viernes, 27 de diciembre de 2024

EL MANUSCRITO Y EL ACEITE MILAGROSO

 

 

EL MANUSCRITO Y EL ACEITE MILAGROSO.

Cuento por Navidad.

Crónica inédita salida de mi fantasía que dedico al Cronista oficial de Torredelcampo, Juan Carlos Castillo Armenteros, protagonista de esta historia, quién de haber sido ciertos los acontecimientos descritos hubiese sido un verdadero gozo para él.

                                    *************

El catedrático se revolvió un poco inquieto en su asiento cuando el foco de atención se centró sobre él. Estaba acostumbrado a asistir a conferencias como ponente,  pero en esta ocasión, un cierto estado de desasosiego y nerviosismo le invadía. El moderador a modo de presentación, de pie, en un atril del escenario, acababa de glosar su amplia biografía cuajada de premios conseguidos como catedrático de Historia Medieval como también como investigador en arqueología en núcleos urbanos y fortificaciones medievales. Él era el último en actuar de los tres  conferenciantes que habían sido invitados en este foro sobre el olivar. Sus otros dos oradores habían disertado sobre el impacto ambiental y social del área olivarera, la sequía, la política agraria común, el precio del aceite, y las perspectivas sobre la  próxima cosecha, y ahora le tocaba intervenir ante el numeroso grupo de asistentes a este acto, entre ellas, personalidades de distintas áreas de la administración, así como de la cultura, además de directivos de muchas e importantes cooperativas aceiteras de la provincia que llenaban la platea y el anfiteatro del centro cultural de Torredelcampo donde se celebraba el evento. 

Se había hecho un silencio expectante momentos antes de que el profesor Juan Carlos Castillo Armenteros tomara la palabra. Luego de ponerse unas gafas y de dar las gracias a todos los que asistían al acto comenzó diciendo:

         -Señoras, señores, yo había sido invitado a este acto para hablarles sobre la historia del olivo en España  desde que los  fenicios en el año 1050 a.C., lo introdujeron en la península, de su desarrollo con la llegada de los romanos, y su expansión con la cultura árabe.  Me hubiese gustado comentar de cómo el olivo a través de los anales del tiempo llegó a proliferar de manera tan espectacular en nuestra provincia, convertida hoy en el bosque humanizado más grande del planeta y que como ustedes saben, y de eso no me queda la menor duda que la UNESCO, no tardará en declararlo como Patrimonio de la Humanidad. Este es por ahora muestro deseo más ferviente.

El catedrático, hizo una breve pausa y prosiguió:

         -El motivo por lo que he cambiado mi alocución es por lo concerniente con esto que les voy a mostrar.

De inmediato, el profesor Castillo que estaba sentado en el centro de  la mesa que compartía en el escenario con los dos conferenciantes citados, se agachó y recogió una voluminosa cartera de color negro que reposaba en el suelo cerca de sus piernas de la que extrajo un zurrón de piel muy descolorido con manchas oscuras del que pendía un colgante asimismo de piel. Un runruneo de murmullos se expandió por el local, y más cuando del mencionado morral sacó dos frascos cilíndricos de cristal, uno de ellos de aproximadamente unos veinte centímetros de largo con abertura de alrededor de diez taponada por un grueso corcho de alcornoque. El citado recipiente por lo deteriorado del cristal no dejaba ver de forma nítida su contenido.  El otro frasco asimismo de vidrio era mucho más pequeño, lo más parecido a una probeta, taponado por otro corcho de las mismas características que el anterior. Sobre la mitad del mismo se observaba una marca circular que dividía el frasco en dos colores siendo el del fondo de un tono sucio verdoso, y el resto hasta el gollete, no lo era tan acusado. Los murmullos arreciaron cuando el profesor quitó la tapadera del envase grande y extrajo de su interior un rollo de pergaminos manuscritos atados con una cinta azul descolorida.

         -Queridos contertulios, esto que les voy a relatar forma también parte de nuestra historia, de la historia de nuestra tierra y de las gentes que habitaban la localidad de Torredelcampo donde hoy nos encontramos, hará la friolera de aproximadamente doscientos años. Les cuento.

