Un viento adormilado mece débilmente las ramas de los álamos desnudos que dormitan cerca de nuestra ermita mientras esperan a que el pintor de la primavera los coloree con el verde intenso del “panpatos”. Huele a monte, pero a monte torrecampeño. A veces me pregunto por qué este olor es tan característico y tan distinto al de otros. Tal vez sea el exceso de amor a esta tierra que hasta en esto la distingo de las demás, me digo. He dejado mi coche bajo los álamos descritos y junto con mi mujer bajamos con cuidado para no resbalar por la rampa de nuestra ermita sembrada por “bolicas” caducas, la simiente de los árboles llamados en botánica cinamomos, y esto me hace recordar cuando en los años sesenta aquí en Madrid, la policía a caballo corría abriéndose paso en las manifestaciones de los del metal entonces prohibidas, y estos se defendían arrojando en el suelo bolas de cojinetes, lo que hacía caer al caballo y al jinete. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, me digo mientras ando con cuidado rampa abajo.
Dentro de la ermita
creo que es el espeso silencio reinante el que hace crujir la madera de los
bancos. Ya no huele como antes al tufillo místico que desprendía la cera de las
velas que alumbraban a nuestras imágenes sagradas. Todo sea para que aquél
incendio descrito en el libro “Memoria
rescatada de la Cofradia Santa Ana” de Juan Moral Gadeo y Francisco Pérez
Martos, no se vuelva a repetir. Mis oraciones quedan flotando en la ermita. Es
temprano y Santa Ana no habrá llegado aún, ya se sabe, hasta que se toma el
café en el Cielo no regresa a este su santuario, pero estoy seguro que recogerá mis plegarias y las tendrá muy en
cuenta como siempre hace.
Desde la lonja de la
ermita contemplo el paisaje. La mañana es fría y Jabalcuz se arropa con la
bruma, que más parece que lo hace con los jirones de una sucia sábana gris. El
humo espeso producido por una hoguera a lo lejos quiere competir con la neblina
que envuelven las cúspides de las montañas sin conseguirlo pues al poco de
elevarse cae internándose por las cañadas próximas desde donde nace. Imposible
el contar los chalet que desde aquí diviso. Le llaman chiringuitos. Algunas
edificaciones lo serán, pero todo el paisaje es ya una muy extensa urbanización
rayando muchas construcciones en la excentricidad, eso me cuentan. Traslado mi
vista hacía la campiña la que en este tiempo cuando era niño era un mosaico de
colores en el que predominaba el verde de los sembrados salpicado por los
pardos y rojizos de los barbechos. ¡Cuánto ha cambiado nuestro paisaje!
Me marcho, no quiero
demorar más la partida hasta mi residencia madrileña. Mi viejo automóvil me
espera cargado con el equipaje y algunas de las ricas viandas de esta nuestra
tierra. Es mi costumbre antes de mi regreso, el visitar a nuestra Patrona. Uno
de los almendros cercano a la ermita muestra orgulloso sus primeras flores.
Lástima, vendrán de seguro más fríos, y lo peor, heladas. Ojalá me equivoque.
Antes de montarme en mi
coche observo el pinar del cerro Miguelico. En el interior de su espesura rugen
varias motos con un sonido ensordecedor. No sé si habrá carriles autorizados
para que circulen por entre el intrincado
del bosque de pinos, pero este ruido infernal no contribuirá al normal
desarrollo del ecosistema. Pinos estos que fueron plantados a finales de los
sesenta estando yo en la mili. Recuerdo que antes, el paisaje del cerro estaba
compuesto por encinas dispersas, carrascas, abulagas, y plantas olorosas como
el tomillo, además de otras especies autóctonas.
Circulo hasta el pueblo
detrás de un camión bañera cargado con otra dentellada más dada al monte. En mi
desaliento recapacito y pienso que todos hemos contribuido y seguimos
colaborando de alguna manera a la transformación de nuestro paisaje. Para darme
ánimo empleo una frase muy cinéfila, aquella de Rick (Humphrey Bogart) a Elsa (Ingrid
Bergman) en la película Casablanca: Siempre
nos quedará Paris, y yo digo: Siempre nos quedará el Bosque de la
Bañizuela.
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