jueves, 23 de julio de 2020

REQUIÉN POR UN CORTIJO


RÉQUIEN POR UN CORTIJO.
A ellos, a la generación  a la que tanto les debe esta sociedad, y sobre todo, a los que formando parte de ella han muerto en mi pueblo por coronavirus.
En su memoria.
Hay un cortijo en mi pueblo donde el hambre yace amortajada con harapos negros.
Hay ventanas por las que entran raquíticas palomas  que se posan antes de morir en estacas donde antes colgaban talegas  con pan duro.
Hay una mancha en la pared donde pendía un viejo candil que alumbró el parto de una niña analfabeta.
Hay una chimenea donde con lumbres de estiércol seco, roncaban pucheros en los que bailaban al son de la música de sus hervores, contados y desamparados garbanzos.
Hay un pajar en el que llueve donde los muleros ya no  juegan a las cartas las tardes de tormenta.
Hay grietas en sus muros por donde en noches de plenilunio emergen murciélagos que escalan hasta la luna para amamantarse de ella.   
Hay en el suelo muelles oxidados del somier donde la cortijera dormía soñando con bañarse en el mar que nunca conoció.
Hay una cuadra donde los cascotes reposan en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas.
Hay un aljibe donde en su profundidad beben agua vieja  jornaleros muertos.
Hay una teja inclinada que perfora la pared de una ruinosa habitación donde ahora solo mean las lagartijas.
Hay piedras en el pavimento que dejaron de  brillar por el suave roce de las albarcas.
Hay una alacena arrumbada donde nunca albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro.
Hay una destartalada puerta en el suelo con clavos corroídos por la herrumbre que soportó los silbidos del viento  de más de mil temporales.
Hay cientos, miles de olivos a su alrededor que pertenecen al dueño del cortijo a quien no conocen, ya  que nunca les agasajó con una caricia de azadón.   
Hay plantas  parásitas sin escardar  en los muros del cortijo esperando a que el niño cortijero la desmoche con su   heredado y desgastado almocafre de desdichas.
Hay días donde la luna quiere seguir acostada en el sudoroso jergón donde murió el abuelo.
Hay noches que se oyen lamentos, pero son el alma de desgarrados fandangos cantados por finados jornaleros que ansían  volver a vivir otra vez en aquel cortijo.

