Habrá quienes me consideren un hombre
serio y cabal, además de familiar, hogareño, y no sé cuantas virtudes más que
me he ganado por mi recto proceder a lo largo de mi dilata vida, pero hete aquí
que nadie es perfecto, y yo, no iba a ser una excepción.
Yo, al igual que el resto de los mortales tenemos siempre algo que esconder en nuestras vidas que tratamos de ocultar a toda costa. Hasta la gente más cristalina que nos rodea puede guardar un enigma inconfesable. A veces, me pregunto, qué es lo que nos arrastra a esconder ante los ojos de los demás aquello que consideramos un secreto que a toda costa ocultamos, para que ni oídos ni ojos ajenos puedan adentrarse en nuestras vidas privadas y logren por ello inmiscuirse de algún modo en aquello tan sagrado como es nuestra parcela de libertad, el mayor tesoro de todo ser humano. Debo confesar que mi secreto, el cual desvelaré más adelante, ha ejercido siempre en mí mientras ha permanecido oculto una evidente fascinación. Pero aunque tratemos de esconder nuestros secretos protegidos con tupidos y espesos velos de terciopelo, o guarecidos bajo los goznes de siete cámaras acorazadas, siempre llega el día fatídico que salen a la luz, y es entonces cuando descubren como hoy es mi caso aquello que durante mucho tiempo he querido preservar. Se trata de mi infidelidad. Sí amigos míos, la infidelidad; este es un vicio muy arraigado en mí desde mi más temprana edad que creció conmigo alimentado por las llamaradas pasionales de la pubertad, y aquello que creí desde el principio que seria un romance pasajero, se transformó en un idilio que persevera en mí con el mismo frenesí y erotismo si cabe que aquella que fue la primera vez.
Yo, al igual que el resto de los mortales tenemos siempre algo que esconder en nuestras vidas que tratamos de ocultar a toda costa. Hasta la gente más cristalina que nos rodea puede guardar un enigma inconfesable. A veces, me pregunto, qué es lo que nos arrastra a esconder ante los ojos de los demás aquello que consideramos un secreto que a toda costa ocultamos, para que ni oídos ni ojos ajenos puedan adentrarse en nuestras vidas privadas y logren por ello inmiscuirse de algún modo en aquello tan sagrado como es nuestra parcela de libertad, el mayor tesoro de todo ser humano. Debo confesar que mi secreto, el cual desvelaré más adelante, ha ejercido siempre en mí mientras ha permanecido oculto una evidente fascinación. Pero aunque tratemos de esconder nuestros secretos protegidos con tupidos y espesos velos de terciopelo, o guarecidos bajo los goznes de siete cámaras acorazadas, siempre llega el día fatídico que salen a la luz, y es entonces cuando descubren como hoy es mi caso aquello que durante mucho tiempo he querido preservar. Se trata de mi infidelidad. Sí amigos míos, la infidelidad; este es un vicio muy arraigado en mí desde mi más temprana edad que creció conmigo alimentado por las llamaradas pasionales de la pubertad, y aquello que creí desde el principio que seria un romance pasajero, se transformó en un idilio que persevera en mí con el mismo frenesí y erotismo si cabe que aquella que fue la primera vez.
