lunes, 25 de diciembre de 2023

LA NAVIDAD DE UNA ABUELA.







Foto de Julián Ruiz

La abuela sentada en el sofá medita. Es Noche Buena. Su hijo ha ido a recogerla para cenar en familia. ¡Venga abuela, no estés triste, es Nochebuena y debemos de estar alegres! La voz de su nieto la vuelve a la realidad por unos momentos. Mira a la mesa que  están montando donde platos vasos y cubiertos cubren la mayor parte del mantel. Observa que en el hueco donde se sentaba su marido está huérfano de vajillas y utensilios en su recuerdo. Sus pensamientos retroceden en el tiempo y vuelve a su infancia, a su calle, a su hogar donde en una noche como esta todo era diferente. El recuerdo de aquellos mantecados elaborados en el horno de la panadería y galletas onduladas que fabricaba su madre le retrotrae junto con el del sabor del ajonjolí. En otras casas esta noche no había más que unas rosetas y unas batatas asadas con azúcar y canela pero en ninguna faltaba la alegría. Papá Noel por aquel entonces no se acordaba de nadie, tal vez porque la pobreza no va con este personaje. De camino a casa de su hijo ha observado el brillo multicolor del alumbrado navideño torrecampeño. A través del cristal del coche, desde un altozano de una de las calles ha mirado la cantidad de luces que titilan en la sierra en tantas casas de campo como la pueblan. Paz también en las alturas dice para sí. En sus tiempos solo unas pobres bombillas iluminaban a trozos las calles del pueblo. Afortunados aquellos novios que les tocaba la penumbra. En todas ellas a esas horas resonaban panderetas elaboradas con tapones aplastados de botellas cerveza que hacían de címbalos. En casa de sus padres no faltaba la botella de anís para cuando algunos jóvenes cantaran: “De quién es esta casa grande con tantísimos balcones” Entre tantos  mozos cantarines pedigüeños del trago de aguardiente como aguinaldo, allí estaba el que hoy falta a la mesa.

 Ella, es una magnífica actora pues durante la cena ha recordado algo que a todos les ha hecho reír, pero la herida sigue abierta y se esconde detrás de sus sonrisas desde que se fue su amor, su compañero, aquél que disfrutaba todos los años preparándolo todo para la cena de Nochebuena y siempre les recordaba a su hijo y a su nieto lo duro de aquellas dos navidades que pasó lejos de la familia cuando de emigrante estuvo trabajando en Alemania.

Su nuera es un sol que la colma de halagos y atenciones ¡Ande, cómase esto! ¿Pero ya no quiere usted más? ¿Le traigo otra cosa? Así durante toda la cena. Después, en la sobremesa,  mientras su hijo y su nieto juegan una partida de ajedrez, ella ayuda a su nuera a recogerlo todo y a ordenarlo. Se encuentra ágil y quiere ser útil. Pasado un buen rato, luego de unas charlas distendidas, sonó el timbre. Era su amiga. Ambas habían quedado para ir juntas a la Misa del Gallo. Cuando la abuela se despide, su nuera, tras el cristal de la ventana observa el empaque y el donaire que sigue conservando su suegra mientras camina. En la calle explosionan petardos. En otros tiempos los únicos cohetes que detonaban eran los que con su garganta estallaba Juanito, “El Ito”.

La abuela y su amiga avanzan con dirección a la iglesia por las calles ahora solitarias entre la neblina y las luces mortecinas de los faroles que barnizan a los adoquines con retazos de un mar de cristal, mientras que el frio manto de la bruma se balancea asustado al oír el repique del último toque de las campanas para la Misa del Gallo.

Yo, el que esto escribe, en nombre de esta abuela y de tantas otras y otros  que  se sentirán identificados con este escrito,  os deseo a todos ¡Felices Pascuas!

 

 


domingo, 10 de diciembre de 2023

EL DUENDE DEL OLIVAR.

 


EL DUENDE DEL OLIVAR.

Foto espectacular de Aceites Moral

Para que la magia de la Navidad ilumine nuestras vidas.

Cuento muy torrecampeño dedicado a los abuelos que aún siguen siendo niños y a los niños que un día llegarán a serlo.

El duende de los olivares se llamaba Elfi. En el maravilloso mundo de estas deidades, en la noche de los tiempos, reunidos en asamblea hadas, gnomos, elfos y otros seres invisibles con poderes escatológicos, tuvieron a bien en nombrar a Elfi como el único geniecillo con jurisdicción sobre todos los olivos del planeta.

Nadie ha podido asegurar el lugar del mundo desde el cual, la paloma que soltó Noé durante el diluvio universal se posara y volviera a los siete días llevando en su pico un ramo de olivo. Cuentan que el olivo es originario de las regiones del Cáucaso. En la mitología griega los dioses ya adoraban a este árbol, pues  hubo una disputa entre Atenea y Poseidón para conseguir el control de una ciudad ganando la primera por presentar un olivo que resultó ser más valioso para los dioses que el caballo que mostró Poseidón. Es posible que el duende Elfi a quién conoceremos más adelante influyera en esta disputa.   

