(Hay días como el de hoy que mi estado de ánimo me invita a conocer
al niño que fui)
Llueve. Por la chimenea se cuelan algunas gotas que caen en
la lumbre produciendo un sonido bronco al hervor del agua en las ascuas. El
niño que acaba de levantarse se ha lavado la cara en una palangana llenando sus
manitas con agua y restregando esta sobre su rostro. Un puchero de barro con la
tapadera a la que le falta un trozo lleva rato roncando en el fuego mientras
que por el hueco roto fluye un chorro de vapor cuyo olor inconfundible a café
de cebada tostada inunda la cocina de la casa. La abuela que molió en un
aparato de mano el sucedáneo de café, recoge ahora con una escoba de palmito la
hojarasca que se ha esparcido por la estancia a la hora de encender el fuego
mientras que el niño observa entretenido como van cayendo gotas y más gotas de
agua en la lumbre.
Poco después, el padre que había estado echando un pienso a
las bestias en la cuadra próxima a la cocina, corta pan en finas lonchas y se
las da a su mujer que las deposita en una sartén con aceite hirviendo. El
humillo característico a pan frito se mezcla con el del puchero y levanta el
apetito del niño que no tarda en degustar dos picatostes sopados en un tazón
repleto del negro brebaje. Son pobres, y por este motivo la leche no entra en
su casa nada más que cuando alguno de ellos está enfermo.
El niño con pantalón corto y un jersey o saquito de cadenetas
que le tejió la abuela, se dispone a ir a la escuela, pero antes, se ha calzado
unas botas de cuero que le hizo a medidas bastantes holgadas el año pasado el
zapatero a las que su madre acaba de limpiar y sacar brillo con
un líquido rojo llamado dandy. La
abuela mientras que el niño protesta, trata en vano con agua y un peine en
doblegarle el anárquico flequillo que es lo único que mantiene en su rasurada
cabeza donde se le observa alguna cicatriz como consecuencia de alguna pedrada
o caída.
El niño sale corriendo a la escuela no muy distante, mientras
que la madre desde la puerta observa como en su carrera hace paradas para
esquivar el lodazal de la calle que a rodales es intransitable por el
atascadero producido en el barro debido al transitar de las caballerías.
Sigue lloviendo, así lleva desde hace dos semanas. Los
temporales se suceden mientras que el aire del “derecho” sigue emitiendo agudos
silbidos chimenea abajo consiguiendo a veces que el humo recule hasta la sala;
humo que agradecen algunas morcillas y chorizos que cuelgan en hilera sobre un
palo horizontal al techo que las sostiene.
El padre del niño aprovechando que ha amainado la lluvia saca
la mula de la cuadra y se dispone a ir a por agua a la fuente. Regresa
con seis cántaros de barro sostenidos en unas aguaderas en los lomos del
animal. Después de meter los cántaros en la cantarera introduce de nuevo la
caballería en la cuadra. La mujer protesta a gritos cuando la mula a su paso
por la casa camino del establo va soltando olorosas boñigas. La abuela trata de
calmar los ánimos de su hija prestándose de inmediato a recoger los excrementos
con un badil.
Un “eeehhhh” se oye más tarde desde la puerta de la calle, a
lo que el padre del niño responde desde
dentro con un “iiiioooohhhh” más vociferante dando por identificado al del “eehh”
y permitiéndole con ello la entrada. El visitante accede y a pesar de ver al
dueño de la casa haciendo pleita al calor de la lumbre, le pregunta con una
consabida frase torrecampeña para salir del paso << ¿Qué haaases?>>
<<Mira, aquí etoy>> le responde
el que hace pleita con este otro dicho muy recurrente también y muy torrecampeño.
Los dos son buenos amigos y ahora dentro de un rato apurarán su escueta ración diaria de vino que al
mediodía viene a ser nada más que un par de vasos, mientras disertan sobre su
mala suerte y de las penurias pasadas en la guerra, desahogándose a veces
porque allí nadie les puede oír, con comentarios
siempre contrarios al régimen político establecido.
Se oyen gritos de mujeres en la calle y todos de forma
precipitada se dirigen al exterior. Tres casas más abajo, una niña de apenas un
año acaba de morir. Llevaba enferma desde hace unos días con la gripe. A este
brote contagioso en el pueblo le llaman La Campanera. Las vecinas se agolpan en
la puerta de la finada, y dentro de la casa las mujeres y familiares de la
fallecida siguen gritando hasta desgañitarse. A la niña muerta la acuestan en
la cama vestida de blanco sobre una almohada reclinada.
El niño ha regresado del colegio y observa junto con otros
niños desde la ventana que da a la calle a la niña que yace sobre la almohada
en el lecho de sus padres. Su cuerpo ahora lo protege una manta de cuadros, no
así sus blancas manitas entrelazadas que reposan sobre el cobertor. La
desmesurada blancura del rostro de la niña muerta sobrecoge a aquellos
chiquillos que miran por la ventana y a los que alguien de malas maneras les ha
ordenado marcharse.
A la hora de la comida en la casa del niño no hay más que
caras largas. La tristeza se ha apoderado de la familia. La abuela no hace más
que invitar al chiquillo una y otra vez a comer, a que meta la cuchara en una
fuente de cerámica con filigranas azules, remendada y grapada por el “lañero”,
repleta esta de garbanzos, pero al niño se le han quitado las ganas de comer
después de ver a la niña muerta, e intenta contentar a la abuela diciéndole que
se desquitará en el postre; postre que siempre es el mismo todos los días y que
consiste en unas hojas de lechuga a trozos, sal, un poco de aceite, vinagre, y
agua hasta llenar un reducido tinajón donde todos meterán como en la comida
anterior la cuchara en una especie de carga y descarga continua. A este postre
le llaman “ensalá”.
Sigue lloviendo y los chiquillos no salen a jugar a la calle.
Debido a la incesante lluvia lleva un tiempo que no se oye la voz del trapero,
ni el de la cal con sus borricos, ni tampoco el de la miel de caldera. Tan solo
hoy se ha escuchado a la mujer que de casa en casa va anunciando la hora y el
día de la misa de un difunto, y la de la “viasacra”.
Por la noche el padre del niño ha llevado leña a la casa de
la lactante muerta, la necesitarán para calentarse los pocos dolientes que
velen a la criatura difunta. El niño se ha acostado y se acurruca en su colchón
de farfolla. La imagen de la niña
aparece en su mente de forma constante. Mañana vendrá el cura y el
sochantre a por ella, y se la llevarán
para enterrarla dentro de una cajita pintada de blanco con los bordes de
purpurina dorada. La llevarán hasta el cementerio en unas angarillas entre
cuatro personas. El niño está acostumbrado a ver entierros de chiquillos que
mueren casi a diario y teme que el siguiente sea él. La música de las canales y
la sinfonía del aullar del aire en el exterior, hacen que el chaval, al rato de
tan malas cavilaciones, caiga rendido en los brazos de Morfeo.
Mañana será otro día con más o menos detalles que merezcan
ser contados. Otro, como muchos de aquellos en los años cincuenta vividos por
mí en Torredelcampo, mi pueblo. Espero que nadie crea o pueda pensar que vivo
anclado en el pasado y que no saboreo el
presente. Fui feliz viviendo momentos como los referidos, y muy feliz
contándotelos a ti.
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