PASEANDO
POR EL PARQUE DE NUESTRO PUEBLO.
Ha llovido, y mi pueblo
se ha lavado del polvo acumulado por la sequía. Las tardes a principios de
junio son prolongadas; la mayoría de ellas con atardeceres rojizos, otras, como
la de hoy grises y melancólicas que presagian de nuevo lluvia. Me gusta pasear
en tardes así. Hoy lo hago cuando el manto oscuro de la noche ya abraza a los
tejados. Al poco de mi caminar, la luz azulada de un imprevisto relámpago ilumina
un instante los edificios y las siluetas de gentes que veo correr despavoridas.
Empieza a llover de manera silenciosa en la recién estrenada noche. En mi
paraguas retumban las gotas con un susurro agradable y relajado que muere
momentáneamente por el retumbar de un trueno lejano. Me interno en el parque. Miro
al anaranjado cielo producido por las luces de las farolas. Sus destellos al
contraluz chisporrotean en un baile de gotas que se mecen a merced del suave
viento y mueren en el mar brilloso del pavimento. Uno de los nogales muestra
orgulloso sus tiernos e incipientes frutos que se esconden entre su frondoso y
bañado follaje. El parque está solitario. Una paloma revoletea y alza su vuelo
hasta lo más alto de una de las palmeras de tronco delgado que se erigen
buscando el cielo. Son estas palmeras las que llevan la cuenta de tantos como
se mudaron al otro parque donde mandan los cipreses. Los surtidores de la gran
fuente rectangular cantan esta vez para mí solo; agradezco este detalle
sinfónico. Observo como las gotas de la lluvia hechas perlas resbalan por los
pétalos de las encendidas rosas de uno de los macizos de los jardines donde
compiten variedad de colores. El agua atempera su fragancia pero lo sustituye
el del petricor, el del agradable olor a tierra mojada. Contemplo las hojas de
los pinos llamadas agujas convertidas en alfileres de aquellos de hacer
bolillos porque en cada una de ellas cuelga una gota. El reloj de la iglesia
desgrana en este instante las lentas campanadas horarias que llegan hasta el
parque entrecortadas por el viento, tanto, que parecen confundirse con el toque
fúnebre de un entierro. No quiero pensar en la muerte cuando todo lo que veo
está rodeado de vida. De pronto, una
fuerte ráfaga de viento agita la arboleda produciendo un extraño silbido que se
confunde con un sonido al que estoy muy acostumbrado, al de un avión que busca
entre la bruma la pista de aterrizaje próxima y me vuelve a la realidad. ¡Madre
mía! ¡No puede ser…! ¡Jo…!
Amigos/as, es verdad
que me encontraba paseando en una tarde gris y lluviosa como la descrita, pero
lo hacía por las calles próximas a mi hogar en esta mi tierra adoptiva
madrileña, aunque de manera inconsciente mis pensamientos como habéis podido
descubrir volaron hasta mi pueblo y a un lugar que forma parte de nuestras
vidas, nuestro parque.
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