martes, 12 de agosto de 2025

EL ARREMATE ACEITUNERO.



En algunos tajos grandes habiendo acabado la recolección de la aceituna, o terminada la molturación en los molinos, algunos patronos solían tener algún detalle con los obreros, bien con una damajuana de vino en el tajo el último día de trabajo, o una comilona, como se solía decir en nuestro pueblo, “comitrona”, que por lo general el escenario del festín días después del arremate era el de cualquier lugar escogido de nuestro cerro. Cuando esa muestra de agradecimiento del acomodado y mezquino patrón quedaba soterrada, que lo era casi siempre, los mismos jornaleros a escote se daban un homenaje a sabiendas de que el perdedor de la fiesta no era el amo, sino el borrego.
En estas celebraciones nunca participaban las mujeres. La única aportación que algunas tenían era la de recibir después del evento al alegre marido entre risas por lo inusual en él de verlo achispado, y es que el vino en estas ocasiones corría en exceso, y se hacía bueno aquello de “Cuando Dios llamó a Gabino no dijo: Gabino ven, sino ¡venga vino!
En aquellos tiempos el vino no se vendía en nuestro pueblo embotellado o en brik como ahora, sino llevando a llenar la botella o damajuana a la taberna o a cualquiera de las muchas tiendas de ultramarinos que existían por aquellos tiempos. En todos estos establecimientos, el barril conteniendo vino blanco de la bodega Morenito o Maroto permanecía anclado en un ala de la sala con su pipa (grifo) de madera dispuesto a abrirse a la necesidad de cada cliente.
Para celebraciones como la de la fotografía que cuelgo como ilustración a mi comentario, sospecho que los celebrantes de un pueblo cercano al nuestro ya habían apurado más de una damajuana a juzgar por el estado de embriaguez que se observa en todos los participantes. Uno de ellos presume enseñando la curvatura de su barriga, saturada tal vez por el atracón de la “comitrona”, mientras que otros beben de una bota de vino y bailan. El que recortada su figura asoma a la derecha de la fotografía, parece que anda hurgando en su entrepierna algo que busca y no encuentra. Estoy por apostar que dado su estado ebrio, acompañado asimismo por su edad, no llegaría a hallar lo que buscaba.
Los borrachos de vino eran graciosos. No sé por qué, los chiquillos cuando veíamos alguno balanceándose por las calles de nuestro pueblo le gritábamos aquello de: “paloma, paloma…” Me gustaría saber el origen de esto. Lo que sí tengo seguro es que si aquellos borrachos de vino eran divertidos, los de ahora con las bebidas incendiarias que ingieren alborotando con ello sus neuronas, son, en muchos de los casos, peligrosos y pendencieros.
Como despedida solo quiero desearles a todos los que disfruten de algún arremate gocen del festejo lo mismo o más que los que aparecen en la fotografía.

EVOCACIONES EN UNA NOCHE DE LLUVIA.

Agoniza la tarde sin prisa. Pienso, que solo el sonido de las fuertes ráfagas de viento debe de perturbar el silencio del olivar. Más tarde, a intervalos, gruesas gotas repiquetean sobre los cristales de mi ventana. Llueve por la noche en mi pueblo y pienso que el agua caerá mansamente en los olivares. Veo a los tallos largos de mi jazmín agitarse por un viento silbante, violento, y borrascoso. Algunas hojas secas venidas tal vez de los semidesnudos y cercanos árboles del parque caracolean en mi patio dibujando filigranas sobre el pavimento produciendo un ruido que se confunde con el del crepitar del fuego de la chimenea.

