Foto de Julián Ruiz
La abuela sentada en el sofá medita. Es Noche Buena. Su hijo
ha ido a recogerla para cenar en familia. ¡Venga abuela, no estés triste, es
Nochebuena y debemos de estar alegres! La voz de su nieto la vuelve a la
realidad por unos momentos. Mira a la mesa que
están montando donde platos vasos y cubiertos cubren la mayor parte del
mantel. Observa que en el hueco donde se sentaba su marido está huérfano de
vajillas y utensilios en su recuerdo. Sus pensamientos retroceden en el tiempo
y vuelve a su infancia, a su calle, a su hogar donde en una noche como esta
todo era diferente. El recuerdo de aquellos mantecados elaborados en el horno
de la panadería y galletas onduladas que fabricaba su madre le retrotrae junto
con el del sabor del ajonjolí. En otras casas esta noche no había más que unas
rosetas y unas batatas asadas con azúcar y canela pero en ninguna faltaba la
alegría. Papá Noel por aquel entonces no se acordaba de nadie, tal vez porque
la pobreza no va con este personaje. De camino a casa de su hijo ha observado el
brillo multicolor del alumbrado navideño torrecampeño. A través del cristal del
coche, desde un altozano de una de las calles ha mirado la cantidad de luces
que titilan en la sierra en tantas casas de campo como la pueblan. Paz también
en las alturas dice para sí. En sus tiempos solo unas pobres bombillas
iluminaban a trozos las calles del pueblo. Afortunados aquellos novios que les
tocaba la penumbra. En todas ellas a esas horas resonaban panderetas elaboradas
con tapones aplastados de botellas cerveza que hacían de címbalos. En casa de
sus padres no faltaba la botella de anís para cuando algunos jóvenes cantaran: “De
quién es esta casa grande con tantísimos balcones” Entre tantos mozos cantarines pedigüeños del trago de
aguardiente como aguinaldo, allí estaba el que hoy falta a la mesa.
Ella, es una magnífica
actora pues durante la cena ha recordado algo que a todos les ha hecho reír,
pero la herida sigue abierta y se esconde detrás de sus sonrisas desde que se
fue su amor, su compañero, aquél que disfrutaba todos los años preparándolo
todo para la cena de Nochebuena y siempre les recordaba a su hijo y a su nieto
lo duro de aquellas dos navidades que pasó lejos de la familia cuando de
emigrante estuvo trabajando en Alemania.
Su nuera es un sol que la colma de halagos y atenciones ¡Ande,
cómase esto! ¿Pero ya no quiere usted más? ¿Le traigo otra cosa? Así durante
toda la cena. Después, en la sobremesa,
mientras su hijo y su nieto juegan una partida de ajedrez, ella ayuda a
su nuera a recogerlo todo y a ordenarlo. Se encuentra ágil y quiere ser útil. Pasado
un buen rato, luego de unas charlas distendidas, sonó el timbre. Era su amiga.
Ambas habían quedado para ir juntas a la Misa del Gallo. Cuando la abuela se
despide, su nuera, tras el cristal de la ventana observa el empaque y el
donaire que sigue conservando su suegra mientras camina. En la calle
explosionan petardos. En otros tiempos los únicos cohetes que detonaban eran
los que con su garganta estallaba Juanito, “El Ito”.
La abuela y su amiga avanzan con dirección a la iglesia por
las calles ahora solitarias entre la neblina y las luces mortecinas de los
faroles que barnizan a los adoquines con retazos de un mar de cristal, mientras
que el frio manto de la bruma se balancea asustado al oír el repique del último
toque de las campanas para la Misa del Gallo.
Yo, el que esto escribe, en nombre de esta abuela y de tantas
otras y otros que se sentirán identificados con este escrito, os deseo a todos ¡Felices Pascuas!
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