lunes, 30 de septiembre de 2019

ESTAMPAS EN BLANCO Y NEGRO DE UN TIEMPO PASADO



(Hay días como el de hoy que mi estado de ánimo me invita a conocer al niño que fui)

Llueve. Por la chimenea se cuelan algunas gotas que caen en la lumbre produciendo un sonido bronco al hervor del agua en las ascuas. El niño que acaba de levantarse se ha lavado la cara en una palangana llenando sus manitas con agua y restregando esta sobre su rostro. Un puchero de barro con la tapadera a la que le falta un trozo lleva rato roncando en el fuego mientras que por el hueco roto fluye un chorro de vapor cuyo olor inconfundible a café de cebada tostada inunda la cocina de la casa. La abuela que molió en un aparato de mano el sucedáneo de café, recoge ahora con una escoba de palmito la hojarasca que se ha esparcido por la estancia a la hora de encender el fuego mientras que el niño observa entretenido como van cayendo gotas y más gotas de agua en la lumbre.  
Poco después, el padre que había estado echando un pienso a las bestias en la cuadra próxima a la cocina, corta pan en finas lonchas y se las da a su mujer que las deposita en una sartén con aceite hirviendo. El humillo característico a pan frito se mezcla con el del puchero y levanta el apetito del niño que no tarda en degustar dos picatostes sopados en un tazón repleto del negro brebaje. Son pobres, y por este motivo la leche no entra en su casa nada más que cuando alguno de ellos está enfermo.   
El niño con pantalón corto y un jersey o saquito de cadenetas que le tejió la abuela, se dispone a ir a la escuela, pero antes, se ha calzado unas botas de cuero que le hizo a medidas bastantes holgadas el año pasado el zapatero a las que  su madre acaba de limpiar y sacar brillo con un líquido rojo llamado dandy. La abuela mientras que el niño protesta, trata en vano con agua y un peine en doblegarle el anárquico flequillo que es lo único que mantiene en su rasurada cabeza donde se le observa alguna cicatriz como consecuencia de alguna pedrada o caída.
El niño sale corriendo a la escuela no muy distante, mientras que la madre desde la puerta observa como en su carrera hace paradas para esquivar el lodazal de la calle que a rodales es intransitable por el atascadero producido en el barro debido al transitar de las caballerías.
Sigue lloviendo, así lleva desde hace dos semanas. Los temporales se suceden mientras que el aire del “derecho” sigue emitiendo agudos silbidos chimenea abajo consiguiendo a veces que el humo recule hasta la sala; humo que agradecen algunas morcillas y chorizos que cuelgan en hilera sobre un palo horizontal al techo que las sostiene.
El padre del niño aprovechando que ha amainado la lluvia  saca  la mula de la cuadra y se dispone a ir a por agua a la fuente. Regresa con seis cántaros de barro sostenidos en unas aguaderas en los lomos del animal. Después de meter los cántaros en la cantarera introduce de nuevo la caballería en la cuadra. La mujer protesta a gritos cuando la mula a su paso por la casa camino del establo va soltando olorosas boñigas. La abuela trata de calmar los ánimos de su hija prestándose de inmediato a recoger los excrementos con un badil.
Un “eeehhhh” se oye más tarde desde la puerta de la calle, a lo que el padre del niño  responde desde dentro con un “iiiioooohhhh” más vociferante dando por identificado al del “eehh” y permitiéndole con ello la entrada. El visitante accede y a pesar de ver al dueño de la casa haciendo pleita al calor de la lumbre, le pregunta con una consabida frase torrecampeña para salir del paso << ¿Qué haaases?>>  <<Mira, aquí etoy>> le responde el que hace pleita con este otro dicho muy recurrente también y muy torrecampeño. Los dos son buenos amigos y ahora dentro de un rato apurarán  su escueta ración diaria de vino que al mediodía viene a ser nada más que un par de vasos, mientras disertan sobre su mala suerte y de las penurias pasadas en la guerra, desahogándose a veces porque  allí nadie les puede oír, con comentarios siempre contrarios al régimen político establecido.
Se oyen gritos de mujeres en la calle y todos de forma precipitada se dirigen al exterior. Tres casas más abajo, una niña de apenas un año acaba de morir. Llevaba enferma desde hace unos días con la gripe. A este brote contagioso en el pueblo le llaman La Campanera. Las vecinas se agolpan en la puerta de la finada, y dentro de la casa las mujeres y familiares de la fallecida siguen gritando hasta desgañitarse. A la niña muerta la acuestan en la cama vestida de blanco sobre una almohada reclinada.   
El niño ha regresado del colegio y observa junto con otros niños desde la ventana que da a la calle a la niña que yace sobre la almohada en el lecho de sus padres. Su cuerpo ahora lo protege una manta de cuadros, no así sus blancas manitas entrelazadas que reposan sobre el cobertor. La desmesurada blancura del rostro de la niña muerta sobrecoge a aquellos chiquillos que miran por la ventana y a los que alguien de malas maneras les ha ordenado marcharse.
A la hora de la comida en la casa del niño no hay más que caras largas. La tristeza se ha apoderado de la familia. La abuela no hace más que invitar al chiquillo una y otra vez a comer, a que meta la cuchara en una fuente de cerámica con filigranas azules, remendada y grapada por el “lañero”, repleta esta de garbanzos, pero al niño se le han quitado las ganas de comer después de ver a la niña muerta, e intenta contentar a la abuela diciéndole que se desquitará en el postre; postre que siempre es el mismo todos los días y que consiste en unas hojas de lechuga a trozos, sal, un poco de aceite, vinagre, y agua hasta llenar un reducido tinajón donde todos meterán como en la comida anterior la cuchara en una especie de carga y descarga continua. A este postre le llaman “ensalá”.
Sigue lloviendo y los chiquillos no salen a jugar a la calle. Debido a la incesante lluvia lleva un tiempo que no se oye la voz del trapero, ni el de la cal con sus borricos, ni tampoco el de la miel de caldera. Tan solo hoy se ha escuchado a la mujer que de casa en casa va anunciando la hora y el día de la misa de un difunto, y la de la “viasacra”.
Por la noche el padre del niño ha llevado leña a la casa de la lactante muerta, la necesitarán para calentarse los pocos dolientes que velen a la criatura difunta. El niño se ha acostado y se acurruca en su colchón de farfolla. La imagen de la niña  aparece en su mente de forma constante. Mañana vendrá el cura y el sochantre a por ella,  y se la llevarán para enterrarla dentro de una cajita pintada de blanco con los bordes de purpurina dorada. La llevarán hasta el cementerio en unas angarillas entre cuatro personas. El niño está acostumbrado a ver entierros de chiquillos que mueren casi a diario y teme que el siguiente sea él. La música de las canales y la sinfonía del aullar del aire en el exterior, hacen que el chaval, al rato de tan malas cavilaciones, caiga rendido en los brazos de Morfeo.
Mañana será otro día con más o menos detalles que merezcan ser contados. Otro, como muchos de aquellos en los años cincuenta vividos por mí en Torredelcampo, mi pueblo. Espero que nadie crea o pueda pensar que vivo anclado en el pasado y que no saboreo  el presente. Fui feliz viviendo momentos como los referidos, y muy feliz contándotelos a ti.

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