Con el paso de los siglos el olivo llegó a España, y Elfi, nuestro duende, harto de zascandilear de un lado para otro se estableció para siempre en la Península Ibérica porque el clima de inviernos suaves y veranos calurosos era el más propicio para el olivo. Así pues, las diversas culturas que a lo largo de los siglos habitaron España expandieron esta planta por toda su geografía, y Elfi como genio que era se instauró para siempre en la mejor región donde  el olivar con el paso del tiempo llegaría a formar un bosque, un auténtico bosque humanizado y uno de los ecosistemas más ricos de la Península Ibérica. Sin lugar a dudas Elfi como genio que era, escogió la provincia andaluza de Jaén. Allí, en un altozano muy cerca de un cortijo desde donde dominaba valles y colinas cuajadas de olivares, entre las oquedades del enorme tronco de una vieja pero muy frondosa y vigorosa oliva al resguardo de un peñasco sentó su morada.

Juanito era el hijo de Manuel y Soledad, los habitantes del cortijo conocido como La Ventana. En otro edificio separado se alojaban los jornaleros, por lo que en épocas puntuales como en la recolección de la aceituna y la de su molturación,  ya que el cortijo disponía de almazara, llegaban a habitar en él más de veinte personas.

Cuando a primeras horas de la mañana la casa de labor quedaba sola, al tiempo que su madre cuidaba los pucheros y atendía sus obligaciones, Juanito, día tras día, se iba a jugar a la oliva del montículo, la misma donde pernoctaba el invisible duende Elfi, al que gozando de su estado incorpóreo gustaba de gastarle bromas al niño escondiéndole objetos con los que Juanito gustaba de jugar, hasta que un día nuestro duende sabiendo de la bondad del chaval y saltándose las normas establecidas por estas deidades quiso hacerse visible ante el chiquillo. Cuando Juanito vio moverse algo por entre una de las grietas del enorme tronco del olivo, al principio no se inmutó creyendo se trataría de uno de los muchos conejos que estaba acostumbrado a ver por los alrededores del cortijo, pero al descubrir al duende retrocedió varios pasos turbado y cauteloso.

            –No temas Juanito. Me llamo Elfi, y soy el duende de todos los olivares, de los que ves y de todos aquellos que están en otras regiones y países muy lejanos.   

            Los ojos del niño no daban crédito a lo que estaba viendo, a un ser diminuto vestido de verde chillón, de piel verdosa tirando a amarillenta, con unas enormes orejas terminadas en punta y un gorro rojo acabado en pico que le caía en cascada por la espalda llevando como calzado unas botas muy altas y arrugadas cuyos pliegues se asemejaban a los surcos sinuosos de su rostro.  

            Juanito observaba a Elfi con asombro. Su aspecto le infundía temor no así su grave tono de voz que le inspiraba madurez y confianza. Pasados unos segundos un poco ya repuesto exclamó:

            – ¿Cómo sabes mi nombre?

–Yo sé muchas cosas de ti. Sé que tienes cinco años, que tu padre se llama Manuel y tu madre Soledad. También sé que no viven ninguno de tus abuelos y que no te gusta ir al pueblo porque algunos niños se burlan de ti llamándote cortijero. Tu única familia es tu tío Bartolomé, el que emigró a América.

            –Sí, es verdad, no me gusta ir al pueblo. Mis padres dicen que el año que viene debo de ir a la escuela y que pernoctaré en casa de Pedro, el “aperaor” del cortijo. Él me enseña muchas noches a leer y también a escribir, pues ya sé garabatear mi nombre. Pero… ¿cómo sabes tantas cosas de mi?

            –Porque como te he dicho anteriormente soy un duende y tengo poderes mágicos. Nadie me ha llegado a ver desde que vivo en esta hermosa oliva excepto tú. Yo soy el que manda en todos los olivares, el que les ordena cuando deben de cambiar las aceitunas de color, pasando del verde, al bermellón, para terminar con el color que adquieren en su madurez que es el negro. Yo también soy el que dependiendo del terreno donde cada planta se asienta ordeno a las aceitunas obtengan los componentes que son necesarios para conseguir el mayor rendimiento del fruto y lograr un aceite de buena calidad, pero nada puedo hacer los años de sequía, pues en la lluvia manda un ser superior a mí y superior a todos los seres que habitamos en el planeta Tierra. El año que viene en el que vosotros os regís, el 1945 será un año de sequía en esta región por lo que muchas familias pasarán hambre y calamidades y por este motivo tendrán que emigrar…  

- ¿Qué es emigrar?

- Irse a vivir a otros lugares.

