Contemplo el paisaje en mi pueblo. El mismo que habré visto tantas veces, pero aun siendo el mismo que viera siendo niño, ha cambiado con el paso de más de siete décadas. Este paisaje de ahora, me pone en paz conmigo mismo, pues ya, aquel otro cuajado de desasosiegos de juventud fue barrido por un viento sin prisa que se llevó una a una, las hojas de más de setenta almanaques transportándome hacia una paz serena y solitaria que ahora disfruto en la juventud de mi vejez. Al menos en esta etapa de mi vida me parece estar anclado.
Pero he de admitir que me gustaría tener aquel espíritu indomable que tenía a mis trece años y poder reencontrarme con mis amigos, con todos, los que se fueron para siempre, y aquellos otros que no volvieron a nuestro pueblo, los que han vivido o siguen viviendo en cualquier esquina o rincón de nuestra geografía. Sueño con un imposible que es poder encontrarme con ellos en nuestra plaza los domingos vestidos con nuestras mejores galas entre el clic clac de las pipas y el humo de aquél primer cigarro, todo ello, a través de empujones provocados por tanta gente joven que agolpados daban vueltas y más vueltas al rectángulo de nuestra plaza mientras se cortejaban. Todos los de mi edad participamos de este ritual hoy extinguido, y lo hicimos cuando provocado por la adolescencia, las hormonas bullían en nuestro ser, algo que no podíamos detener, como ha sido imposible retrasar esta primavera que acabamos de inaugurar. Hoy, las prácticas de seducción son otras muchísimo más liberales y libertarias, las mismas que pasados los años alguien recordará como yo estas otras que viví.
Debo de confesar que hay días que estando en mi pueblo mi estado de ánimo se abate. Es cuando visito el hogar de mi infancia, la casa donde hubo tanta alegría, y donde hora no hay más que paz y quietud entre sus muros, sosiego este casi perpetuo que disfrutan los muebles y enseres que lo habitan envejeciendo entre un aire viciado, y que mudos ellos, me hablan de un tiempo en el que fui feliz junto a mis padres y hermanos. Estando allí y en este temporal de lluvia que ahora disfrutamos, echo de menos el olor a aquel café de torrefacto mañanero, al aroma de los picatostes, a leña recién podada, al humo de la lumbre que servía para ahumar los chorizos y las morcillas que colgaban en el techo de la cocina, y cómo no, a mi padre haciendo pleita pegado al ruedo de la chimenea, mientras mi madre se afanaba en sus quehaceres cotidianos. Yo, mientras tanto, en días de lluvia, a escondidas, leía novelas de Marcial Lafuente Estefanía. ¿Cuántas habré leído? Mi abuelo llevaría la cuenta ya que era mi cómplice, pues me daba dos reales cada vez cuando iba a cambiarla por otra en el quiosco de la plaza.
Cierro la casa de mi infancia, el almacén de tan buenos recuerdos y salgo a la calle donde aquellos niños que se aprecian en la foto -donde estoy por asegurar me encuentro-, dejamos de jugar y de compartir pan y alegrías hace mucho tiempo. La calle de ahora está solitaria y triste. Los niños, si es que viven algunos en esta calle de mi infancia, estarán jugando frente a una pantalla utilizando el teclado de un instrumento con las últimas tecnologías. No sé, pero no creo que jugar con una máquina sea tan divertido como jugar con los amigos en la calle como lo hacíamos en mis tiempos.
Son mis amigos, en la calle pasábamos las horas... (Amaral)
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