El olivar sigue bebiendo durante días como lo hacían aquellos viejos campesinos en noches de temporales recordados. Lástima que ahora en el campo nadie pueda escuchar el placentero sonido de la lluvia en el pajar de un cortijo. Solo en la desnudez de la noche, lo hará algún que otro pajarillo al cobijo del fuerte viento y de la lluvia en alguna de las espesas ramas de cualquier oliva indultada por la motosierra. Descansará la avecilla relajada, dado que en noches así, antes, deslumbradas por improvisadas antorchas de petróleo, o lámparas de carburo, morían por el golpe mortal de un palo mientras que los olivares se poblaban de luces parpadeantes creando con ello un escenario fantasmagórico.
Sé que la música de la lluvia en noches así perturbaba a los insomnes, pero el sonido de las canales era la música que nos regalaba la naturaleza. También las de aquellas gargantas prodigiosas que ensayaban fandangos en las tabernas en mis recordados tiempos con letras de amor y de hambre de todo. Ahora, fueron remplazados estos sonidos por el de las salpicaduras de los coches al rodar en las calzadas inundadas por la lluvia, y por otros más molestos que no quiero contar. Pero en mi pueblo, cuando estoy aquí, a pesar de algunos ruidos miserables, aprendo a hablar con el silencio.
Sigue lloviendo sobre los viejos, contados y ondulados tejados de nuestro pueblo donde los gatos solían emitir sonidos amorosos en noches como las de hoy. Ya se fueron aquellos gatos de mi infancia montados en un maullido que se llevó el viento hace mucho tiempo. Espero que ese mismo viento vuelva a traerme esos recordados sonidos algún día cuando el aire de la vuelta. Cuando lo haga, de esto estoy seguro, ya será tarde para mí.
Veo a través de mi ventana la lluvia caer en la avanzada noche. Una niebla casi derrotada abriga con una sábana blanca hecha jirones parte de la sierra que desde una de las ventanas de mi casa diviso. Un amarillento resplandor colorea una parte del nublado, y es que la luna debe de estar asomando por Jabalcuz que esta noche no podrá bañarse con su lumbre de luz en este invierno que agoniza.
Sigue lloviendo y el olivar bebiendo. Dejémoslo beber, que no malgaste el agua que hoy lo riega, que sepa guardarla en las albercas de sus raíces pues les hará falta cuando empiecen a cantar las cigarras.

VOLVIENDO A ANDAR POR MI CALLE.

Contemplo el paisaje en mi pueblo. El mismo que habré visto tantas veces, pero aun siendo el mismo que viera siendo niño, ha cambiado con el paso de más de siete décadas. Este paisaje de ahora, me pone en paz conmigo mismo, pues ya, aquel otro cuajado de desasosiegos de juventud fue barrido por un viento sin prisa que se llevó una a una, las hojas de más de setenta almanaques transportándome hacia una paz serena y solitaria que ahora disfruto en la juventud de mi vejez. Al menos en esta etapa de mi vida me parece estar anclado.

Pero he de admitir que me gustaría tener aquel espíritu indomable que tenía a mis trece años y poder reencontrarme con mis amigos, con todos, los que se fueron para siempre, y aquellos otros que no volvieron a nuestro pueblo, los que han vivido o siguen viviendo en cualquier esquina o rincón de nuestra geografía. Sueño con un imposible que es poder encontrarme con ellos en nuestra plaza los domingos vestidos con nuestras mejores galas entre el clic clac de las pipas y el humo de aquél primer cigarro, todo ello, a través de empujones provocados por tanta gente joven que agolpados daban vueltas y más vueltas al rectángulo de nuestra plaza mientras se cortejaban. Todos los de mi edad participamos de este ritual hoy extinguido, y lo hicimos cuando provocado por la adolescencia, las hormonas bullían en nuestro ser, algo que no podíamos detener, como ha sido imposible retrasar esta primavera que acabamos de inaugurar. Hoy, las prácticas de seducción son otras muchísimo más liberales y libertarias, las mismas que pasados los años alguien recordará como yo estas otras que viví.

Debo de confesar que hay días que estando en mi pueblo mi estado de ánimo se abate. Es cuando visito el hogar de mi infancia, la casa donde hubo tanta alegría, y donde hora no hay más que paz y quietud entre sus muros, sosiego este casi perpetuo que disfrutan los muebles y enseres que lo habitan envejeciendo entre un aire viciado, y que mudos ellos, me hablan de un tiempo en el que fui feliz junto a mis padres y hermanos. Estando allí y en este temporal de lluvia que ahora disfrutamos, echo de menos el olor a aquel café de torrefacto mañanero, al aroma de los picatostes, a leña recién podada, al humo de la lumbre que servía para ahumar los chorizos y las morcillas que colgaban en el techo de la cocina, y cómo no, a mi padre haciendo pleita pegado al ruedo de la chimenea, mientras mi madre se afanaba en sus quehaceres cotidianos. Yo, mientras tanto, en días de lluvia, a escondidas, leía novelas de Marcial Lafuente Estefanía. ¿Cuántas habré leído? Mi abuelo llevaría la cuenta ya que era mi cómplice, pues me daba dos reales cada vez cuando iba a cambiarla por otra en el quiosco de la plaza.

Cierro la casa de mi infancia, el almacén de tan buenos recuerdos y salgo a la calle donde aquellos niños que se aprecian en la foto -donde estoy por asegurar me encuentro-, dejamos de jugar y de compartir pan y alegrías hace mucho tiempo. La calle de ahora está solitaria y triste. Los niños, si es que viven algunos en esta calle de mi infancia, estarán jugando frente a una pantalla utilizando el teclado de un instrumento con las últimas tecnologías. No sé, pero no creo que jugar con una máquina sea tan divertido como jugar con los amigos en la calle como lo hacíamos en mis tiempos.