SANITARIOS DE ENTONCES


SANITARIOS DE ENTONCES
Bartolillo era un niño escuchimizado de aspecto enfermizo, con rodales blancos en la cara lo que aumentaba su deprimente estado canijo. A veces, un vecino de la calle le traía del campo  bulbos del color de las zanahorias llamados gamones para que se frotara con ellos en los rodales que tanto afeaban su rostro. Bartolillo,  debido a su endeblez, nunca buscaba pelea pues siempre se plegaba sumiso a las órdenes de cualquiera de los amigos de la calle, ni que decir, de los cabecillas que dominaban el grupo.
Aquél día Bartolillo no salió a jugar como acostumbraba. El grupo de niños que correteaban en la calle dejaron de hacerlo cuando vieron a don Manuel Pulgar, el médico, todo muy diligente asomando por lo alto de la calle con su maletín. El servicial y bondadoso galeno pasó delante de los niños con su vestimenta habitual de traje y corbata y se internó unos metros más adelante en la casa de Bartolillo donde habían requerido sus servicios.  La madre del niño toda apurada le contó al médico que su hijo a raíz de que vomitara la cena la noche anterior, la fiebre y la tos se habían apoderado de él. Don Manuel auscultó a Bartolillo con su estetoscopio y después de explorarle otras partes de su ligero y delgado cuerpo, diagnóstico que el niño padecía bronquitis aguda, nada grave por el momento según aseguró a la mujer. Le recetó además de una pastilla de okal cada ocho horas, dos inyecciones diarias durante dos semanas, y sobre todo tomar mucho líquido, aunque lo más importante para su pronta recuperación era conveniente una dieta rica en proteínas para aumentar las débiles defensas de la criatura. Todo esto se lo explicaba don Manuel  a la madre del niño mientras se lavaba las manos en una jofaina “safa” que estaba preparada mucho antes de su visita junto con una pastilla de jabón a estrenar y una inmaculada toalla.
Bartolillo en cuanto oyó que todos los días tenían que ponerle dos inyecciones rompió a llorar. Don Manuel, antes de despedirse de la criatura le dijo que no estaba bien visto que los hombres lloraran y que las buenas viandas que a partir de ahora iba a disfrutar compensaría el dolor de los pinchazos.
Y así fue como a partir de aquél día, la visita del practicante se hizo habitual en casa de Bartolillo. La persona a la que se le encomendó la tarea de inyectarle al chiquillo era un practicante al que se le conocía cariñosamente como Manolito, hombre muy dicharachero y jovial que algunas veces solía dar un fuerte cachete en las posaderas antes de poner la inyección diciendo que ya estaba la aguja clavada, y cuando estabas descuidado ¡zasca!.  La madre de Bartolillo antes de la visita del sanitario ya tenía preparado el bote con alcohol y el paquete de algodón. Cuando llegó por primera vez,  de una cartera pequeña que llevaba bajo el brazo donde portaba los bártulos para su trabajo, sacó una pinza o tenacillas para sostener un pequeño recipiente metálico que inundó de alcohol y  después de introducir una aguja  le prendió fuego. La aguja permaneció hirviendo envuelta en una llama azul para su desinfección hasta que llegó a apagarse una vez consumido el líquido inflamable. Luego, después de conectarla a la jeringuilla pinchó con ella el tapón de goma del frasco que contenía el medicamento y extrajo el líquido para inyectarlo en el trasero de Bartolillo que aguantó estoicamente el pinchazo sin rechistar quedando como un héroe delante de unos cuantos chiquillos amigos suyos, “golilleros” ellos que no perdían detalle.
Los practicantes, al igual que los médicos dependían en aquellos tiempos de los honorarios que cobraban por realizar su trabajo. Así pues, el caer enfermo suponía a veces en enfermedades graves la merma de los ahorros de las familias al tener que comprar también los medicamentos. Pero la solidaridad mezclada con las costumbres torrecampeñas no se hicieron esperar, pues a partir de ese día la casa de Bartolillo era un puro devenir de vecinos y familiares entrando y saliendo interesándose por la salud del chiquillo. Nadie que iba a visitarlo llevaba las manos vacías. Latas de melocotón en almíbar, plátanos, dulces de la confitería, chocolate, galletas, y hasta tripas de salchichón fueron almacenándose en la alacena de la casa de Bartolillo que pronto se recuperó, aunque después de superar la bronquitis, don Manuel  le recomendó guardar un mes de reposo. Cuando Bartolillo quedó restablecido del todo, la despensa de su casa se había aliviado, como también habían disminuido el número de los animales del corral. A partir de entonces aquél raquítico chiquillo se transformó en un robusto chaval que por su fortaleza entre la chiquillería causaba respeto. Lo peor es que a partir de ese momento cuando jugaba al futbol motivado por su abultada barriguita,  siempre le tocaba de portero.
Queridos amigos/as, con esta historia he querido mostrar mi agradecimiento a los sanitarios que figuran en esta narración de los tiempos de mi niñez y adolescencia, sin olvidarme de  don José León, médico, y practicantes como don Miguel, don Salvador y  otro al que se le conocía como Pepe, ya mayor, que acostumbraba a llevar un clavel en la solapa y que un día suplió a Manolito a la hora de ponerle la inyección a Bartolillo, el niño de esta narración.
El  que esto escribe, en nombre de Bartolillo, y en el mío propio, queremos expresar nuestro reconocimiento y gratitud a todos ellos, y sé que sin pediros permiso, el pueblo de Torredelcampo, y en especial los de mi generación, también se unirán a esta pequeña muestra de agradecimiento.

PD. El hecho de señalar a algunos sanitarios sin el término “don”, no es un menosprecio hacía ellos, sino que para su fácil identificación uso la forma con la que cariñosamente se les conocía. Quisiera que en los comentarios que hagáis no identifiquéis a nadie con el apodo si lo tuviese. Gracias.

