforzar nuestras fantasías infantiles. Lo que no
era fantasía era ir a ayudarle a mi madre a llevar la ropa lavada hasta nuestra
casa desde el lavadero municipal que hacía pared con la fuente. <<Ana María, qué le debo a
usted>>, <Dame dos reales>>le contestaba esta mujer encargada
del lavadero después de decirle mi madre las prendas que había lavado. Mi madre
con una canasta en la cintura donde llevaba la piedra y una mano en otra
canasta que era la más pesada a la que yo le ayudaba aferrado a una de sus asas,
asa que se incrustaba en mis tiernas manos dibujando en la carne el molde de
las varetas con las que fue construida, lo que resultaba ser para mí un
tormento. La calle Quebradizas era testigo de ello, como así la enorme puerta
de madera ya carcomida por el tiempo que servía de entrada a la Huerta el
Patrón, y también su largo muro que enfilaba calle abajo y por el que asomaba un frondoso celindo, que estoy
seguro se empericaba para ver a las higueras y granados que emergían de los
corrales de la acera de enfrente. Las flores de este celindo servían muchos
años para engalanar la imagen de San Isidro al procesional el día del patrón de
los agricultores. Más adelante, hasta llegar al puente, podrían dar fe de lo
que digo si existieran, el molino de aceite, la herrería de Mozas, y la fábrica
de yeso de El Olivo, y cómo no, las innumerables cagarrutas con las que estaba
siempre sembrada la calle por ser paso de los rebaños hacia los pastos de la
sierra, motivo este por el que hasta mucho tiempo atrás estuve en la creencia
de que Cabraisas, como nosotros conocemos a esta calle, le viniera de ahí.
Pero sin querer, me he alejado
del barrio al que vuelvo rápidamente porque quiero retratar con las palabras
algunos flashes del pasado que tengo almacenados en mi memoria de aquella
Fuente Nueva y de sus calles aledañas cuando mis amigos y yo solíamos rondar
por allí. Juanito Peragón “Juan Mateo” que aparece en la fotografía, -el
segundo de la izquierda agachado-, él y su padre, albañil este de reconocida
fama, ayudaron a transformar el barrio,
pues construían una casa totalmente terminada en poco más de cuarenta días,
“Los albañiles de los pobres”, así se les conocían. Al escribir el nombre de
Juanito he mirado al cielo ya que nos dejó hará más de tres décadas este buen amigo
de la infancia del que conservo muy buenos recuerdos.
Y fue así como de esta
manera, poco a poco, las nuevas construcciones fueron devorando a las tierras
próximas a la fuente, y el barrio creció de manera espectacular gracias a las divisas
ganadas con mucho esfuerzo y sacrificio en países lejanos por aquellos
emigrantes torrecampeños que ansiaban de manera primordial tener un hogar de su
propiedad.
En nuestro pueblo
existen calles que perdieron hace mucho tiempo ese rancio sabor a pueblo, -repasando,
no encuentro otra razón más que la falta de comunicación entre los vecinos-. La
Carrera Baja desde siempre ha sido y sigue siendo un ejemplo de todo lo
contrario. La recuerdo por la noche en esos inviernos de eternos temporales
donde las tintineantes luces que pendían de un lado a otro de la calle se
mecían entre la bruma, adobada esta por el olor a las ricas morcillas que
elaboraba Facundo, mezclándose este grato aroma con el de la turbia mescolanza
del chocolate, especias, y otros olores que se desparramaban de la tienda de ultramarinos de Dolores. A primeras horas de
la mañana, el ruido de las escobas de las mujeres barriendo sus puertas se
confundía con el gratificante, clic, clic, clic, salido de la barbería de
Federico,-me dijo un día que a los acordes de sus tijeras más de un cliente
quedó dormido en su sillón-. Los corrillos de tertulianos en la glorieta de la
Fuente Nueva desde primeras horas daban vida a esta plazoleta poniéndose al día
los unos a los otros de los últimos acontecimientos habidos en el pueblo. El
paso de Nuestro Padre Jesús en Semana Santa al amanecer llegando al final de la
Carrera Baja, era un privilegio poder contemplar a la tan sagrada y venerada imagen
desde allí teniendo como fondo la sierra, ya que el lucero del alba refulgía en
el cielo como caballo luminoso y pareciera aspirar querer aproximarse para ser
cirio en la procesión.
No quiero olvidarme de
la calle Las Parras, algo más angosta pero llena de luz y con mucho encanto
donde los geranios en algunos de sus balcones han servido y sirven para alegrar
al paseante.
Cuando el grupo de
amigos regresábamos a nuestro barrio del Camino de la Estación, teníamos la
costumbre de hacerlo por La Puentecilla, donde desde una determinada casa el
olor a rebaño de cabras era muy notable. A veces, haces de ramón amontonado en
la puerta servían para identificar la vivienda del cabrero.
Hoy he querido pasear
mis recuerdos por un barrio con pueblo, por
el barrio de la Fuente Nueva que tiene el privilegio de venerar a la Virgen del
Carmen por la que en su honor, cada año, se celebra una feria cada vez más
afamada, todo, porque el barrio es una gran familia.
Amigos y amigas, espero
os haya gustado este paseo en el que algunos episodios narrados sucedieron hace
más de sesenta años, feria arriba, o feria abajo. Recuerdos todos de un barrio
al que abrazo desde la distancia de manera muy efusiva.
Antero Villar Rosa
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