 El catedrático hizo nuevamente una pausa, bebió un sorbo de agua de  un vaso y aprovechó para acariciarse su recortada barba escarchada por lo que el plateado muy acentuado de la misma lo dotaba de una fuerte personalidad.  Luego prosiguió:

         -Hace poco más de un mes recibí una visita en mi casa. Era ya tarde, mi mujer se había acostado mientras que yo en la planta baja donde tengo mi despacho me quedé a tramitar trabajos relacionados con mi cátedra en la universidad. Unos toques en el cristal de la ventana por la que se filtraba alguna luz,  abortaron de momento la labor que estaba realizando. Subí del todo la persiana y a través de los cristales pude comprobar de quién se trataba. Me extrañó. Era un hombre entrado en años al que yo conocía muy vagamente, tan solo nos saludábamos con un escueto adiós cada vez que nos cruzábamos. ¿Qué querrá a estas horas, me pregunté? Abrí  el postigo y al momento lo soltó:

         <<-Don Juan Carlos, déjeme usted pasar a su casa, quiero enseñarle algo que traigo, y  me aconseje una vez que lo estudie. >>

La curiosidad se apoderó de mí y estaba deseoso de saber de qué se trataba, por lo que abrí la puerta de la calle y una vez entrado se acomodó  frente a mi escritorio. El visitante que parecía bastante nervioso puso sobre la mesa de mi despacho esto que acabo de enseñarles a ustedes y casi balbuceando manifestó:

         <<-Verá,… como usted sabrá… yo compré la casa que está cerca de la iglesia, en la calle…>>

         Ahora le interrumpí.

         <<-Sí la conozco, la que han derribado para hacerla nueva. ¿No es cierto?>>

         <<-Exacto. Es que… es que, durante el derribo, al caer al suelo uno de los muros apareció esto que he puesto encima de su mesa, y llevo muchos días pensando que si las autoridades se enterasen de esto tal vez pudieran pararme la obra con lo que ello supondría para mí…>>

Inspeccioné aquella extraña mochila y fue la primera vez que yo vi estos dos recipientes y el rollo con estas hojas manuscritas que acabo de enseñarles.

         <<-¿No había otra cosa además de esto dentro de este morral? >>  Le pregunté.

         <<-No. Yo estaba en la obra en ese momento, y cuando los albañiles me lo dieron,  comprobamos en presencia de todos que no había monedas ni otra cosa de valor, ellos fueron testigos, pero ya sabe usted, ahora la gente va diciendo que estaba lleno de piezas antiguas de oro y…>>

         <<-Tranquilícese, no debe usted temer nada, pero si esto tuviese un valor histórico a raíz de lo que puedan decirnos estos pliegos manuscritos, entonces, yo le aconsejaré  que lo entregue de manera altruista a las autoridades locales con el fin de que su contenido, si es de interés, pudiera servir para ilustrarnos, como asimismo a futuras generaciones. Si usted me lo deja, analizaré su escritura y su transcripción pues como se puede observar hay espacios y renglones que el paso del tiempo ha difuminado.  

         <<-Muchas gracias don Juan Carlos, quédese con todo. Ya me contará usted… Me voy mucho más tranquilo. ¡Ah, y perdone por haberle molestado! Naturalmente he venido a deshoras para ser lo más discreto posible. Buenas noches>>  

Nada más despedir al visitante, la curiosidad se adueñó de mí, y aquella misma noche me puse mano a la obra. Aquellas páginas manuscritas no cabe duda estaban realizadas con pluma y tintero  por lo acentuado de la tonalidad de las letras en el papel después de mojar en el recipiente, y de cómo a medida que iría escribiendo la escritura iba perdiendo intensidad. Eran diez hojas escritas por una persona de buena caligrafía  por la unión de las letras en cada palabra y la inclinación casi perfecta de  todas a la derecha, pero los espacios difuminados por el tiempo serian lo que más me costaría descifrar. Arduo trabajo, me dije, pero siendo la constancia una de mis virtudes a los pocos días tenía todo su contenido volcado en mi ordenador, y después escrito en estos estos folios que voy a leerles.

 Era tal la expectación de los concurrentes, que pareciera que el silencio molestara. 

Comenzó diciendo:

         <<Yo, don Bernabé de los Ríos y del Moral, dueño y señor del cortijo Piedra Blanca, distante del pueblo a unas tres leguas, el cual está enclavado dentro una finca de   más de trescientas cuerdas de olivos asimismo de mi propiedad, debo de dejar constancia como legado a mis descendientes del suceso que ocurrió en el cortijo citado y sus consecuencias posteriores.