CINES DE VERANO


CINES DE VERANO
Juego de manos, a la sombra de un cine de verano. No, no voy a mostrarles la letra de esta canción de Sabina que estoy seguro muchos conocemos y que al oírla hoy en el radio, la máquina de  mi memoria ha proyectado recuerdos de mi infancia y adolescencia inmortalizando aquellos cines de verano que disfrutamos los de mi generación.
Todo empezaba con el calor. Para San Isidro los cines de verano de nuestro pueblo ya estaban algunos acondicionados, con sus muros encalados, esto era primordial, por lo que los primeros días el olor gratificante a la cal era muy notorio. El cerco negro recién pintado  de la pantalla resaltaba sobre el blanco impoluto de la misma donde al anochecer, en la primera función, debido a la claridad aún reinante no se distinguían con nitidez a los personajes que salían en el Nodo. El olor a tierra fresca recién regada en el patio de sillas solo lo disfrutaban aquellos que no estaban en las escalinatas del gallinero donde la chiquillería soportábamos el calor de las losas de los asientos en nuestras posaderas; gradas caldeadas  por las chicharreras de incontables siestas por lo que para disimular el bochorno y no nos llegase a pasar lo del niño del chiste de Paco Gandía –el de los garbanzos en la plaza de toros-  con el fin de aliviarnos cuanto antes del sofoco  solíamos gritar a coro una y otra vez ¡Que lo echen ya!
Cada cine a primera hora de la mañana colgaba la cartelera anunciando la película en los muros de su local y en los aledaños de nuestra plaza en un lugar reservado. A veces, si la película era muy esperada, el pregonero del pueblo, o Juan Diego, en las esquinas de las calles, anunciaban a golpe de garganta el título del films y el cine donde se proyectaba. Una hora antes de la función, los altavoces a todo volumen instalados en la puerta de los cines inundaban con sus decibelios música de moda o la de alguna banda sonora como la de El Bueno, el Feo, y el Malo, de Ennio Morricone, esto último que cuento es de un tiempo  donde ya era yo  más que un aprendiz de mozo.
Cines de verano como El Rosales de  La Puerta Jaén frente al convento, el del Moyuelo donde está la plaza de abastos, y el del molino de aceite de don Justo en el Camino de la Estación, fueron los primeros cines de verano de nuestro pueblo. Cines los nombrados de mi niñez donde recuerdo haber visto Ama Rosa en el Rosales, La Herida Luminosa en el del molino ya mencionado y Quo Vadis en el Moyuelo.    
No cabe duda que el Cine Paseo fue el mejor cine de verano que disfrutamos en nuestro pueblo, pues los otros referidos estaban instalados en improvisados locales y corralones, como el de la familia Malo en su molino de aceite. El Cine Paseo junto con el del Valverde que llegó a llamarse: Risán, Eslava o Rialto, aquél que fue nuestro cine de invierno, disponía de un patio con gallinero incluido y fue un clásico dentro de los cines de verano de nuestro pueblo.
Adiós a aquellos cines de verano de tan entrañables recuerdos. Adiós a esa mezcla de sentimientos limpios vividos en mi niñez y adolescencia en aquellas noches calurosas donde algunos entraban con el botijo en la mano con el fin de refrescarse para ver películas entretenidas de géneros variados, del oeste, de risa, de romanos, de lágrimas, y de aventuras, todas ellas calificadas a la salida por los que salían a los que entraban a la segunda función, como peliculón, “pisiaso”, o “lataso”.
Aquellos cines de verano de mi pueblo, de placenteras noches estrelladas, donde a veces, alguna estrella fugaz o la luz intermitente de algún lejano avión distraían la mirada de la pantalla. Retales de recuerdos de mi niñez y de mi infancia que se bambolean entre el aroma de los dompedros de los arriates de algunos de estos cines donde todas las tardes esperaban ellos florecer a partir de oír el último de los tres sonoros timbrazos anunciando la proyección, para así poder ver estas bellas flores la película gratis. El clic, clic, clic, tan característico de la gente comiendo pipas quedaba apagado a veces cuando los protagonistas se besaban y los chiquillos desde el gallinero gritábamos aquello de: picho, picho, picho. Las brasas de los cigarrillos parpadeando en la semioscuridad y su humo buscando el cielo pasaban a veces por el haz de luz del proyector dibujando extrañas y enmarañadas nebulosas que llegaban asimismo a distraer a los espectadores.
Y mientras en la pantalla prendía fuego a Roma Nerón, contra la última fila del cine y en calcetines aprendimos tú y yo…Vuelve Sabina. ¡Cuántos recuerdos!
¡Qué pena que desaparecieran aquellos cines de verano!
Ya lo dije en otro escrito donde comentaba nuestros cines: Los cines de verano desaparecieron cuando aquél conocido pintor de techos de cines de verano se jubiló.