– ¿Yo también tendré que irme del cortijo…?

–No te aflijas. Todavía queda mucho tiempo y por ahora lo que tienes que hacer es venir todos los días a este lugar. Te prometo que no te haré de rabiar cambiando de sitio la caja de sardinas repleta de tierra y que arrastrada por una cuerda tú juegas como si condujeras un camión.

– Gracias, vendré todos los días, pero… ¿Les puedo decir todo esto a mis padres?

–Puedes contárselo, ja, ja,ja,… pero no te creerán.    

Juanito no faltaba ningún día a su lugar preferido para conversar con Elfi y a compartir con él algunos juegos. Cuando le confesó a sus padres de la existencia del duende, estos, al igual que todos los jornaleros, rieron la fantasía del niño. Soledad, su madre, desde lejos sin ser descubierta le observaba a veces y le preocupaba  que el niño hablase solo. Esto se lo comentó a la vecina que habitaba en un cortijo próximo al suyo y sus temores aumentaron cuando esta mujer le dijo que muchas personas tienen poderes para ver y hablar con los muertos y que Juanito podía tener esa gracia.   

En julio de 1945, Pedro, el “aperaor” del cortijo les llevó una carta de Bartolomé, el hermano del padre de Juanito. Bartolomé luchó en el bando republicano y poco antes de acabar la guerra civil se pasó a Francia. Allí conoció a una mujer estadounidense con la que se casó y marchó con ella a los Estados Unidos de América. En la carta, Bartolomé, como en otras anteriores les animaba a que se fueran con él, pero esta vez iba a más, pues les anunciaba que a través de un compatriota que regresaba a la península y que pasaría por Jaén, les enviaba dólares más que suficientes para arreglar la tramitación de los pasaportes y los pasajes.

Elfi no se equivocó, tal como le anunció al niño, ese año debido a la sequía no se cosechó cereal alguno y el hambre se estableció en muchos hogares. Los jornales eran escasos y el dueño del cortijo ante la mala cosecha de aceituna que se preveía limitó los trabajos en la finca. La situación era tan caótica que aquél que tenía la suerte de encontrar trabajo para un día, su salario  equivalía a lo que costaba un pan. Por esta situación los padres de Juanito decidieron emigrar al país donde se encontraba Bartolomé. Cuando Juanito se enteró, lloró de forma desconsolada y no servía que su madre le dijera que iban a ver el mar por primera vez y a navegar en un barco durante los muchos días que duraba la travesía. Desconsolado, Juanito albergó la esperanza en Elfi y creyó que tal vez utilizando el genio sus poderes llegara a abortar la decisión de emigrar tan lejos tomada por sus padres. Llorando salió corriendo del cortijo y se dirigió al punto de encuentro, la oliva centenaria, la morada de Elfi.

El duende sabido de antemano de la amargura del niño trató de consolarlo.

–No llores querido niño. Sé cuánto amas a esta tierra, pero no puedo hacer nada por ti. Te anticipo que vas a tener mucha suerte allí en el país donde os vais a asentar. Al principio os costará adaptaros, el idioma, el clima, sus costumbres, pero todo ello lo superareis.

–Pero, allí no podré llevar a mi perro, ni tendremos animalitos como mi cabra, ni tampoco conejos, gallinas, ni podré buscar nidos en los olivares…

–No te preocupes, yo sé que nunca olvidarás a esta tierra, al cortijo, al arroyo que discurre por la cañada cuajado de higueras, nogales y zarzamoras, ni tampoco a los jornaleros, muleros, y  asalariados que frecuentan la hacienda…

–Nunca más volveré. Los Estados Unidos de América, están muy lejos.

Juanito que seguía llorando interrumpió a Elfi, y este con la voz rota contagiado por la emoción respondió:

–Volverás, de modo que esto no es una despedida, es un hasta luego. Te prometo que volveremos a vernos, pero aunque te quedan tres días para emprender el viaje, hoy me despido de ti, pues no quiero que pases otro mal rato. Si vinieras no me haré visible. Adiós Juanito, y recuerda que un día volveremos a encontrarnos aquí, en este mismo lugar.

Y dicho esto, inmediatamente desapareció. 

El tiempo transcurrió muy rápido. Más de setenta y cinco cosechas llevaba contadas Elfi desde que Juanito se marchó a América. El almanaque de los humanos marcaba octubre del año 2021

La vieja pero frondosa oliva donde seguía viviendo Elfi estaba repleta de  aceitunas voluminosas de un verde brillante llegando muchas de sus ramas por la sobrecarga a estar dobladas. Algunas ya estaban adquiriendo tonos violáceos y bermellones. Como genio que era sabía que dentro de unos días iban a venir a recolectarla con el fin de conseguir un aceite especial como es el de la primera prensada de la cosecha. La oliva, este año, siguiendo las órdenes del duende, cada una de sus aceitunas encerraba en su interior de manera equilibrada los componentes necesarios para la obtención de aceite de una calidad superior. También les ordenó encarecidamente a unas pocas de las más hermosas de las aceitunas que una vez prensadas reagruparan su líquido para que el aceite obtenido de ellas fuese a caer todo junto en una  botella al envasarlo  

Año 2021, vísperas de Navidad. Boston. Massachusetts. Estados Unidos de América.