He de informar que dentro de la finca citada existe una pequeña colina cuya cúspide desde siempre ha estado sin horadar debido a  sus abundantes y voluminosas piedras que pueblan el citado altozano, donde además de algunas encinas, carrascas y otros matorrales, sobresalen una docena de olivos a los que únicamente la labor que se les hace es desbrozar una o dos veces al año su ruedo. Era costumbre  de mi padre, - yo no he querido perderla-, que llegada la recolección, la primera aceituna que se molturaba en el molino del cortijo era la correspondiente a los olivos de la colina citada.  Con ello se ponía a prueba el utillaje de la almazara, y sobre todo porque  el aceite que se obtenía de las olivas citadas por su bajo rendimiento se dedicaba para alumbrar. Así servía para iluminar con candiles el cortijo, la casa donde vivo con mi mujer y mi única hija, y una buena parte  lo donaba a la iglesia del pueblo para que una lámpara de mariposa alumbrara de manera votiva y perenne al Santísimo. 

Me gustaba estar en el cortijo el día de la primera molturación, como la de aquél año de 1817. Gozaba comprobando cómo los animales que movían los rulos del molino se adaptaban a este trabajo y además viendo fluir de la prensa a tornillo el zumo de la aceituna que caía en cascada por los capachos hasta llegar a un pequeño canal que conducía el caldo  hasta las piletas de piedra donde por decantación y de forma manual se extraía el aceite que reposaba en la superficie de las pozas referidas. Degustar unos picatostes fritos con el primer aceite  junto con los molineros era para mí una satisfacción. 

El año referido, don Eustaquio, el prior de nuestra parroquia me dijo que el obispo de la diócesis le había requerido para que llevara aceite a la catedral el Jueves Santo con el fin de bendecirlo durante la misa crismal, aceite que serviría para ungir a los enfermos y moribundos antes de su fallecimiento, y para otros sacramentos. El bueno de don Eustaquio pensó en mí, concediéndome el honor de que fuese para ello aceite del que  regalaba a la parroquia. Accedí, pero con la condición de que al mismo tiempo, en esa ceremonia bendijera un recipiente para mí. No sé cómo lo consiguió porque al parecer esto no estaba previsto en el protocolo eclesiástico, pero pasada la Semana Santa yo tenía en mi casa una pequeña vasija de metal de aproximadamente un litro con el aceite sagrado.   De su contenido vertí la mitad en la cántara del dispuesto para alumbrar en mi casa, y el resto en mi primera visita al cortijo lo eché en aquella otra que para el mismo menester que servía para alumbrar con candiles el cortijo.  Que nadie me pregunte por qué hice aquello, pero debo de dar gracias a Dios por lo que sucedió después.

Casilda, la mujer que vive en mi cortijo, junto con su marido Bartolomé, mi manijero,  muy buena persona donde los haya me informó de la visita de un extraño personaje. Fue a principio del otoño cuando una tarde el grito de  ¡Ave María Purísima! resonó dos veces en la puerta de la vivienda de los caseros. Casilda, mujer muy hacendosa dejó de atender la labor que estaba realizando en ese momento y rápido se encaminó hasta la puerta de entrada. Allí había una persona que a juzgar por su vestimenta pareciera un fraile. Su hábito color marrón muy ancho con pliegues longitudinales y unas largas y holgadas mangas le delataban.

-<<-Sin pecado concebida>>, le respondió Casilda para de inmediato preguntarle.

-<<-Hermano, ¿qué le trae por este cortijo?>>

<<-Voy de peregrinación hasta el santuario de Nuestra Señora, la Virgen de la Cabeza, y quiero pedirle un poco de agua y un poco de pan>>

<<-Pase, hermano, y siéntese a descansar, mi marido no tardará en llegar del tajo, y dentro de poco serviré la cena a todos los jornaleros. Es potaje, pero estoy segura que le reconfortará>>

<<No, hermana, debo caminar hasta que se haga de noche. Quisiera llegar al santuario pasado mañana>>

Casilda dio de beber al religioso, y a continuación hurgó en la alacena y le ofreció uno de los panes que allí guardaba y además un trozo de tocino entreverado.

