SANITARIOS
DE ENTONCES
Bartolillo era un niño
escuchimizado de aspecto enfermizo, con rodales blancos en la cara lo que
aumentaba su deprimente estado canijo. A veces, un vecino de la calle le traía
del campo bulbos del color de las
zanahorias llamados gamones para que se frotara con ellos en los rodales que
tanto afeaban su rostro. Bartolillo, debido a su endeblez, nunca buscaba pelea pues
siempre se plegaba sumiso a las órdenes de cualquiera de los amigos de la
calle, ni que decir, de los cabecillas que dominaban el grupo.
Aquél día Bartolillo no
salió a jugar como acostumbraba. El grupo de niños que correteaban en la calle
dejaron de hacerlo cuando vieron a don Manuel Pulgar, el médico, todo muy
diligente asomando por lo alto de la calle con su maletín. El servicial y
bondadoso galeno pasó delante de los niños con su vestimenta habitual de traje
y corbata y se internó unos metros más adelante en la casa de Bartolillo donde
habían requerido sus servicios. La madre
del niño toda apurada le contó al médico que su hijo a raíz de que vomitara la
cena la noche anterior, la fiebre y la tos se habían apoderado de él. Don
Manuel auscultó a Bartolillo con su estetoscopio y después de explorarle otras
partes de su ligero y delgado cuerpo, diagnóstico que el niño padecía
bronquitis aguda, nada grave por el momento según aseguró a la mujer. Le recetó
además de una pastilla de okal cada ocho horas, dos inyecciones diarias durante
dos semanas, y sobre todo tomar mucho líquido, aunque lo más importante para su
pronta recuperación era conveniente una dieta rica en proteínas para aumentar
las débiles defensas de la criatura. Todo esto se lo explicaba don Manuel a la madre del niño mientras se lavaba las
manos en una jofaina “safa” que estaba preparada mucho antes de su visita junto
con una pastilla de jabón a estrenar y una inmaculada toalla.
Bartolillo en cuanto
oyó que todos los días tenían que ponerle dos inyecciones rompió a llorar. Don
Manuel, antes de despedirse de la criatura le dijo que no estaba bien visto que
los hombres lloraran y que las buenas viandas que a partir de ahora iba a
disfrutar compensaría el dolor de los pinchazos.
Y así fue como a partir
de aquél día, la visita del practicante se hizo habitual en casa de Bartolillo.
La persona a la que se le encomendó la tarea de inyectarle al chiquillo era un
practicante al que se le conocía cariñosamente como Manolito, hombre muy
dicharachero y jovial que algunas veces solía dar un fuerte cachete en las
posaderas antes de poner la inyección diciendo que ya estaba la aguja clavada,
y cuando estabas descuidado ¡zasca!. La
madre de Bartolillo antes de la visita del sanitario ya tenía preparado el bote
con alcohol y el paquete de algodón. Cuando llegó por primera vez, de una cartera pequeña que llevaba bajo el
brazo donde portaba los bártulos para su trabajo, sacó una pinza o tenacillas
para sostener un pequeño recipiente metálico que inundó de alcohol y después de introducir una aguja le prendió fuego. La aguja permaneció
hirviendo envuelta en una llama azul para su desinfección hasta que llegó a apagarse
una vez consumido el líquido inflamable. Luego, después de conectarla a la
jeringuilla pinchó con ella el tapón de goma del frasco que contenía el
medicamento y extrajo el líquido para inyectarlo en el trasero de Bartolillo
que aguantó estoicamente el pinchazo sin rechistar quedando como un héroe
delante de unos cuantos chiquillos amigos suyos, “golilleros” ellos que no
perdían detalle.
Los practicantes, al
igual que los médicos dependían en aquellos tiempos de los honorarios que
cobraban por realizar su trabajo. Así pues, el caer enfermo suponía a veces en
enfermedades graves la merma de los ahorros de las familias al tener que
comprar también los medicamentos. Pero la solidaridad mezclada con las
costumbres torrecampeñas no se hicieron esperar, pues a partir de ese día la casa
de Bartolillo era un puro devenir de vecinos y familiares entrando y saliendo
interesándose por la salud del chiquillo. Nadie que iba a visitarlo llevaba las
manos vacías. Latas de melocotón en almíbar, plátanos, dulces de la confitería,
chocolate, galletas, y hasta tripas de salchichón fueron almacenándose en la
alacena de la casa de Bartolillo que pronto se recuperó, aunque después de
superar la bronquitis, don Manuel le
recomendó guardar un mes de reposo. Cuando Bartolillo quedó restablecido del
todo, la despensa de su casa se había aliviado, como también habían disminuido el
número de los animales del corral. A partir de entonces aquél raquítico
chiquillo se transformó en un robusto chaval que por su fortaleza entre la
chiquillería causaba respeto. Lo peor es que a partir de ese momento cuando
jugaba al futbol motivado por su abultada barriguita, siempre le tocaba de portero.
Queridos amigos/as, con
esta historia he querido mostrar mi agradecimiento a los sanitarios que figuran
en esta narración de los tiempos de mi niñez y adolescencia, sin olvidarme de don José León, médico, y practicantes como
don Miguel, don Salvador y otro al que
se le conocía como Pepe, ya mayor, que acostumbraba a llevar un clavel en la
solapa y que un día suplió a Manolito a la hora de ponerle la inyección a
Bartolillo, el niño de esta narración.
El que esto escribe, en nombre de Bartolillo, y
en el mío propio, queremos expresar nuestro reconocimiento y gratitud a todos
ellos, y sé que sin pediros permiso, el pueblo de Torredelcampo, y en especial
los de mi generación, también se unirán a esta pequeña muestra de
agradecimiento.
PD. El hecho de señalar
a algunos sanitarios sin el término “don”, no es un menosprecio hacía ellos,
sino que para su fácil identificación uso la forma con la que cariñosamente se
les conocía. Quisiera que en los comentarios que hagáis no identifiquéis a
nadie con el apodo si lo tuviese. Gracias.
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