Una mujer de aproximadamente cincuenta años de edad se encuentra en un supermercado llevando un carrito donde va echando los géneros que le son necesarios. En unos de los sitios más destacados del local hay un expositor donde desde lejos se puede leer: Olive Oil From Spain. (Aceite de oliva de España) Se acerca hasta él y entre muchas escoge una botella lacada con arabescos dibujos. La mujer lee el origen del producto y sus ojos expresan sorpresa y júbilo al comprobar que el aceite que contiene está elaborado en una almazara de Torredelcampo, pueblo originario de su padre.  Llegado a su hogar, desde el umbral de la puerta mientras deja caer las bolsas de papel de las compras provisionalmente en el suelo, entra en el interior de la casa llevando la botella de aceite en sus manos y toda exultante gritó:

– ¡Papá, papá…!   

Juan Alcántara Moral, aquél niño conocido como Juanito es ahora un anciano de ochenta y dos años. Su mujer murió hace mucho tiempo, era argentina, y su única hija  divorciada con tres hijos vive en su casa. Juan, trabajó desde siempre en un almacén del puerto de Bostón en la carga y descarga de mercancías. Sufre del corazón y de artritis aguda. Desde que llegó a América disfruta viendo salir el sol, ahora lo hace desde una de las ventanas de su casa porque en esa dirección dice está el pueblo donde nació, el cortijo donde se crió y desde el cual divisaba colinas y llanuras infinitas de olivares. De Elfi, a nadie le habló, y ahora, entre la niebla del tiempo, piensa que aquello fuese un espejismo, o la ensoñación propia de un chiquillo donde con el paso del tiempo llega a confundir la fantasía con la realidad.

La hija de Juan, entró en la estancia donde estaba su padre y de nuevo exclamó:

–Mira papá. Traigo una botella de aceite que viene de España, de tu pueblo de  Jaén. Aquí dice que está elaborado allí, en Torredelcampo, en la tierra que te vio nacer y de la que tanto me has hablado.

Juan cogió la botella, se ajustó las gafas y comprobó que efectivamente el aceite había sido producido y envasado en su pueblo. Sus ojos rebosantes de satisfacción acompañados de una sonrisa mostraron el agradecimiento a su hija por el regalo.

  –Muchas gracias, hija. Mañana daré buena cuenta de él en el desayuno –dijo en español, empleando el acento, tono y seseo de como hablaban los de su pueblo y que  nunca llegó a perder. En su casa, de puertas para adentro tenían la buena costumbre de hablar siempre en castellano y no en inglés.

A la mañana siguiente Juan se levantó antes de lo acostumbrado. Se dirigió a la cocina, preparó café, cortó dos rebanadas de pan y las introdujo en el tostador. Una vez dorado le restregó un diente de ajo. A continuación abrió la botella de aceite y al momento su olor afrutado le transportó hasta el molino del cortijo, al aroma que desprendía el caldo cuando la aceituna molida era prensada. Después regó el pan con el líquido de la botella hasta que su color dorado quedó casi oculto por el del  verde intenso casi divino del aceite. Para empaparlo lo pinchó la tostada con un tenedor con el fin de que  el líquido se introdujera en él, esto lo aprendió de su padre. Acabado de desayunar como era su costumbre se sentó en el sofá y se quedó dormido.

Sin saber cómo, se encontró en la lonja del cortijo no dando crédito a lo que estaba viendo, el cortijo estaba semiderruido. Con mucha cautela y apartando con las manos algunas vigas de madera que yacían en el suelo, se adentró en él y quiso inspeccionarlo.  

Allí estaba él de nuevo, en aquél cortijo donde el hambre murió amortajada con harapos negros hace mucho tiempo. Observó cómo por los huecos de las derruidas ventanas entraban raquíticas palomas  que se posaban antes de morir en estacas en las que antes colgaban talegas  con pan duro. Asimismo contempló que aún estaba aquella mancha en la pared donde pendió un viejo candil, aquél que alumbró el parto de una niña analfabeta, su madre. Todavía estaba la chimenea en la que con lumbres de estiércol seco roncaron pucheros en los que bailaban al son de la música de sus hervores contados y desamparados garbanzos. Y el pajar en el que los muleros jugaban a las cartas las tardes de tormenta al que le faltaba algunas de sus paredes. Había en el suelo muelles oxidados del somier donde su madre la cortijera dormía soñando con bañarse en el mar que nunca conoció hasta que emigraron, y la cuadra, donde ahora había cascotes en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas. Allí estaba también el aljibe donde en su profundidad solo beberían agua vieja  jornaleros muertos, y la alacena arrumbada la que nunca albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro. Tropezó en su caminar con una destartalada puerta con clavos corroídos por la herrumbre, aquella que soportó los silbidos del viento  de más de mil temporales, y pensó que habrá días donde a la luna le gustaría aún acostarse en el sudoroso y viejo jergón donde murió el abuelo, ahora descolorido y mugriento por el tiempo el cual reposaba en un ala de una habitación que amenazaba derrumbarse. Entre tanta desolación y ruinas pensó que habrá noches en las que se oirán lamentos, pero será el alma de desgarrados fandangos cantados por finados jornaleros que ansiarán  volver a vivir otra vez en aquel cortijo.