LA MURALLA CICLÓPEA


LA MURALLA CICLÓPEA

Cuando estoy en ese lugar noto algo muy especial difícil de describir y por lo tanto de escribir, es algo magnético y telúrico que envuelve mí ser. Es, como si  aquél sitio desprendiese una misteriosa energía que a veces llega a sobrecogerme, como si de las  piedras milenarias de la muralla ciclópea emergiese un poder etéreo irradiando todo el Llano de Santa Ana. Piedras las de estos restos de muralla que siguen mirando desde siempre a la cueva del Cerro Miguelico como queriendo rendirle pleitesía al Idolillo; a propósito, ¿dónde estará? la también llamada Venus Prehistórica. Miran estas rocas también a las tumbas iberas que fueron profanadas y que conocerían a sus autores, pero callaron como piedras que son.
Extraña sensación la que percibo estando allí, sobre todo las veces que he visitado el cerro por la noche, acompañado siempre por el respeto de mis creencias religiosas al estar cerca de un lugar de culto como es nuestra venerada ermita, notando en esas ocasiones que ese acatamiento por lo sagrado se mezcla con una extraña aprehensión espiritual y contemplativa motivada a su vez por no sé qué fenómeno o energía que creo percibir en el Llano de Santa Ana. No, no creáis, pues no quiero confundiros ya que hasta ahora soy muy escéptico de todo aquello que se salga de las leyes establecidas de la física y la lógica, pero… bueno, en definitiva, que aquél lugar es muy especial, al menos para mí, aunque hay algo que me desconcierta y por eso llego a preguntarme, ¿no experimentarán nada aquellos que confunden este lugar con una sala de fiestas y banquetes dejándolo todo cuando se marchan sembrado de basura? En fin, amigos…a lo que voy.

Hace un puñado de años, estando en nuestro pueblo, fui invitado a una velada literaria en la muralla ciclópea. Esto fue lo que yo viví aquella noche de verano.

         Prado llano en la montaña mágica en la noche. Por entre los recovecos de las piedras arrugadas y desgastadas de la muralla ciclópea reposan cirios que dan luz como luciérnagas a poetas muertos. Hay fotos de ellos retorcidas en los repliegues de las rocas milenarias, como retorcidas fueron las vidas de muchos de los mismos.

         Como en un aquelarre pero sin fuego ni meigas, voces espontáneas prestan su voz a esos poetas muertos, rememorando poemas de amor, de muerte y de libertad. Sobra en la noche mágica la palabra guerra, de aquella guerra ¡Que no la nombren! Preguntar a la muralla cuantas guerras ha vivido y no os hablará de ninguna. Ni tampoco os hablará de destierros, ni de vencedores ni de vencidos. Abrir pues la muralla al corazón del amigo, al mirto y la hierbabuena, como dice el cantar.

         Prado de Santa Ana en la noche. La luna, totalmente encendida, quiere participar pintando de amarillo pálido de muerto el olivar y los pinos que se divisan a lo lejos ¿Por qué de muerto, sí los poetas están vivos? ¿No oyes sus voces? ¡Están hablando todos ellos!

         Pero antes de que los poetas hablaran han callado los grillos, al tiempo que el viento mejor acunaba que mecía, música que trasladaba a los reunidos a épocas pasadas, y les hacían redescubrir emociones ya vividas. Dulce armonía de violines, clarinetes y guitarras en la noche de luna llena, allí, en el Llano de Santa Ana, junto a la muralla ciclópea.

         Y aquél puñado de almas allí reunidas, prestaron su voz, y hablaron los poetas. Uno por uno, todos los líricos invocados fueron desfilando, y se escucharon en silencio poemas que luego mansamente eran arrastrados por el viento cayendo en cascada por la pendiente montaña abajo, como queriendo llegar antes de morir hasta el pueblo, porque pueblo fueron alguna vez.

         Cuando habló la voz prestada de García Lorca un jirón negro de una nubecilla casi anoréxica vistió de luto a la luna. 

         Prado llano, en la montaña mágica en la noche. Llano de Santa Ana.

Prado mortal de lunas y sangre bajo tierra. Prado de sangre vieja (Lorca)

Hace unas noches, Sergio Albacete, magistral saxofonista de nuestro pueblo, al que le mando un abrazo,  junto con la guitarra de Pigmalión inundaron de música y de colorido el Llano de Santa Ana sirviendo como fondo de su escenario la muralla ciclópea. Un bello espectáculo según me han comentado y que aprovecho para felicitar a Sergio Albacete, a su compañero Pigmalión y a los patrocinadores de este evento, la Diputación de Jaén y al Ayuntamiento de nuestro pueblo por tan acertado lugar para un acto así.
Precioso marco también para representar algún día la Pasión Viviente en Semana Santa y darle a Torredelcampo un impulso a la popularidad. ¿Os imagináis? Yo lanzo la idea. El escenario está ahí, y los actores esperando. En nuestro pueblo hay muchos.