No habrá procesiones,
pero sí Semana Santa. Las circunstancias tan difíciles que atravesamos hacen,
que la procesión vaya por dentro en cada uno de nosotros. Leí una vez una frase
que quiero compartir con vosotros: La Paz
de Dios es el refugio perfecto para circunstancias imperfectas.
Refugiémonos pues en esa paz en estos días, la paz que ahora estamos viviendo
en cada uno de nuestros hogares durante nuestro largo enclaustramiento por
culpa del coronavirus, y refugiémonos también en los recuerdos que tengamos de
esas Semanas Santas que hemos vivido en nuestro pueblo. Así pues, si quieres, te invito a acompañarme
a revivir algunas escenas, muchas de ellas envueltas entre la niebla de añejos
tiempos, rebuscadas entre el polvo del desván donde se aposentan en mi mente, y permíteme que con tu permiso te muestre algunas instantáneas
dibujadas con mi pluma.
Recuerdo que…
Al poco de comenzar la
cuaresma empezaba el concurso de saetas en la radio, en aquella EAJ61 Radio
Jaén, donde los cantaores torrecampeños siempre sacaban buenas notas. Era este el preludio de la Semana Santa, y también cuando nuestras madres se daban prisa para
elaborar en las panaderías aquellas
magdalenas y galletas onduladas tan
ricas, las que cuando el hornero introducía
su pala de madera con la punta achicharrada y las sacaba del horno, no sólo
bañaba con su grato olor su establecimiento, sino que llegaba a inundar la
calle.
La tarde de Jueves
Santo, la primera procesión. Mantengo viva en mi
memoria la primera estampa que guardo del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz
siendo niño. La expresión serena de su
semblante, más la sangre en el costado y rodillas, me produjo desde el primer
momento que guardo en mi memoria, un sentimiento difícil de describir,
alimentado por las manifestaciones de mujeres con pañuelos negros en la cabeza
y las manos entrelazadas que rezaban en una esquina moviendo los labios al paso
de la imagen. Siempre me he sentido impactado, embelesado y conmovido,
como se sentiría Él ante mi tierna mirada, la mirada de este que escribe cuando
era niño.
Pero a los
chiquillos los que más nos atraía era el oír la trompeta de sonido afilado de
aquél soldao romano de cara tan
arrugada como su corneta, y a los
de lanza, penacho, y casco de hojalata con visera de rejilla oscilante
que les servían para ocultar su identidad, como hubiesen querido ocultar su
rostro también algunos costaleros a sueldo que con su horquilla en la mano
deseaban llegar con la imagen a la iglesia cuanto antes para festejar su
salario. Detrás de la imagen descrita le seguía la de San Juan caminando al
dulce bamboleo de su palma. La Virgen de los Dolores cerraba el séquito
procesional escoltada por don Federico y don Lucas que a intervalos iban
leyendo alguna meditación sobre la Pasión. Por la Carretera la banda de música
a las órdenes del maestro Pancorbo interpretaba el Himno a Nuestro Padre Jesús
y a sus bellos acordes la procesión parecía dormirse. Quién no llegaba a
dormirse nunca era Juan González, el Ito,
caminando siempre a pocos metros de la banda de música.
Delante de todo iba una enorme
muchedumbre, la mayoría gente joven paseando
anunciando el paso de la procesión por las calles engalanadas con colgaduras en
los balcones. Un hombre con un carro mezclado entre el gentío iba pregonando “arvellanas calenticas”, y desde allí, por el murmullo del vocerío no llegaban
a percibirse los golpes dados con las palmas de la mano por los capataces en
las andas que sonaban como trallazos en el silencio profundo de la procesión.
La procesión de la Soledad, la
procesión del silencio, la procesión muda y callada en la que sólo se oía en el
sigilo de la adentrada noche los pasos racheados de los anderos, aderezado todo
ello en un ambiente místico muy
especial.
El canto de
las golondrinas en los balcones, sus gorjeos encadenados con su tan
característico final, me sigue recordando hoy cuando las oigo, a las madrugadas
del Viernes Santo en el silencio de las calles lejanas a la procesión, queriendo
alertar a los perezosos dormilones de que Nuestro Padre Jesús estaba
procesionando. Recuerdo en esas madrugadas el olor a las infusiones de
manzanilla, y al aguardiente que desprendían aquellas tabernas de mostrador de
mármol de color blanco desgastado por su uso. Y cómo no destacar en la madrugá, las saetas nacidas de tan
buenas y afinadas gargantas torrecampeñas. Los “sanjuanitas” y los soldaos romanos
a caballo ponían un tinte simbólico y regio
a la procesión. Pero el mejor detalle para mi desde siempre ha sido el
de la mujeres torrecampeñas ataviadas con mantilla que empuñando cetros y
rosarios iban distrayendo a su paso a la
multitud, porque era tal su derroche de belleza y hermosura –hoy la nueva
generación es todavía más guapa- que por unos instantes llegaban a alejar a
quienes las miraban del sentimiento religioso propio del momento.
El Viernes
Santo por la tarde, el Santo Entierro, estación de penitencia y recogimiento.
Hombres con trajes negros escoltaban como guardia pretoriana a la imagen de
Cristo yacente entre hileras de cirios encendidos y tintineantes, que parecían
querer romper con sus destellos el oscuro manto de la noche.
El sábado
de Gloria a las doce de la mañana el repique de campanas anunciaba la
Resurrección de Jesús. Recuerdo que era costumbre ir a la iglesia a por agua
bendita para rociar los rincones de las casas, costumbre esta ancestral hoy no
llevada a la práctica.
Las cofradías
desde mi niñez siguen representando a generaciones de torrecampeños, y se nos
ofrecen hoy más fortalecidas con un presente muy esplendoroso, habiendo surgido
en nuestro pueblo al día de hoy otras nuevas
que junto con las hermandades han de servir para transmitir la devoción y
tradiciones puestas en práctica en cada
Semana Santa.
Este año
como dije al principio, no habrá procesiones pero sí Semana Santa. No veremos a
las procesiones descritas, ni el bambolear de las palmas en la procesión del
Domingo de Ramos, ni a la imagen del Señor con su borriquita, pero sí se harán
sentir otras palmas, aquellas que llegan al alma, la de los balcones a la ocho
de la tarde. No veremos tampoco en la mañana del Domingo de Resurrección al
Resucitado procesionando por nuestras calles entre el agradable sonido del
volteo de campanas y revuelo de palomas. Lástima que no podamos tampoco después
de las procesiones sentarnos a tomar en alguna terraza una cerveza con los
amigos.
No habrá
procesiones. La procesión la llevamos por dentro ahora cada uno de nosotros. Cuando
esto termine volveremos a abrazarnos. Yo os mando desde la distancia uno muy
fuerte envuelto entre plegarias para que la vacuna la descubran cuanto antes y
esto acabe.
Termino con
una frase de Michael Conrad que hacía de sargento de policía en la serie Canción triste de Hill Street y que
algunos recordareis: Tengan cuidado ahí
fuera.
No salgáis
nada más que para lo imprescindible. Cuidaros.