Meditando el lamentable panorama que estaba viendo se dirigió a la oliva donde habitaba Elfi. El duende lo estaba esperando.

¡Hola, Elfi!

Un placer volver a verte Juanito. Ya te dije que volveríamos a encontrarnos. ¿Te ha gustado el aceite? Era de aceitunas de esta oliva, la que  yo vivo. Quise que lo probaras antes de que emprendieras el último viaje de tu vida.

Claro que me gustó Elfi, pero estoy confundido… ¿cómo me encuentro aquí y no en mi casa de Boston? ¡Anda, pero si veo venir a mis padres! ¡Mamá, papá…!

Juanito no podía creer lo que estaba viendo y viviendo. Todo le parecía muy extraño. Los dolores de artritis le habían desaparecido y hasta el profundo dolor que sintió en su pecho por el que se despertó de su siesta mañanera. Ahora, tenía la sensación de estar como flotando.

Vamos hijo, no podemos demorarnos mucho, Él te está esperando le ordenó su madre.

Ilusionado por encontrarse con sus padres, solo pudo decir:

Adiós Elfi. Hasta…

Hasta siempre, querido niño.

Juanito se perdió junto con sus padres entre una espesa niebla en la anochecida tarde de diciembre. Una luz blanca muy potente les abría el camino entre los olivares.

¡FELIZ NAVIDAD!


miércoles, 29 de noviembre de 2023

ESTANDO EN MI PUEBLO.

 

En la Noche de Difuntos.

La tarde agoniza vestida de un gris de medio luto. En el olivar el silencio lo romperá el sonido de una lluvia débil que solo servirá para que beban las ánimas y para que el recién llegado zorzal busque como paraguas una rama más copiosa para pasar la noche.

Es Noche de Difuntos. Desde el patio de mi casa observo a una  triste luna en fase decadente que se asoma a intervalos por las ventanas de los nublos e iluminará con su pobre candil a los olivares torrecampeños. Débiles llamaradas de esta pobre luna alumbrarán a los derruidos cortijos con su apagada y  amarillenta luz queriendo con ello resucitar a lo que una vez tuvo vida. Ya, ni los ripios de sus ruinas quieren celebrar esta fiesta. Halloween se bebió todo el aguardiente, aquél con el que en tiempos de mis abuelos los dueños de las haciendas agasajaban esta fúnebre noche a los jornaleros en los cortijos después de saborear las típicas gachas.  Hoy no habría ningún valiente que montado a caballo estando de por medio una apuesta, quisiese ir en esta tenebrosa noche desde el cortijo hasta el cementerio del pueblo a clavar un clavo en la puerta del camposanto. Ahora las luces impedirían que al hacerlo  atrapase su capa como aquella vez contaban nuestros antepasados.

En el exterior de mi casa a intervalos silba un viento que me recuerda al silbido de los gañanes cuando su yunta no obedecía a sus voces. En otros tiempos estas ráfagas de aire venían acompañadas por el triste y luctuoso sonar de las campanas tocando a muerto durante toda la noche. Le pregunto al chiquillo que aún vive en mí si estaría dispuesto a obedecer a mi padre a su orden de subir a la cámara a por un melón oyendo tan fúnebres sonidos. Obedecería como aquella vez mientras que la luz y el chisporrotear de las mariposas de aceite se colaban por las rendijas de la puerta de la cantarera.

Debo de confesar que aquél chiquillo obediente que fui, más tarde mostró su rebeldía al no querer emigrar conmigo y se quedó aquí, en nuestro pueblo hasta que el contrato que firmamos entre los dos finiquite. Ninguna de las partes sabemos el día que dicho contrato prescribirá, lo cierto es que existe una cláusula que dice que no admite prórrogas. Espero que  Él, aquél que tiene el poder de ponerle fecha de caducidad tarde en hacerlo.