         << Muchas gracias, yo le había dicho solo pan…que Dios se lo pague hermana>> dijo,  a modo de despedida, para una vez estando en la lonja del cortijo añadir:

         << Se me olvidaba, como último favor, le importaría llenarme de aceite este pequeño recipiente, es para encenderle unas mariposas a la Virgen de la Cabeza>>                          

Casilda atendió la petición de aquél extraño monje llenando el reducido frasco de cristal con aceite del establecido para los candiles del cortijo y lo taponó con el corcho antes de entregarlo al clérigo. Nunca desde que ella estaba en el cortijo había recibido visita tan extraña que yo recuerde habérselo oído a mis padres.

Pasaron dos días cuando los perros de mi manijero de camino al tajo, desde lejos ladraron de forma despavorida. Los aullidos provenían de la pequeña colina ya referida lo que hizo que alertara a Bartolomé y al resto de la cuadrilla. Este, montado en la yegua se desvió hasta donde los perros no paraban de ladrar atemorizados, en la creencia de que lo hicieran porque entre los matorrales pudiese haber cualquier animal. Llegado hasta allí quedó estupefacto cuando descubrió posiblemente al monje del que le hablara su mujer. El clérigo no llegó a moverse después de que mi manijero diera el quién vive, lo que hizo que este se apeara del animal. El religioso estaba recostado bajo el tronco de una oliva a la que daba sombra una enorme piedra.  Llegado hasta él comprobó por la frialdad y por el colorido céreo de su rostro que estaba ante un cadáver. Bartolomé se puso de inmediato rumbo al pueblo para informarme no sin antes dejar a un jornalero de vigilancia con la orden de no tocar para nada al difunto. Antes de morir la tarde, la justicia venida de la capital junto con el corregidor del pueblo se procedió al levantamiento del cadáver. Al hacerlo, entre sus manos tenía un frasco de cristal conteniendo aceite y una vez desposeído del mismo el representante de la justicia después de observarlo me lo entregó con un escueto << Don Bernabé, quédese con él>> Después, el difunto recibió cristiana sepultura en el cementerio de nuestro pueblo, y yo, en un gesto de humanidad quise sufragar todos los gastos.  Nunca se supo quién fue este hombre ni a qué orden religiosa pudiere pertenecer dado que no llevaba documentación alguna.

Aquel invierno, a Ana, mi única hija, le diagnosticaron tuberculosis. Después de un periodo de tos, esputos sangrantes, de fiebres y de visitarla los mejores médicos de la capital, su situación llegó a empeorar hasta el punto que aquellos afamados galenos nos recomendaron sabido de nuestras creencias religiosas que nos encomendáramos a Dios pues su situación era crítica. Era de madrugada cuando don Eustaquio avisado este se presentó portando el santo óleo para proporcionarle el sacramento de la extremaunción. Me costó convencerle que lo hiciera con el aceite del frasco de aquel monje, pero al final de muchas súplicas accedió con la promesa de que esto quedara entre nosotros. Mi mujer y yo, de rodillas a ambos lados de la cama y con las manos entrelazadas rezábamos en silencio mientras don Eustaquio en latín comenzó la liturgia: Per hanc sanctam unctionem et miserationem ipsius dimittat Dominus Omnia peccata… ungiendo con aceite del frasco de vidrio, los ojos, las orejas, las fosas nasales, los labios y las manos de mi querida hija.  El desenlace fatídico que esperábamos aquella madrugada no llegó a producirse y al día siguiente para asombro de todos, la fiebre y la tos habían desaparecido. Los médicos no pudiendo dar una explicación lógica consideraron que aquello fue un milagro de Dios cuando a los pocos días mi hija estaba totalmente recuperada. Guardo para mis descendientes el mismo recipiente que fue arrancado de las manos al extraño monje cuyo aceite milagroso fue utilizado varias veces en el pueblo con el mismo resultado, incluso en la capital sirvió para un exorcismo.

Firmado: Bernabé de los Ríos y del Moral

Durante la lectura, el silencio era tal en el auditorio que hasta el sonido del siempre algún que otro inoportuno móvil no llegó a perturbar la intervención del catedrático.

