lunes, 2 de septiembre de 2019

Y SIN QUERER LLOVER




La tierra cruje al son de mis pisadas. Es un sonido ronco y áspero que producen los pequeños terrones al peso de mi cuerpo mientras camino por el sediento olivar. Algunos de estos terrones como si fuesen de azúcar se  desgranan, otros en cambio se hunden bajo mis pies buscando acomodo en la reseca tierra.

Observo como las angustiadas olivas estiran sus brazos al cielo  suplicando para que éste derrame el agua que calme la sed de varios prolongados meses de sequía. Las ramas, otros años, doblaban sus vástagos por el peso del fruto mostrando orgullosos el verde de sus relucientes aceitunas. Este año, todas las olivas de mi pequeño olivarillo casi desnudas de frutos esconden vergonzosas a algunas raquíticas y arrugadas promesas que se sostienen a duras penas colgadas de sus tallos como los pendientes en la oreja de una leprosa. A su vez, les dan escolta a estas arrugadas aceitunas, un nutrido grupo de frutos deformes del tamaño de enanas majuletas pintadas muy tempranamente de color violáceo que caerán muy pronto al suelo repudiadas por las orgullosas olivas.

Es media mañana y las cigarras han comenzado su cántico cansino y chirriante otro día más del mes de agosto. Hace un calor de rastrojo. Un remolino de polvo casi moribundo, eleva algunas hojas secas al cielo que vuelven a caer después de su corto viaje en carrusel. No se oye como en otros tiempos el arrullar de las tórtolas, ni el canto alegre de la perdiz, sólo un tractor a lo lejos emite gemidos de hierros quejumbrosos al compás del resoplar de su motor. Las olivas pintadas de un verde sucio, pimiento en vinagre, mezclan su tonalidad  con el amarillo achicharrado y predominante de los ribazos y de algunas colinas sin roturar, mezclándose este amarillo pálido de muerto con el verde indecoroso producido por la sequía  en los olivares. Estos son los colores predominantes del paisaje.

Mientras camino por el olivar observo la profundidad de las grietas que cuartean el suelo trazando en toda su superficie un desordenado sinfín de hondas cicatrices. Veo una pequeña mata de correhuela endeble y enfermiza que nace en las paredes de una de estas grietas. Es un milagro ver como sobrevive, y de cómo una sola campanita con su color blanco  inmaculado alegra mi vista y aviva mis recuerdos. Será descendiente de aquellas correhuelas que tejían y vestían el suelo del olivar siendo niño que yo recogía para alimentar a los conejos del corral de mi casa. Ya no hay correhuela, ni grama, ni carrizos, todo ha desaparecido, hasta el enorme chopo del olivar lindero con su charquito de agua siempre bajo su tronco donde abrevaban las bestias y donde don Antero Jiménez, nuestro poeta, iba a espantar, que no a cazar tórtolas.

Ya no grazna el grajo que habitaba en lo alto del mencionado chopo, ni veo chozas de meloneros, sólo olivas con sus hojas arqueadas en forma de teja por la sed con canijas varetas en sus troncones del tamaño de los espárragos roídas la mayoría por hambrientos conejos. Al pasar por una de estas olivas, la más apreciada por mí, donde solíamos poner mi padre y yo el hato, quiero percibir su lamento suplicándome que la ayude, pero no puedo hacer nada por ella, tan solo pedirle al Cielo que llore de una vez, que derrame agua sobre su reseco tronco y sobre las grietas de su fosa. Acaricio las ramas de esta oliva y quiero fundirme con ella lo mismo que con todas en un abrazo de mortaja. Como despedida, para refrescarla, de manera alegórica, no puedo hacer más que prometerle que mojaré sus labios sedientos con la tinta de estas letras.

Ya lo dijo don Antonio Machado:

¡Viejos olivos sedientos 
bajo el claro sol del día, 
olivares polvorientos 
del campo de Andalucía! 

Mi súplica se renueva otro año más:
¡Que llueva! Pero que llueva agua virgen extra sobre los campos sedientos de nuestro pueblo, campos de Torredelcampo.


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