A lo largo de todo el tiempo he sabido
mantener mi secreto contando con la seguridad que mi cautela me aconsejaba,
siempre midiendo en todo momento mis pasos, procurando ser discreto y comedido amparado en la tranquilidad total de que la otra parte nunca llegaría a revelar
nuestro idilio, pero yo, y no la “otra”, por culpa de un desliz fortuito
motivado por mi pasión por la escritura ha originado un conflicto entre
consortes, todo, porque he dejado mi
diario abierto en canal en mi mesa de escritorio, y esto último que estaba
escribiendo en él, es lo que ha producido
el desenlace:
Esta vez, como casi siempre que voy al
pueblo ardo en deseos de volverla a ver. Es algo que no puedo evitar. Estando
allí la pasión me arrastra hasta estar a su lado. Ella, es unos años más joven
que yo. Nació recién inaugurada mi pubertad. Otras de su edad lo hicieron al
mismo tiempo, pero la exuberante lozanía y belleza de mi amada destacaba entre
las demás consiguiendo que su hermosura llegara a cautivarme. Hoy he ido a
verla de nuevo; vive un poco alejada del pueblo, así quedó establecido entre
ambos desde el principio para que nuestro idilio pasase inadvertido ante los
ojos de los demás, de modo y manera que nuestros apasionados encuentros fuesen
lo más discretos posibles. Despeinada como la he visto esta vez, no por ello
este hecho insignificante para mí le restaba belleza. Ella, coqueta donde las
haya me lo ha hecho ver; para tranquilizarla le he dicho que le mandaré al
mejor peluquero del pueblo para que le corte y le arregle ese largo pelo que
con el viento se le desmelena. Desnuda y recién duchada por la regadera de este
lluvioso y frío enero me ha parecido que los años no llegan a pasar por ella,
de tal manera que me ha llegado a confesar que si la cuido como hasta ahora
logrará permanecer siempre fecunda para darme cada año más y más renuevos,
porque es su deseo retrasar a toda costa la etapa depresiva de la menopausia.
Le he recordado cuando éramos jóvenes aquellas siestas al aire libre cuando
cansado dormía junto a su tronco viendo como los pulgones le hacían cosquillas
en su continuo y rápido ascender y descender por su vertical y erecto cuerpo.
Hemos recordado también tiempos felices y me ha reprochado que no se acostumbra
a que personas en las que confío la cuiden. Ella está habituada a mis caricias,
a mis mimos y hasta a mis susurros, y le cuesta admitir...
El
teléfono interrumpió la escritura y allí quedó mi diario encima de la mesa del
escritorio hasta después de hacer un recado urgente en la calle. A mi regreso mi
mujer me esperaba. Su cara reflejaba el disgusto originado por su indiscreción.
Después del << ¿quién es
ella?>> y otras retahílas que no llegué a entender, anduve confuso
hasta que señaló mi diario. A continuación, la risa se apoderó de mí, mientras
que mi mujer me miraba sorprendido. Tuve que rogarle que me dejara terminar de
escribir aquello que interrumpí. Lo hice. No quise extenderme mucho para llegar
al final cuanto antes.
... que otros hagan la labor que hasta
hace poco venia yo realizando.
Esta vez como siempre, al despedirme de
ella no la besé, sino que acaricié una de sus ramas. Después, al poco de andar
unos pasos volví la vista para contemplarla nuevamente. Allí estaba la oliva,
la más hermosa de todas las que componen el pequeño olivarillo que tengo; el que
planté siendo yo casi un niño. Hoy al cabo de los años me he atrevido a
confesar por escrito mis sentimientos hacía esta mi oliva preferida. Y allí la
dejé, mojada por la lluvia fría del invierno mientras espera ya al “cortaor, el
peluquero”, para que la deje lo más guapa y elegante posible hasta la llegada
de la primavera que ya está próxima donde volverá nuevamente a ser fecundada y
parirá no sólo un fruto sino cientos, miles tal vez, con tal de agasajarme y
corresponder con ello a nuestro mutuo amor.
Aclarado
este malentendido, el desasosiego ha dado paso a la calma, y aquella pasajera
turbulencia vivida por mí, la he querido transmitir amigo lector a ti también, para confundirte de alguna manera. Seguro estoy que la revelación sobre mi
vida privada expuesta por mí al principio te sorprendería, pero créeme que mi
intención era tratar de desconcertarte. No sé si lo he logrado pero espero que
la opinión que tenias de mí haya estado en todo momento lejos de toda sospecha.
La de mi mujer está fuera de toda duda.
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