El profesor, después de haber leído el contenido del manuscrito, sosteniendo el frasco de vidrio pequeño expresó:

-Señoras y señores, este es el recipiente objeto de esta historia que por el paso del tiempo solo queda en él una mancha adherida al cristal. No estoy aquí para proclamar un auto de fe sobre este acontecimiento, cada cual atendiendo sus creencias religiosas o no, saque sus propias conclusiones.

Después de una breve pausa prosiguió:

-Amigos contertulios, los motivos que me han impulsado a relatar este acontecimiento ha sido en primer lugar la certeza de su veracidad además de la exposición en el relato de otros de los muchos usos de nuestro oro líquido, el aceite. Para terminar, he de añadir, que visto los resultados de los análisis arqueo métricos del contenido del frasco en cuestión, estos, no indican nada sorprendente, puesto que la composición química y la sustancia conservada se ajustan a la realidad y al momento. Esto es todo.

-Muchas gracias por la atención que me han dispensado.

Un resonado y prolongado aplauso cerró la intervención del profesor Juan Carlos Castillo Armenteros, en la sala del Centro Cultural de la villa de Torredelcampo.

Queridos amigos, con esta historia, os deseo de todo corazón paséis una Feliz Navidad y un próspero año 2025

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

 

domingo, 8 de diciembre de 2024

PENSAMIENTOS QUE DAN QUE PENSAR.

 


Montado en el viento se fue la voz del último pregonero, voz que yo espero oír algún día cuando el aire de la vuelta.

Ya no volverá a mojarme aquella lluvia que resbalaba sobre su rostro en aquél instante inolvidable… ¿o acaso eran sus lágrimas?

El tiempo se llevó un día al beodo que vendía cántaros de barro. No sé a quién se llevó primero, a él, o a su borrico.      

Ya no mece el viento los cohetes guturales que explosionaba El Ito. Ninguno de los dueños de los perros puso en aquél tiempo queja alguna.

Aquellos temporales de mi infancia la lluvia nunca secaba el barro. Las borrascas venían siempre acompañadas de vientos con aire y lluvia con agua.

La animadora que venía para la feria levantaba el ánimo a aquellos que por su edad lo tenían en vías de desahucio. Contrátala de nuevo señor alcalde.

Fulano me ha retirado el saludo. Que recuerde, yo no le hice a este ningún favor.

El tren correo de las nueve me devolverá algún día aquella carta que nunca escribí.

En aquél tiempo éramos tan cultos que don Federico oficiaba las liturgias en latín.

El día que algún laboratorio analice el agua de algunos pozos de la campiña, dejarán de fabricar laxantes.

En mis tiempos, todos los novios llevábamos carabina a pesar de estar prohibida la tenencia de armamento.

De pequeño nunca pude botar una pelota. Mis padres tampoco pudieron votar a ningún alcalde.

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

 

 

 

martes, 24 de septiembre de 2024

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

 

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

Esta historia encierra una más que evidente moraleja al final.

Aquella tarde de verano el calor era asfixiante, aunque dos horas antes de morir el sol algunas bocanadas casi continuadas de aire hicieron refrescar algo el ambiente. El toldo que protegía el patio de la casa de Juan crujía como las velas de un bergantín azotadas por un viento de popa. Hacía poco más de media hora que este hombre protagonista de esta historia se había quedado solo en casa, pues su mujer había salido a hacer una visita y tardaría en regresar. Estando sentado en una hamaca en el citado patio, una idea cruzó por su mente, la de ir a regar tres olivas que había plantado el pasado otoño en uno de los claros de un olivar situado en uno de los parajes de la campiña. No lo dudó ni un instante puesto que si no se demoraba volvería antes del anochecer y antes de que lo hiciese su mujer. Llenó tres garrafas repletas de agua y las depositó en su viejo, pero aún útil todo terreno que tenía aparcado en la cochera de su vivienda.

Después de más de media hora de viaje dejó el asfalto del carril y se internó por otro terrizo que le conducía hasta su olivar. Diez minutos después estaba ante aquellas tres olivillas que iban a agradecer el riego pues su aspecto casi marchito por el calor y la sequedad de la tierra lo delataba. Esperó sentado viendo como el agua se iba lentamente internando en la tierra de las pequeñas pozas circulares de aquellas tres promesas que con el tiempo llegarían a ser tan frondosas como las del resto del olivar, aunque a sus ochenta y dos años, aseguró para sí el día que las plantó, que poco iba a disfrutar de sus frutos, no así su hijo y sus nietos quienes tendrían otro motivo más para recordarlo.