Queridos amigos/as en noches como estas, juego a ser nuevamente niño, y lo hago escribiendo estas líneas y saboreando un plato de nuestras típicas gachas dulces en el postre de la cena  con tostones y rociadas de canela, como debe ser. Ya que hemos perdido tanto de lo bueno que teníamos, al menos conservemos al menos esta tradición tan torrecampeña.

lunes, 9 de octubre de 2023

SECUENCIAS VERANIEGAS.

 

SECUENCIAS VERANIEGAS.

Desde mi pueblo.

Al morir la tarde veo como el sol infame de agosto da los últimos latigazos de fuego a los edificios más altos que se dejan ver desde el patio de mi casa, sol que habrá abrevado otro día más en las raíces de los sedientos olivares acelerando con ello su triste color céreo de mortaja. Casi anocheciendo, mi jazmín, obedeciendo la orden dada por sus ancestros abre sus blancas flores perfumando un aire abrasador más ardiente que aquellos de siega que disfruté en mi pubertad, “La niña finge un toro de jazmines y el toro es un sangriento crepúsculo que brama”. García Lorca.

El calor es sofocante e invita a salir a refrescarse. Junto con mi mujer y unos amigos después de un corto paseo intentamos ya de noche sentarnos sin conseguirlo en algunas de las muchas terrazas de los bares y restaurantes que jalonan los paseos cercanos al parque. Las sillas de los veladores inclinadas en un besa-cubiertos indicaban su reserva, y los tenedores, cuchillos y demás menajes esperaban a aquellos que darían cuenta de todo lo que figurara en su cuenta a la hora de pagar. Mientras deambulamos viene a mi memoria lo del saquillo de patatas, un lujo de aperitivo en tiempos de feria siendo yo un imberbe. Disfruto contemplando el alto nivel de vida alcanzado en nuestro pueblo. A las pruebas me remito, aunque sospecho que el postureo está de moda en todas partes. Al rato, sin poder encontrar una mesa nos despedimos de los amigos y marchamos de nuevo a casa. Otro día habrá más suerte.      

Algunas otras noches de este caluroso verano, devorado por una taciturnidad que  anida en mí en ocasiones y a la que no le he dado permiso  de residencia, me solía hundir entre los ripios y miserias de mis recuerdos mirando la bóveda celeste desde el patio de mi casa en un silencio tan profundo que creía percibir oír el latir de mis arterias. A veces, este silencio era interrumpido por el ladrar lejano de un perro  al que inmediatamente le contestaban otros desde más lejos. No ladraron tal vez amedrentados las dos noches en la que una extraña hilera de luces, al menos cuarenta perfectamente alineadas cruzaron el cielo de nuestro pueblo de Oeste a Este.  Me acojoné la primera vez que vi aquello hasta el punto de recordar en ese primer momento lo que nos repiten los agoreros sobre el fin del mundo “Y se verán extrañas señales en el cielo”. Al día siguiente descubrí que se trataba de los satélites Starlink,  del adinerado y poderoso Elon Musk.

En esas noches estrelladas, desde ese silencio ya relatado, he escrito mentalmente cosas que  ya he olvidado, otras,  he dado en pensar que la vida es como aquél cine Risán de mi niñez. Es como aquél patio de butacas donde a medida que alguien de las primeras fila muere, el acomodador te obliga a ir acercándote hacia aquellos que acomodados en la filas descritas serán los primeros en abandonar el local porque la función en este mundo se les acabó. Yo no sé en qué fila estaré sentado, lo que doy por seguro es que por mis años no estaré acomodado en el gallinero. Esta metáfora me la suelo aplicar cuando alguien conocido de mi edad o más mayor al fallecer   lo hago espectador de este cine y me digo que a partir de ese momento me obligarán a moverme de asiento, siempre  con dirección al escenario, es decir, aproximarme a los que por la edad están próximos a ver el Fin o el The End de su vida. 

Mientras tanto queridos amigos, espero pasar muchos veranos  como el pasado en nuestro pueblo. Ya he reservado mesa para el año que viene.  Espero veros a todos, así que cuidaros, en especial a los que fuisteis al cine Risan con el fin de que el acomodador del cine referido no me obligue a  cambiar de butaca.

lunes, 12 de junio de 2023

PASEANDO POR EL PARQUE DE NUESTRO PUEBLO.

 

PASEANDO POR EL PARQUE DE NUESTRO PUEBLO.

