sábado, 2 de octubre de 2021

LA FUENTE NUEVA


 


La luna, al salir, se mira en el espejo de una alberca de la sierra, se perfuma con una mata de mejorana y corre veloz pendiente abajo para  pintar con su brillo plateado los tejados de nuestro pueblo. Como siempre, generosa ella, primero les regala a los de la Fuente Nueva una mano de pintura con un brillo tan especial que los demás tejados sienten celos cuando algunos gatos en noches de plenilunio corren a bañarse con esa otra más radiante luz de plata que llega a cambiarle su primitivo color negro por el azulado emitiendo por ello al verse tan engalanados, lamentos amorosos muy pasionales.

Mi junta de amigos, todos imberbes, cada noche, como los gatos que hago referencia, solíamos refugiarnos en El Macizo, todo modernidad en aquellos tiempos. ¡Ronda!, ¡Chiquitilla!, ¡Diez cartas! ¡A beber! ¡Ronda de caballos! ¡Yo, de reyes, así que habéis “palmao”! Jugábamos a las cartas, pero a lo que jugábamos era a ser hombres queriendo parecernos a ellos. En el trabajo sin tener edad ya lo demostrábamos a diario, y también como estas veces, bebiéndonos una botella de vino de barril, allí, en una de las habitaciones del bar referido entre el humo de los cigarros de la marca Ideales que previamente habíamos comprado en el quiosco del Vegeto, mientras que en la calle, el sonido de los caños de la fuente al derramarse, seguían cantando los mismos y repetidos fandangos que cuando era niño y Pedro Balbín nos mandaba en el recreo a beber agua.

Desde mi más tierna infancia la Fuente Nueva ha sido un barrio que me ha cautivado, mayormente por ser la puerta de la sierra,  la sierra de la que nuestros abuelos y personas mayores nos regalaban historias de bandoleros que servían para reforzar nuestras fantasías infantiles. Lo que no era fantasía era ir a ayudarle a mi madre a llevar la ropa lavada hasta nuestra casa desde el lavadero municipal que hacía pared con la fuente.         <<Ana María, qué le debo a usted>>, <Dame dos reales>>le contestaba esta mujer encargada del lavadero después de decirle mi madre las prendas que había lavado. Mi madre con una canasta en la cintura donde llevaba la piedra y una mano en otra canasta que era la más pesada a la que yo le ayudaba aferrado a una de sus asas, asa que se incrustaba en mis tiernas manos dibujando en la carne el molde de las varetas con las que fue construida, lo que resultaba ser para mí un tormento. La calle Quebradizas era testigo de ello, como así la enorme puerta de madera ya carcomida por el tiempo que servía de entrada a la Huerta el Patrón, y también su largo muro que enfilaba calle abajo y por el  que asomaba un frondoso celindo, que estoy seguro se empericaba para ver a las higueras y granados que emergían de los corrales de la acera de enfrente. Las flores de este celindo servían muchos años para engalanar la imagen de San Isidro al procesional el día del patrón de los agricultores. Más adelante, hasta llegar al puente, podrían dar fe de lo que digo si existieran, el molino de aceite, la herrería de Mozas, y la fábrica de yeso de El Olivo, y cómo no, las innumerables cagarrutas con las que estaba siempre sembrada la calle por ser paso de los rebaños hacia los pastos de la sierra, motivo este por el que hasta mucho tiempo atrás estuve en la creencia de que Cabraisas, como nosotros conocemos a esta calle, le viniera de ahí.

Pero sin querer, me he alejado del barrio al que vuelvo rápidamente porque quiero retratar con las palabras algunos flashes del pasado que tengo almacenados en mi memoria de aquella Fuente Nueva y de sus calles aledañas cuando mis amigos y yo solíamos rondar por allí. Juanito Peragón “Juan Mateo” que aparece en la fotografía, -el segundo de la izquierda agachado-, él y su padre, albañil este de reconocida fama, ayudaron a  transformar el barrio, pues construían una casa totalmente terminada en poco más de cuarenta días, “Los albañiles de los pobres”, así se les conocían. Al escribir el nombre de Juanito he mirado al cielo ya que nos dejó hará más de tres décadas este buen amigo de la infancia del que conservo muy buenos recuerdos.

Y fue así como de esta manera, poco a poco, las nuevas construcciones fueron devorando a las tierras próximas a la fuente, y el barrio creció de manera espectacular gracias a las divisas ganadas con mucho esfuerzo y sacrificio en países lejanos por aquellos emigrantes torrecampeños que ansiaban de manera primordial tener un hogar de su propiedad.

En nuestro pueblo existen calles que perdieron hace mucho tiempo ese rancio sabor a pueblo, -repasando, no encuentro otra razón más que la falta de comunicación entre los vecinos-. La Carrera Baja desde siempre ha sido y sigue siendo un ejemplo de todo lo contrario. La recuerdo por la noche en esos inviernos de eternos temporales donde las tintineantes luces que pendían de un lado a otro de la calle se mecían entre la bruma, adobada esta por el olor a las ricas morcillas que elaboraba Facundo, mezclándose este grato aroma con el de la turbia mescolanza del chocolate, especias, y otros olores que se desparramaban de la tienda de  ultramarinos de Dolores. A primeras horas de la mañana, el ruido de las escobas de las mujeres barriendo sus puertas se confundía con el gratificante, clic, clic, clic, salido de la barbería de Federico,-me dijo un día que a los acordes de sus tijeras más de un cliente quedó dormido en su sillón-. Los corrillos de tertulianos en la glorieta de la Fuente Nueva desde primeras horas daban vida a esta plazoleta poniéndose al día los unos a los otros de los últimos acontecimientos habidos en el pueblo. El paso de Nuestro Padre Jesús en Semana Santa al amanecer llegando al final de la Carrera Baja, era un privilegio poder contemplar a la tan sagrada y venerada imagen desde allí teniendo como fondo la sierra, ya que el lucero del alba refulgía en el cielo como caballo luminoso y pareciera aspirar querer aproximarse para ser cirio en la procesión.

No quiero olvidarme de la calle Las Parras, algo más angosta pero llena de luz y con mucho encanto donde los geranios en algunos de sus balcones han servido y sirven para alegrar al paseante.

Cuando el grupo de amigos regresábamos a nuestro barrio del Camino de la Estación, teníamos la costumbre de hacerlo por La Puentecilla, donde desde una determinada casa el olor a rebaño de cabras era muy notable. A veces, haces de ramón amontonado en la puerta servían para identificar la vivienda del cabrero.

Hoy he querido pasear mis recuerdos por un barrio con pueblo,  por el barrio de la Fuente Nueva que tiene el privilegio de venerar a la Virgen del Carmen por la que en su honor, cada año, se celebra una feria cada vez más afamada, todo, porque el barrio es una gran familia.

Amigos y amigas, espero os haya gustado este paseo en el que algunos episodios narrados sucedieron hace más de sesenta años, feria arriba, o feria abajo. Recuerdos todos de un barrio al que abrazo desde la distancia de manera muy efusiva.

Antero Villar Rosa

 

 

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