La tarde iba agonizando lentamente. Ahora, las ráfagas de aire eran más continuadas. Las ramas de los olivos se mecían a su compás columpiando a su vez a las abundantes aceitunas lo que hacía presagiar una buena cosecha. Con un azadón, después de que la tierra se hubiese bebido toda el agua, protegió la humedad con otra seca para que más tarde no llegara a cuartearse. Fue entonces cuando se percató desde su posición en el fondo de la cañada donde se encontraba de unos enormes nubarrones negros que con mucha rapidez iban encapotando el cielo. Rápido se dirigió al coche. Un trueno remoto le sobresaltó al tiempo de depositar las garrafas y el azadón en la trasera del vehículo. Un fuerte improperio salido de su boca retumbó en el solitario olivar al comprobar que la llave de encendido del vehículo no hacia contacto porque presumiblemente se hacía quedado sin batería. Lo intentó varias veces sin resultado positivo. Otro segundo trueno esta vez más sonoro que el anterior hizo aumentar más su nerviosismo, tanto que, al querer avisar de su situación a su hijo, comprobó que se había dejado olvidado el móvil en casa. Con la cabeza apoyada en el volante intentó reconducir su situación. Nadie sabía que estaba allí, por lo tanto, lo mejor era darse prisa e intentar llegar al carril asfaltado donde tal vez con suerte pudiera pasar algún vehículo, aunque dado lo avanzado de la tarde sería difícil, pero debía arriesgarse. Otra vez, un fuerte y resonante trueno inundó cañadas, colinas y valles circundantes.  Mientras caminaba con dirección al carril, gruesas gotas de lluvia no tardaron en empapar la camisa y el pantalón que vestía mientras que el agua al golpear con fuerza el sediento suelo levantaba polvo.  Al poco, la penumbra de la agónica tarde se vio adelantada por el gris de la tormenta. El sol se había ocultado en un horizonte púrpura, y ahora se defendía de los nubarrones filtrando su color granate entre los grises de las nubes.  

Debía darse prisa y llegar cuanto antes al carril asfaltado. La oscuridad total no tardó en aparecer. Empapado por la lluvia caminaba a tientas por el carril terrizo sorteando entre el barro desniveles. Un relámpago iluminó durante un segundo el entorno y comprobó que caminaba fuera de las huellas del carril terroso. Estaba desorientado y no sabía que dirección tomar dada la oscuridad reinante. Caminó durante un buen trecho por una pendiente donde en una profunda cañada bajaba un torrente de agua de la tormenta que era imposible atravesar. Retrocedió, y al poco, lo escarpado del terreno junto con el barro le hizo resbalar y rodar por la inclinada rampa varios metros. Durante el infortunado deslizamiento su cabeza chocó contra unas piedras y esto le hizo perder la noción del tiempo durante un corto espacio. Cuando despertó, la cabeza parecía que le iba a estallar. Se acarició la calvicie para comprobar que no tenía ninguna herida, aunque no sabía si sangraba porque la falta de visibilidad le impedía distinguir el líquido viscoso de la sangre con el de la lluvia. Caminó durante un buen trecho por entre las olivas extraviado. Sentía escalofríos motivados tal vez por la bajada de su temperatura corporal.

La tormenta, aunque algo debilitada continuaba. Dejó de avanzar cuando al fondo de una calle entre dos hileras de olivos la luz de un relámpago iluminó de manera fugaz la figura de una persona que permanecía quieta como esperándole. Su silueta volvió a proyectarse con el resplandor de otro relámpago. Era esta una figura humana vestida todo de negro que portaba un farol o algo parecido pues su débil luz centelleaba a vaivenes a la altura de sus rodillas. Juan le gritó una y otra vez solicitándole ayuda sin obtener respuesta de aquella presencia. Un escalofrío muy distinto de los anteriores, esta vez producido por el miedo, casi petrificó a Juan.  