Ha llovido, y mi pueblo se ha lavado del polvo acumulado por la sequía. Las tardes a principios de junio son prolongadas; la mayoría de ellas con atardeceres rojizos, otras, como la de hoy grises y melancólicas que presagian de nuevo lluvia. Me gusta pasear en tardes así. Hoy lo hago cuando el manto oscuro de la noche ya abraza a los tejados. Al poco de mi caminar, la luz azulada de un imprevisto relámpago ilumina un instante los edificios y las siluetas de gentes que veo correr despavoridas. Empieza a llover de manera silenciosa en la recién estrenada noche. En mi paraguas retumban las gotas con un susurro agradable y relajado que muere momentáneamente por el retumbar de un trueno lejano. Me interno en el parque. Miro al anaranjado cielo producido por las luces de las farolas. Sus destellos al contraluz chisporrotean en un baile de gotas que se mecen a merced del suave viento y mueren en el mar brilloso del pavimento. Uno de los nogales muestra orgulloso sus tiernos e incipientes frutos que se esconden entre su frondoso y bañado follaje. El parque está solitario. Una paloma revoletea y alza su vuelo hasta lo más alto de una de las palmeras de tronco delgado que se erigen buscando el cielo. Son estas palmeras las que llevan la cuenta de tantos como se mudaron al otro parque donde mandan los cipreses. Los surtidores de la gran fuente rectangular cantan esta vez para mí solo; agradezco este detalle sinfónico. Observo como las gotas de la lluvia hechas perlas resbalan por los pétalos de las encendidas rosas de uno de los macizos de los jardines donde compiten variedad de colores. El agua atempera su fragancia pero lo sustituye el del petricor, el del agradable olor a tierra mojada. Contemplo las hojas de los pinos llamadas agujas convertidas en alfileres de aquellos de hacer bolillos porque en cada una de ellas cuelga una gota. El reloj de la iglesia desgrana en este instante las lentas campanadas horarias que llegan hasta el parque entrecortadas por el viento, tanto, que parecen confundirse con el toque fúnebre de un entierro. No quiero pensar en la muerte cuando todo lo que veo está rodeado de vida.  De pronto, una fuerte ráfaga de viento agita la arboleda produciendo un extraño silbido que se confunde con un sonido al que estoy muy acostumbrado, al de un avión que busca entre la bruma la pista de aterrizaje próxima y me vuelve a la realidad. ¡Madre mía! ¡No puede ser…! ¡Jo…!

Amigos/as, es verdad que me encontraba paseando en una tarde gris y lluviosa como la descrita, pero lo hacía por las calles próximas a mi hogar en esta mi tierra adoptiva madrileña, aunque de manera inconsciente mis pensamientos como habéis podido descubrir volaron hasta mi pueblo y a un lugar que forma parte de nuestras vidas, nuestro parque.   

PESIMISMO.

 

PESIMISMO.

La incertidumbre, la vulnerabilidad, y el dolor, durante los años de pandemia, no cabe la menor duda que nos dejaron marcados.  Esa amenaza para nuestras vidas, esa impotencia ante la gravedad palpable de los primeros meses, los cuales fueron los más duros, entonces, en aquellos momentos, dejamos relegados los problemas cotidianos que la sociedad vivía como podían ser el paro, la economía, o el cambio climático, por poner un ejemplo, y dimos paso a algo que a su vez nació con mucha virulencia, algo muy contagioso que se instaló en muchos de nosotros y que  se resiste a desaparecer, me refiero al pesimismo.

La desesperación vivida durante el covid, la incomunicación, la vida en soledad de muchos, y la falta de esperanza, nos generaron expectativas más que inciertas, de ahí que aquellas personas un tanto taciturnas vieran el futuro en aquellos momentos con mucha inseguridad perdiendo el sentido a la vida y abocados a enfermedades mentales como la ansiedad y la depresión de la que muchos luchan todavía por salir.

Pero aquello afortunadamente ya lo dejamos atrás, aunque desde entonces hay muchas personas en las que el pesimismo sigue instalado en ellas manteniendo desde entonces un no constante a cualquier cambio o alteración en sus vidas. Estos individuos son los que siempre ven el horizonte cuajado de nubarrones negros presagiando que si hoy estamos mal, mañana estaremos peor, todo un sin sentido. Entiendo a las personas que viven en soledad padeciendo lamentablemente el aislamiento social y que según las estadísticas cada día son más los hogares en los que habita solo una persona, y entiendo también que estos vean la vida desde otra perspectiva, pero soñar, crear, y tener algún proyecto o alguna ilusión no cabe duda sería una tabla de salvación para sus vidas.  

No caigamos en el pesimismo, este es un consejo que hago extensivo a todos, pero en especial va dirigido a las personas mayores. Nuestros padres y abuelos tenían razones más que sobradas para desmoralizarse, y sin embargo aguantaron estoicamente los tremendos embistes que la vida les regaló. Me imagino a aquél jornalero que iba a la plaza a buscar un jornal para el sustento de la familia y pasaban días y días sin que nadie le contratara, y sin embargo, tal vez en su casa se le oyera desde la calle cantar algún fandango, aunque fuese un martinete, del que cuentan los entendidos en cante que es uno de los palos más tristes. En condiciones como aquellas, la ansiedad, la depresión, y el estrés todavía no estaba inventado. Si acaso, recuerdo una frase la cual no sé si se mantiene viva en nuestro pueblo que era empleada cuando alguien estaba triste y distraído: “Fulano desde que le pasó aquello, se ha metido en sí.”

