La tierra cruje al son de mis pisadas. Es un
sonido ronco y áspero que producen los pequeños terrones al peso de mi cuerpo
mientras camino por el sediento olivar. Algunos de estos terrones como si
fuesen de azúcar se desgranan, otros en
cambio se hunden bajo mis pies buscando acomodo en la reseca tierra.
Observo como las angustiadas olivas estiran sus
brazos al cielo suplicando para que éste
derrame el agua que calme la sed de varios prolongados meses de sequía. Las
ramas, otros años, doblaban sus vástagos por el peso del fruto mostrando
orgullosos el verde de sus relucientes aceitunas. Este año, todas las olivas de
mi pequeño olivarillo casi desnudas de frutos esconden vergonzosas a algunas
raquíticas y arrugadas promesas que se sostienen a duras penas colgadas de sus
tallos como los pendientes en la oreja de una leprosa. A su vez, les dan
escolta a estas arrugadas aceitunas, un nutrido grupo de frutos deformes del
tamaño de enanas majuletas pintadas muy tempranamente de color violáceo que
caerán muy pronto al suelo repudiadas por las orgullosas olivas.
Es media mañana y las cigarras han comenzado su
cántico cansino y chirriante otro día más del mes de agosto. Hace un calor de
rastrojo. Un remolino de polvo casi moribundo, eleva algunas hojas secas al
cielo que vuelven a caer después de su corto viaje en carrusel. No se oye como
en otros tiempos el arrullar de las tórtolas, ni el canto alegre de la perdiz,
sólo un tractor a lo lejos emite gemidos de hierros quejumbrosos al compás del
resoplar de su motor. Las olivas pintadas de un verde sucio, pimiento en
vinagre, mezclan su tonalidad con el
amarillo achicharrado y predominante de los ribazos y de algunas colinas sin
roturar, mezclándose este amarillo pálido de muerto con el verde indecoroso
producido por la sequía en los olivares.
Estos son los colores predominantes del paisaje.
Mientras camino por el olivar observo la
profundidad de las grietas que cuartean el suelo trazando en toda su superficie
un desordenado sinfín de hondas cicatrices. Veo una pequeña mata de correhuela
endeble y enfermiza que nace en las paredes de una de estas grietas. Es un
milagro ver como sobrevive, y de cómo una sola campanita con su color
blanco inmaculado alegra mi vista y
aviva mis recuerdos. Será descendiente de aquellas correhuelas que tejían y
vestían el suelo del olivar siendo niño que yo recogía para alimentar a los
conejos del corral de mi casa. Ya no hay correhuela, ni grama, ni carrizos,
todo ha desaparecido, hasta el enorme chopo del olivar lindero con su charquito
de agua siempre bajo su tronco donde abrevaban las bestias y donde don Antero
Jiménez, nuestro poeta, iba a espantar, que no a cazar tórtolas.
Ya no grazna el
grajo que habitaba en lo alto del mencionado chopo, ni veo chozas de meloneros,
sólo olivas con sus hojas arqueadas en forma de teja por la sed con canijas
varetas en sus troncones del tamaño de los espárragos roídas la mayoría por
hambrientos conejos. Al pasar por una de estas olivas, la más apreciada por mí,
donde solíamos poner mi padre y yo el hato, quiero percibir su lamento
suplicándome que la ayude, pero no puedo hacer nada por ella, tan solo pedirle
al Cielo que llore de una vez, que derrame agua sobre su reseco tronco y sobre las grietas de su
fosa. Acaricio las ramas de esta oliva y quiero fundirme con ella lo mismo que
con todas en un abrazo de mortaja. Como despedida, para refrescarla, de manera
alegórica, no puedo hacer más que prometerle que mojaré sus labios sedientos
con la tinta de estas letras.
Ya lo dijo don Antonio Machado:
¡Viejos
olivos sedientos
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andalucía!
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andalucía!
Mi súplica se renueva otro año más:
¡Que llueva! Pero que llueva agua virgen extra sobre los
campos sedientos de nuestro pueblo, campos de Torredelcampo.
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