Corrió de forma desesperada en dirección contraria de donde estaba aquél extraño ser. Pasado un rato de navegar entre el barro tomó aliento. La tormenta parecía haber amainado y con ello la lluvia. Algunos claros entre los nublos por los que se colaba el resplandor de una rebanada de luna iluminaron débilmente un torreón y los cortijos adyacentes que él conocía muy bien. Ahora sabía dónde se encontraba. La preocupación que tendría su mujer y su hijo no dejaba de inquietarle, pero esta intranquilidad quedó sepultada cuando aquella misteriosa figura volvió a aparecer nuevamente. Esta vez se hizo el valiente y con un palo de olivo que encontró en el suelo quiso hacerle frente yendo hasta aquella sombra, pero dados unos pasos desapareció de manera instantánea. Siguió avanzando hasta llegar a encontrar el carril asfaltado y esto le tranquilizó. Atrás quedó el montículo con el torreón y los cortijos inhabitados a medida que caminaba con dirección al pueblo. Llegado a un llano de la carretera antes de alcanzar a una casi derruida cortijada, plantado en mitad de la vía volvió de nuevo a aparecer aquél insólito personaje de negro oscilando aquel farol o linterna. La luz de dos vehículos que venían en su dirección hizo evaporarse de nuevo a la inquietante figura.

Los dos coches pararon al ver a Juan. Uno de ellos era el de su hijo, y de él se bajó éste y un sobrino. Del otro vehículo se apearon amigos de ambos que preocupados habían salido a buscarlo. Después de los abrazos y dar explicaciones, Juan no paraba de preguntar.

- ¿Lo habéis visto… lo habéis visto?

- ¿A quién? Respondían ellos.

-Pues a quién va a ser, al tío vestido de negro con un farol en la mano.

Unas miradas cómplices entre los recién llegados fue el principio para que a partir de ese momento la vida de este octogenario cambiase de manera radical. Juan no dejó de comentar durante los primeros días después del suceso todo lo que le acaeció a familiares y amigos, pero dejó de hacerlo cuando percibió que todos creían que había perdido la cabeza, o como le oyó decir a su nieto <<Al abuelo se le ha ido la olla>>Ya no le dejan conducir ni tampoco se relaciona con apenas nadie, y lo que más le duele es el tono de voz que todos emplean para dirigirse a él, el mismo deje que se llega a utilizar cuando un niño hace una trastada. Pobre hombre.

El suceso cuya veracidad solo es cuestionable las visiones de este hombre fruto tal vez del golpe que se dio en la cabeza, encierra un mensaje de prevención y advertencia para todos aquellos a la hora de ir a realizar trabajos en el campo, la de NO OLVIDAR DE LLEVARSE EL MÓVIL. 

Así pues, a ti mujer dirijo este mensaje. Recuérdale a tu padre, a tu marido, o a tu hijo antes de salir a trabajar al campo que no olviden el teléfono. Te lo agradecerán y tú quedarás más tranquila.

SOL DORADO DE SEPTIEMBRE.

 

A todos los que tienen como afición cultivar productos de la huerta en nuestro pueblo.

El sol amarillo de septiembre refulge sin autoridad en la huerta. Anárquicos girasoles avergonzados inclinan de forma reverente su panocha hacia la tierra. Sus troncos encorvados dejaron de mirar y bailar al compás del sol, y como un reloj averiado se detuvieron en una hora que será la de su decapitación. Algunos tomates deformes y asolanados muestran su marca blanca entre un tamiz de cañas y tallos secos de una tomatera que fenece producto de un sol implacable habido en un verano largo y tórrido. En septiembre si bajan las temperaturas y se riegan con agua de lluvia, de nuevo brotarán tallos verdes y parirán nuevos tomates otoñales, los que, al arrancar las matas en octubre, en mis tiempos, se llevaban estando verdes a las cámaras y se consumían a medida que su color rojo los delataba.

De las matas de pimientos cuelgan algunos arrugados y diminutos con un sello negro producto de las canículas habidas en siestas implacables. A su lado, en cambio, las berenjenas muestran orgullosas un sinfín de frutos que como bombillas cuelgan de sus matas esperando alumbrar el apetito del hortelano.

Este sol dorado de septiembre intenta día tras día pintar del mismo color a los membrillos que verdes aún van perdiendo esta tonalidad poco a poco al mismo tiempo que se sacuden de la pelusa que los envuelven, será en su punto de madurez cuando adquieran el color rubio característico de ellos. Bajo la sombra de este pequeño árbol cargado de frutos dormita una hermosa calabaza alargada (carrueco) que por su tamaño desde lejos bien parecía un niño acostado dormido este por el sonido monótono del chorrillo de agua cayendo en la poza que desde ahí se percibe.

