Al
poco del atardecer, cuando la pobre luz del sol de invierno se apaga y el frío envuelve a mi pueblo con las gélidas
sábanas de enero, llegado la noche de San Antón las lumbres iluminan las
calles con el fuego de las hogueras. Es esta una vieja tradición ancestral
donde el fuego protagonista en la noche llega a convertirse en un rito mágico.
Remontándonos en la noche de los tiempos esta celebración estoy por asegurar
que tendría tendencias y tintes paganos en la creencia que con la quema en la
hoguera de utensilios y enseres inservibles esta práctica servia para
ahuyentar a los malos espíritus y proteger a los participantes de las
enfermedades y de los malos augurios, aunque esta ceremonia tendría también como
sigue teniendo hoy un claro denominador común, que es, el de servir de lazo de
unión entre los vecinos.
Las luminarias de las hogueras de ahora
en la noche previa al día de San Antón no relumbran como las de mis tiempos
debido al grado de luminosidad en nuestras calles pues antes estaban alumbradas con unas pobres mortecinas bombillas, por eso aquellos chiscos de entonces refulgían con más resplandor proyectando las
sombras de los participantes sobre los muros de las casas de una forma más espectral si cabe, y en el crepitar del fuego las pavesas
encendidas se veían alzarse buscando el cielo en la noche confundiéndose las chispas con el estrellado rutilante que
pendía de la bóveda celeste.
Aquellas gentes de mis tiempos
participábamos también de este ritual de los chiscos, pero lo hacíamos con muchas carencias entre la que
destaco la falta de materia prima, es decir la leña. La leña era en todas las
casas un elemento imprescindible que servía no sólo para calentarse alrededor
de la lumbre sino para cocinar, -para aviar
que decimos los torrecampeños- y naturalmente era un bien muy preciado que no
podía ser derrochado de ahí que los chiquillos éramos los que nos encargábamos
de la logística y del aprovisionamiento yendo hasta los olivares más próximos a
por raíces de olivo y tallos de los que se amontonan durante la recolección de
la aceituna, y no sólo de esto, sino que de las almazaras al descuido de los
molineros birlábamos todos los ronderos
que podíamos hasta el lugar de la fogata. A veces, también eran pasto de las
llamas los que servían para limpiarse el barro del calzado y que en el portal
de cada casa había uno a modo de felpudo. Nos lo llevábamos a hurtadillas, con el agravante de
que si nos descubrían la paliza estaba asegurada, bien por el propietario o por
nuestros padres si los perjudicados se chivaban.
Recuerdo que algunos vecinos generosos contribuían
con alguna leña, pero lo más común era echar al fuego también algún trasto
viejo como espuertas, capachos, sillas y algún que otro utensilio ya amortizado
por el paso del tiempo, como aquellos castillejos que quedaron en desuso que servían para sostener de pie a los niños
de muy corta edad. A propósito de estos castillejos que fueros desbancados por
otros a los que en nuestro pueblo lo conocimos como taca-tá, he de añadir que en casa de mis padres teníamos uno que
estaba siempre rodando prestado por las casas del vecindario así como las de
algunos familiares y conocidos y que al final murió en la hoguera. Con relación al castillejo quiero señalar porque estoy seguro que lo que voy a relatar
a más de uno le sorprenderá, y es que algunas
madres que tenían una plebe y que por lo general estaban muy atareadas
atendiendo a las labores del hogar, para que el niño dejase de llorar y se
durmiera era costumbre mojarle el chupete una y otra vez en una infusión de
cápsulas globulares de adormideras, así el niño quedaba casi al instante más que
durmiendo, yo presumo que caía en un profundo sopor casi anestésico dentro del
castillejo lo que permitía a la madre salir a hacer la compra o ir a lavar la
ropa al arroyo sabiendo que la criatura tardaba en despertarse. Naturalmente
esta práctica no generalizada pero si muy arraigada, era producto de la
ignorancia puesto que no llegaban a sospechar el peligro que esta planta
opiácea encerraba.
Pero volviendo a los chiscos de aquél ayer no quiero dejar
en el tintero una tradición olvidada como la de los correnderos a los que ya dediqué una entrada en este blog, y es que
alrededor del fuego las mujeres cantaban cogidas de la mano entonando soniquetes
distintos en cada una de las coplas; algunas de ellas encerraban mensajes
dirigidos al que rondaba. El chisco
olía a tea, a ramón de olivo y al
alpechín de los ronderos quemados mientras que el humo como un manto blanco se paseaba entre las
tintineantes pobres y contadas luces de las embarrizadas calles.
Ahora, en la noche previa al día de San
Antón, “la noche de los chiscos,” el
aire arrastra el agradable y apetitoso olor que desprenden el gotear de las
parrillas en las ascuas las esencias de las ricas viandas al asarse como: los
chorizos, las morcillas y las chuletas. Todo un mundo de sabor a pueblo regado
todo ello con vino y otros licores que quitan el frío y ponen a tono a los
participantes que ya se ensayaban cuando estuve allí aquella noche para al poco
tiempo también participar en “la noche de las migas”.
Así es mi pueblo. Un pueblo acogedor y
divertido. Si no lo conoces ve a visitarlo, te encantará. Vayas cuando vayas, la
fiesta está garantizada.
Perdón, se me olvidaba, se llama:
Torredelcampo, pueblo olivarero de la provincia de Jaén, que si bueno es su aceite, mejor son sus gentes. Si lo buscas, búscalo con el nombre y el apellido
todo junto, nada de separado, así lo han declarado hace unos días de forma oficiosa.
Tal vez sea porque “se parado” tiene un
significado retorcido en estos tiempos de tanto paro, y es por lo que supongo
que “todo junto” se escribe separado y “separado” todo junto. No lo entiendo, como sabéis no soy hombre
de letras.
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