miércoles, 8 de abril de 2020

REVIVE LA SEMANA SANTA.



No habrá procesiones, pero sí Semana Santa. Las circunstancias tan difíciles que atravesamos hacen, que la procesión vaya por dentro en cada uno de nosotros. Leí una vez una frase que quiero compartir con vosotros: La Paz de Dios es el refugio perfecto para circunstancias imperfectas. Refugiémonos pues en esa paz en estos días, la paz que ahora estamos viviendo en cada uno de nuestros hogares durante nuestro largo enclaustramiento por culpa del coronavirus, y refugiémonos también en los recuerdos que tengamos de esas Semanas Santas que hemos vivido en nuestro pueblo.  Así pues, si quieres, te invito a acompañarme a revivir algunas escenas, muchas de ellas envueltas entre la niebla de añejos tiempos, rebuscadas entre el polvo del desván  donde se aposentan  en mi mente, y permíteme que  con tu permiso te muestre algunas instantáneas dibujadas con mi pluma. 
Recuerdo que…
Al poco de comenzar la cuaresma empezaba el concurso de saetas en la radio, en aquella EAJ61 Radio Jaén, donde los cantaores torrecampeños siempre sacaban buenas notas.  Era este el preludio de  la Semana Santa, y también cuando  nuestras madres se daban prisa para elaborar  en las panaderías aquellas magdalenas y  galletas onduladas tan ricas, las  que cuando el hornero introducía su pala de madera con la punta achicharrada y las sacaba del horno, no sólo bañaba con su grato olor su establecimiento, sino que llegaba a inundar la calle.

La tarde de Jueves Santo, la primera procesión. Mantengo viva en mi memoria la primera estampa que guardo del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz siendo niño. La expresión serena de su semblante, más la sangre en el costado y rodillas, me produjo desde el primer momento que guardo en mi memoria, un sentimiento difícil de describir, alimentado por las manifestaciones de mujeres con pañuelos negros en la cabeza y las manos entrelazadas que rezaban en una esquina moviendo los labios al paso de la imagen.  Siempre me he sentido impactado, embelesado y conmovido, como se sentiría Él ante mi tierna mirada, la mirada de este que escribe cuando era niño. 

Pero a los chiquillos los que más nos atraía era el oír la trompeta de sonido afilado de aquél soldao romano de cara tan arrugada como su corneta, y a los  de lanza, penacho, y casco de hojalata con visera de rejilla oscilante que les servían para ocultar su identidad, como hubiesen querido ocultar su rostro también algunos costaleros a sueldo que con su horquilla en la mano deseaban llegar con la imagen a la iglesia cuanto antes para festejar su salario. Detrás de la imagen descrita le seguía la de San Juan caminando al dulce bamboleo de su palma. La Virgen de los Dolores cerraba el séquito procesional escoltada por don Federico y don Lucas que a intervalos iban leyendo alguna meditación sobre la Pasión. Por la Carretera la banda de música a las órdenes del maestro Pancorbo interpretaba el Himno a Nuestro Padre Jesús y a sus bellos acordes la procesión parecía dormirse. Quién no llegaba a dormirse nunca era Juan González, el Ito, caminando siempre a pocos metros de la banda de música.

Delante de todo iba una enorme muchedumbre, la mayoría gente joven  paseando anunciando el paso de la procesión por las calles engalanadas con colgaduras en los balcones. Un hombre con un carro mezclado entre el gentío iba pregonando “arvellanas calenticas”, y desde allí, por el murmullo del vocerío no llegaban a percibirse los golpes dados con las palmas de la mano por los capataces en las andas que sonaban como trallazos en el silencio profundo de la procesión.

La procesión de la Soledad, la procesión del silencio, la procesión muda y callada en la que sólo se oía en el sigilo de la adentrada noche los pasos racheados de los anderos, aderezado todo ello en   un ambiente místico muy especial.  

El canto de las golondrinas en los balcones, sus gorjeos encadenados con su  tan característico final, me sigue recordando hoy cuando las oigo, a las madrugadas del Viernes Santo en el silencio de las calles lejanas a la procesión, queriendo alertar a los perezosos dormilones de que Nuestro Padre Jesús estaba procesionando. Recuerdo en esas madrugadas el olor a las infusiones de manzanilla, y al aguardiente que desprendían aquellas tabernas de mostrador de mármol de color blanco desgastado por su uso. Y cómo no destacar en la madrugá, las saetas nacidas de tan buenas y afinadas gargantas torrecampeñas. Los “sanjuanitas” y los soldaos romanos a caballo ponían un tinte simbólico y regio  a la procesión. Pero el mejor detalle para mi desde siempre ha sido el de la mujeres torrecampeñas ataviadas con mantilla que empuñando cetros y rosarios  iban distrayendo a su paso a la multitud, porque era tal su derroche de belleza y hermosura –hoy la nueva generación es todavía más guapa- que por unos instantes llegaban a alejar a quienes las miraban del sentimiento religioso propio del momento.

El Viernes Santo por la tarde, el Santo Entierro, estación de penitencia y recogimiento. Hombres con trajes negros escoltaban como guardia pretoriana a la imagen de Cristo yacente entre hileras de cirios encendidos y tintineantes, que parecían querer romper con sus destellos el oscuro manto de la noche.

El sábado de Gloria a las doce de la mañana el repique de campanas anunciaba la Resurrección de Jesús. Recuerdo que era costumbre ir a la iglesia a por agua bendita para rociar los rincones de las casas, costumbre esta ancestral hoy no llevada a la práctica.

Las cofradías desde mi niñez siguen representando a generaciones de torrecampeños, y se nos ofrecen hoy más fortalecidas con un presente muy esplendoroso, habiendo surgido en nuestro pueblo al día de hoy otras nuevas  que junto con las hermandades han de servir para transmitir la devoción y tradiciones  puestas en práctica en cada Semana Santa.

Este año como dije al principio, no habrá procesiones pero sí Semana Santa. No veremos a las procesiones descritas, ni el bambolear de las palmas en la procesión del Domingo de Ramos, ni a la imagen del Señor con su borriquita, pero sí se harán sentir otras palmas, aquellas que llegan al alma, la de los balcones a la ocho de la tarde. No veremos tampoco en la mañana del Domingo de Resurrección al Resucitado procesionando por nuestras calles entre el agradable sonido del volteo de campanas y revuelo de palomas. Lástima que no podamos tampoco después de las procesiones sentarnos a tomar en alguna terraza una cerveza con los amigos.

No habrá procesiones. La procesión la llevamos por dentro ahora cada uno de nosotros. Cuando esto termine volveremos a abrazarnos. Yo os mando desde la distancia uno muy fuerte envuelto entre plegarias para que la vacuna la descubran cuanto antes y esto acabe.

Termino con una frase de Michael Conrad que hacía de sargento de policía en la serie Canción triste de Hill Street y que algunos recordareis: Tengan cuidado ahí fuera.
No salgáis nada más que para lo imprescindible. Cuidaros.

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