Son mis amigos, en la calle pasábamos las horas... (Amaral)


NOCHES DESPUÉS DE LA ROMERIA.

 Durante la noche, el viento mece oraciones venidas de lejos queriendo entrar al interior de la ermita por el tejado. Una luna que irradia brumas de plata sobre el silencio del monte, alerta al perro de la santanera que todo asustado emite ladridos lastimeros. Las plegarias optan por esperar turno en la lonja hasta que chirríen los goznes de la puerta en la apertura de la ermita. Será como cada día, hasta la hora que Santa Ana regrese del Cielo a su camarín después de tomarse el café.

Duele el silencio en el monte que duerme después de varias noches de insomnio, solo lo perturba el ruido de las hojas recién estrenadas de los árboles cuando bocanadas de aire las agitan. Las agujas de los pinos cercanos al altar romero han dejado de llorar agua bendita desde que se marchó la última lluvia caída el día de la romería.

Entre unas piedras, una mata de amapolas muestra orgullosa el rojo de sus flores que sobrevivieron a las pisadas de tantos romeros, y altivas estas, la ofrecen a nuestra Patrona contagiando a todas las del monte que a porfía en este mes de mayo en un rayo de luna las elevan al cielo al paso de unas nubecillas aborregadas que en ordenada formación se dirigen a la campiña. Flores a María.
Un grillo casi afónico ensaya sus primeros tonos con un grillar ronco lo que ha soliviantado el sueño de una ardilla que salta desde un árbol y se oculta entre la hierba. El ruido de un bote de cerveza al caer al suelo arrojado por unas sombras que se dirigen adentro del intricado bosque ahuyenta a la ardilla que se pierde ayudada por la nocturnidad. El grupo de sombras son el rescoldo de un arremate inacabable.
Rayando la luz del día, cuando la luz prendía a la mañana, mientras que el monte se arropaba con una sábana de bruma, y una luna sin farol se escondía entre jirones de mantas negras, soñé que esto era un sueño, el sueño de un torrecampeño entrado en años que cada día a esta hora de cada temprana mañana, desde la lejanía, se interna en nuestra ermita y reza a Nuestra Patrona Santa Ana y a su Virgen Niña.

LA SIESTA.

Año 1955

En un tejado ondulado de una vieja casa labriega, de muros relamidos y desgastados por cientos de inclementes temporales, bajo el fuego de las tejas, el gorrión vigila la calle que aparece desierta. Mientras el gorrión está despierto, el pueblo duerme la siesta. Un hombre con sombrero de paja, por aquella calle de dura tierra y piedras calenturientas, va camino de la era. Al poco, una mujer enlutada con pañuelo amarrado a su cuello que le cubre la cabeza, camina deprisa. A pesar del calor se arropa con un echarpe de lana llamado "media manta", cubriéndose parte del rostro con esta prenda. No quiere que nadie la critique, por este motivo sale a la calle a estas horas para no ser vista cumpliendo el duro protocolo de los lutos en aquellos tiempos.
El sol abrasador de las cuatro de la tarde quema la cal blanca del encalado de las paredes queriéndola hacer negra.
Un niño de corta edad con una espuerta colgada en el brazo rompe con sus voces la tranquilidad de la calle y al espeso silencio que envuelve el interior de las viviendas, donde camastros y colchones, al frescor del suelo, a la gente que duerme la despierta. El niño en la calle va vendiendo su desgracia. Tostaos pregona a gritos, aquello que vende y cambia dentro de la espuerta. Se oye abrir un ventanuco, y el llanto de un lactante produce ecos en la calle hasta después de que el niño garbancero se fuera. Mientras tanto, el gorrión sigue refugiado bajo la teja porque el flamear de la canícula el volar no aconseja.
Al poco, otro niño en la calle aparece en escena. De colores son los polos de hielo que vende, y su pregonar, al igual que el del garbancero, no consigue que en aquella calle ninguna puerta se abriera. En una fuente cercana, ambos niños se refrescan e intercambian mercaderías de las que ambos venden, sin pensar que más tarde alguien les ajustará las cuentas.
En la era, el hombre de las abarcas maldice cuando al aventar se baña con las paladas de paja y grano que en cascada se internan por su camisa y le bajan por la entrepierna. No se mueve ni una hoja, ni el puñal que mira al cielo del ciprés del cementerio cercano se balancea. Su mujer, de piel achocolatada, arrugada, y áspera, sostiene en sus manos un escobón fabricado de plantas de cantarera, que aún no le ha servido para barrer el pez en aquella era, y trata de consolar a su marido diciéndole que al llegar a casa se le quitarán los picores con una ducha de regadera, a lo que este responde su mala suerte, que ha puesto el pez al solano y por su veteranía y conocimiento, cuando sople el viento lo hará al derecho, esto es, todo al contrario.
Mientras, en aquella calle, una mujer riega la puerta, y el dulce olor a tierra mojada, invita al gorrión a abandonar la teja. Trigales cercenados por la hoz pintan de amarillo la campiña, y del mismo color, algunas hazas cercanas al pueblo, donde los rastrojos tienden a morir al chocar con las tapias de los corrales. El gorrión merienda los granos de una espiga de cebada que el rastrojo cercano le brinda, él ha llenado el buche, sin embargo, aquellos dos chiquillos descritos que aún vocean por las calles vendiendo su mercancía, ya hicieron la digestión al gazpacho, principal alimento de la comida del mediodía y están seguros los dos, que, para la cena, ni cuchillo, ni mantel, ni tenedor adornarán sus mesas.
Al morir la tarde, el gorrión se va a dormir a un álamo centenario. Tan viejo es el árbol que tal vez estaría ahí antes de que nuestro pueblo tuviera nombre. Desde la verja del jardín de La Huerta los Toros, un rosal de pitiminí quiere abrazar sin conseguirlo al anciano álamo, no así su fragancia que se expande volando hasta las ramas más altas del olmo descrito, donde, cientos, tal vez miles de gorriones, con un piar ensordecedor intentan cobijarse a pasar la noche al abrigo de su espeso follaje. Un niño con un tirachinas en la mano mira a las ramas altas del árbol cerca del grueso tronco, tensa las gomas del tirador y lanza la china como proyectil. Se oye un aleteo e instantes después el de un golpe sordo producido por un gorrión al chocar contra el suelo. El niño sonríe, y el ave muerta la introduce entre la camisa y su pecho junto con otros gorriones que han tenido la misma suerte.
La tarde que ardía, se despide antes de morir con algunas bocanadas de aire más fresco transportando lúbricas fragancias de jazmines y dompedros. Colores, olores, y calores de verano, recuerdos de mi infancia.

