martes, 12 de agosto de 2025

LA SIESTA.

Año 1955

En un tejado ondulado de una vieja casa labriega, de muros relamidos y desgastados por cientos de inclementes temporales, bajo el fuego de las tejas, el gorrión vigila la calle que aparece desierta. Mientras el gorrión está despierto, el pueblo duerme la siesta. Un hombre con sombrero de paja, por aquella calle de dura tierra y piedras calenturientas, va camino de la era. Al poco, una mujer enlutada con pañuelo amarrado a su cuello que le cubre la cabeza, camina deprisa. A pesar del calor se arropa con un echarpe de lana llamado "media manta", cubriéndose parte del rostro con esta prenda. No quiere que nadie la critique, por este motivo sale a la calle a estas horas para no ser vista cumpliendo el duro protocolo de los lutos en aquellos tiempos.
El sol abrasador de las cuatro de la tarde quema la cal blanca del encalado de las paredes queriéndola hacer negra.
Un niño de corta edad con una espuerta colgada en el brazo rompe con sus voces la tranquilidad de la calle y al espeso silencio que envuelve el interior de las viviendas, donde camastros y colchones, al frescor del suelo, a la gente que duerme la despierta. El niño en la calle va vendiendo su desgracia. Tostaos pregona a gritos, aquello que vende y cambia dentro de la espuerta. Se oye abrir un ventanuco, y el llanto de un lactante produce ecos en la calle hasta después de que el niño garbancero se fuera. Mientras tanto, el gorrión sigue refugiado bajo la teja porque el flamear de la canícula el volar no aconseja.
Al poco, otro niño en la calle aparece en escena. De colores son los polos de hielo que vende, y su pregonar, al igual que el del garbancero, no consigue que en aquella calle ninguna puerta se abriera. En una fuente cercana, ambos niños se refrescan e intercambian mercaderías de las que ambos venden, sin pensar que más tarde alguien les ajustará las cuentas.
En la era, el hombre de las abarcas maldice cuando al aventar se baña con las paladas de paja y grano que en cascada se internan por su camisa y le bajan por la entrepierna. No se mueve ni una hoja, ni el puñal que mira al cielo del ciprés del cementerio cercano se balancea. Su mujer, de piel achocolatada, arrugada, y áspera, sostiene en sus manos un escobón fabricado de plantas de cantarera, que aún no le ha servido para barrer el pez en aquella era, y trata de consolar a su marido diciéndole que al llegar a casa se le quitarán los picores con una ducha de regadera, a lo que este responde su mala suerte, que ha puesto el pez al solano y por su veteranía y conocimiento, cuando sople el viento lo hará al derecho, esto es, todo al contrario.
Mientras, en aquella calle, una mujer riega la puerta, y el dulce olor a tierra mojada, invita al gorrión a abandonar la teja. Trigales cercenados por la hoz pintan de amarillo la campiña, y del mismo color, algunas hazas cercanas al pueblo, donde los rastrojos tienden a morir al chocar con las tapias de los corrales. El gorrión merienda los granos de una espiga de cebada que el rastrojo cercano le brinda, él ha llenado el buche, sin embargo, aquellos dos chiquillos descritos que aún vocean por las calles vendiendo su mercancía, ya hicieron la digestión al gazpacho, principal alimento de la comida del mediodía y están seguros los dos, que, para la cena, ni cuchillo, ni mantel, ni tenedor adornarán sus mesas.
Al morir la tarde, el gorrión se va a dormir a un álamo centenario. Tan viejo es el árbol que tal vez estaría ahí antes de que nuestro pueblo tuviera nombre. Desde la verja del jardín de La Huerta los Toros, un rosal de pitiminí quiere abrazar sin conseguirlo al anciano álamo, no así su fragancia que se expande volando hasta las ramas más altas del olmo descrito, donde, cientos, tal vez miles de gorriones, con un piar ensordecedor intentan cobijarse a pasar la noche al abrigo de su espeso follaje. Un niño con un tirachinas en la mano mira a las ramas altas del árbol cerca del grueso tronco, tensa las gomas del tirador y lanza la china como proyectil. Se oye un aleteo e instantes después el de un golpe sordo producido por un gorrión al chocar contra el suelo. El niño sonríe, y el ave muerta la introduce entre la camisa y su pecho junto con otros gorriones que han tenido la misma suerte.
La tarde que ardía, se despide antes de morir con algunas bocanadas de aire más fresco transportando lúbricas fragancias de jazmines y dompedros. Colores, olores, y calores de verano, recuerdos de mi infancia.

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