Tengamos esperanza y no seamos pesimistas. Practiquemos un hobby, seamos más comunicativos relacionándonos más de lo que habitualmente lo hacemos. Esa cervecita con los amigos, o ese café en animada charla siempre será un estímulo para ese decadente estado de ánimo.   

Debo de sincerarme. Acabo de leer lo que he escrito y me doy las gracias, pues estas recomendaciones me atañen a mí también. Dicen, que practicar la terapia en grupo da muy buenos resultados. Yo sin querer acabo de hacerlo.  

lunes, 6 de marzo de 2023

LA TRANSFORMACIÓN DE NUESTROS PAISAJES.

 

Un viento adormilado mece débilmente las ramas de los álamos desnudos que dormitan cerca de nuestra ermita mientras esperan a que el pintor de la primavera los coloree con el verde intenso del “panpatos”. Huele a monte, pero a monte torrecampeño.  A veces me pregunto por qué este olor es tan característico y tan distinto al de otros. Tal vez sea el exceso de amor a esta tierra que hasta en esto la distingo de las demás, me digo. He dejado mi coche bajo los álamos descritos y junto con mi mujer bajamos con cuidado para no resbalar por la rampa de nuestra ermita sembrada por “bolicas” caducas, la simiente de los árboles llamados en botánica cinamomos, y esto me hace recordar cuando en los años sesenta aquí en Madrid,  la policía a caballo corría abriéndose paso en las manifestaciones de los del metal entonces prohibidas, y estos se defendían arrojando en el suelo bolas de cojinetes, lo que hacía caer al caballo y al jinete. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, me digo mientras ando con cuidado rampa abajo.

Dentro de la ermita creo que es el espeso silencio reinante el que hace crujir la madera de los bancos. Ya no huele como antes al tufillo místico que desprendía la cera de las velas que alumbraban a nuestras imágenes sagradas. Todo sea para que aquél incendio descrito en el libro “Memoria rescatada de la Cofradia Santa Ana” de Juan Moral Gadeo y Francisco Pérez Martos, no se vuelva a repetir. Mis oraciones quedan flotando en la ermita. Es temprano y Santa Ana no habrá llegado aún, ya se sabe, hasta que se toma el café en el Cielo no regresa a este su santuario, pero estoy seguro que  recogerá mis plegarias y las tendrá muy en cuenta como siempre hace.

Desde la lonja de la ermita contemplo el paisaje. La mañana es fría y Jabalcuz se arropa con la bruma, que más parece que lo hace con los jirones de una sucia sábana gris. El humo espeso producido por una hoguera a lo lejos quiere competir con la neblina que envuelven las cúspides de las montañas sin conseguirlo pues al poco de elevarse cae internándose por las cañadas próximas desde donde nace. Imposible el contar los chalet que desde aquí diviso. Le llaman chiringuitos. Algunas edificaciones lo serán, pero todo el paisaje es ya una muy extensa urbanización rayando muchas construcciones en la excentricidad, eso me cuentan. Traslado mi vista hacía la campiña la que en este tiempo cuando era niño era un mosaico de colores en el que predominaba el verde de los sembrados salpicado por los pardos y rojizos de los barbechos. ¡Cuánto ha cambiado nuestro paisaje!   

Me marcho, no quiero demorar más la partida hasta mi residencia madrileña. Mi viejo automóvil me espera cargado con el equipaje y algunas de las ricas viandas de esta nuestra tierra. Es mi costumbre antes de mi regreso, el visitar a nuestra Patrona. Uno de los almendros cercano a la ermita muestra orgulloso sus primeras flores. Lástima, vendrán de seguro más fríos, y lo peor, heladas. Ojalá me equivoque.

Antes de montarme en mi coche observo el pinar del cerro Miguelico. En el interior de su espesura rugen varias motos con un sonido ensordecedor. No sé si habrá carriles autorizados para que circulen  por entre el intrincado del bosque de pinos, pero este ruido infernal no contribuirá al normal desarrollo del ecosistema. Pinos estos que fueron plantados a finales de los sesenta estando yo en la mili. Recuerdo que antes, el paisaje del cerro estaba compuesto por encinas dispersas, carrascas, abulagas, y plantas olorosas como el tomillo, además de otras especies autóctonas.

Circulo hasta el pueblo detrás de un camión bañera cargado con otra   dentellada más dada al monte. En mi desaliento recapacito y pienso que todos hemos contribuido y seguimos colaborando de alguna manera a la transformación de nuestro paisaje. Para darme ánimo empleo una frase muy cinéfila, aquella de Rick (Humphrey Bogart) a Elsa (Ingrid Bergman) en la película Casablanca: Siempre nos quedará Paris, y yo digo: Siempre nos quedará el Bosque de la Bañizuela.