EVOCACIONES.

Vieja plaza la de mi pueblo, de desgastadas baldosas. ¿Dónde estarán?, aquellas que dejaron de contar mis pasos en tardes de amorosas primaveras. Quiero volver pasados los años para llenar los surcos de sus grietas de cáscaras de pipas junto con la colilla de aquél primer cigarro que nunca debí ponerme en mis labios.

Vieja estación, hoy agonizante, que parece invitar a veteranos y caducos viajeros a sacar billete para su último viaje. Dicen que la ventanilla estará abierta cuando se oiga el pitido del tren en noches de temporales y lunas enlutadas.
Viejas campanas cuyos sonidos a pesar de los años no envejecen, ellas mientras lloran con un tañer muy lento, le van contando al viento la historia de aquél niño que fuiste un día y que hoy lo llevan muerto.
Viejo Camino Viejo, hoy poblado de cipreses acuchillando el cielo. Pobres cipreses castigados desde siempre a no conocer trigales en mayo, ni amapolas, ni rebaños camino de los pastos, ni aquél puente de palo que cruzaba el arroyo y que hasta él llegaba el olor de los mastranzos.
Vieja feria aquella que aumentaba el padrón. Pobres conejos sacrificados para agasajar a emigrantes retornados por unos días. El pueblo hervía de tanta gente. Alegría desbordante en noches de animadora y ponche de melocotón.
Viejas animadoras que nunca han envejecido en mis recuerdos. La plaza a rebosar, olés unísonos, y !oooh! de asombro, cuando la artista enseñaba a los acordes del pasodoble aquello tan esperado por el mocerío. Tragos de agua para apaciguar los ánimos, “a gorda la barrigá”. Que vuelva la animadora. Éxito asegurado.
Vieja maleta aquella que me hizo el carpintero el día que me fui del pueblo, con remaches de metal y barniz de ataúd nuevo. Aún conservo esa maleta con cicatrices del tiempo, que nunca quise yo abrir porque no había nada dentro, solo suspiros de un joven que ahora ya se ha hecho viejo, por eso cuando yo me muera quiero vivir en mi pueblo.
Viejo pueblo mío acunado por montañas y arropado por olivares, cuántos recuerdos guardarás bajo las viejas veredas hoy tus calles.
Vieja y muy antigua la fe que renovamos a la Abuela de Dios cada 26 de julio. Templo a rebosar. En el aire se mecían plegarias y la palabra de Dios era escuchada por los fieles en completo silencio tratando cada uno de meditarla en su interior. "El rencor mata, el perdón sana" Esto dijo en la homilía el P. Joel. Emocionante el cántico de su himno ayudado por un coro romero. Siglos de fe a Nuestra Patrona Santa Ana y su Virgen Niña. Que así perdure, por los siglos de los siglos.