Las hojas de las higueras languidecen con el paso de los días, y en sus ramas altas, de algunos higos amnistiados dan cuenta de ellos los gorriones. Pronto, sus hojas caducas irán cayendo bajo su copa hasta que la escoba de húmedos vientos otoñales barran su ruedo. Las matas de judías trepan secas por el encañado que la sostuvo cuando daban “habicholillas”. Ahora, solo sostienen algunas vainas que servirán para varios pucheros de habichuelas que el hortelano espera degustar más adelante.

A las granadas que cuelgan del granado parecen que le han dado una capa de barniz ya que su brillo refulgente parece querer con ello alumbrar y dar vida a las matas de pepinos que casi secas, todavía se aprecian en ellas algunos pepinillos encorvados. En otros tiempos estos se consumían en vinagre. El ciruelo vigoroso, presume y parece recordar con el verde intenso de sus hojas de su abundante cosecha color sangre, parida a principios del verano. Un viejo melocotonero cargado de ramas secas sin frutos, muestra algunas de ellas con hojas en su punta de colores verdes, amarillos y rojos que presumiblemente pronto morirán.

La huerta en este tiempo se vuelve triste y no se acostumbra al silencio.  Los gritos de los nietos del hortelano jugando en el huerto dejaron de oírse. Ahora, en el parral que da sombra a la terraza del chiringuito las avispas clavan sus aguijones en los racimos que cuelgan de su entramado teniendo como aliado el silencio. Otras, a pocos metros de una alcaparrera saborean apiñadas un hueso tal vez de la última comida familiar habida. Al verano ya le quedan pocos días y la huerta que estuvo su esplendor en esta estación va muriendo lentamente.

Pero no todo muere en la huerta. En un pequeño bancal rectangular allanado  apuntan rábanos recién germinados que antes de final de mes estarán en la mesa del hortelano y de algunos de sus amigos, y servirán de complemento al “panaseite” junto con unas aceitunas de “cornisuelo” y una raspilla de bacalao. Un lujo para paladares torrecampeños.   


        

  

 

 

              

JUGANDO CON MIS RECUERDOS.

 

Pienso que todo sigue estando aquí en mi pueblo, donde están mis raíces, donde viví de manera continuada hasta que emigré hace más de sesenta y seis años, si bien, siempre he tenido un contacto permanente, procurando volver como hasta ahora de manera casi frecuente, sintiendo cada vez ese grato sentimiento de permanencia y esa alegría al reencontrarme con gente conocida, y otros, que, sin serlo, cuando correspondo a su saludo al cruzarnos en la calle siento verdadera satisfacción.

Debo de reconocer que ya no es el pueblo de mi niñez, del que como sabéis me gusta recordar cosas cotidianas de aquel tiempo, entre ello, relatos de personas mayores cargados de sabiduría de los que guardo un imborrable recuerdo, de aquellas gentes hospitalarias y trabajadoras, de aquellos vecinos antes de llegar la televisión cuando las calles olían a pueblo, a pan recién horneado, a almazara, a matalahúga en verano y a pucheros en las lumbres.

No quiero que se me borren tantas oleadas de recuerdos vividos llenos de felicidad con tan pocas cosas como poseíamos, de mis juegos a las bolas, a “maisa”, a la pita y el palo, al pañuelo, a las peleas con mis amigos, aquellas en las que solo duraba la enemistad no más de una hora porque éramos niños, y teníamos que compartir aventuras, como en verano, la de ir a escondidas de los dueños a saborear los frutos de aquellas higueras distantes. Eran tiempos donde vivíamos en el reino de Liliput, en las que las fantasías y las historias de “capaores” que nos contaban nuestros mayores alimentaban nuestra delicada imaginación.

Si por mi hubiese sido hubiera parado el tiempo en cualquiera de aquellos momentos, pero el tiempo fluye de forma inexorable y con ello, etapas sucesorias de progreso sepultaron ese clamor, ese sentimiento de confraternidad entre las gentes que incluso llegaron a cambiar muchas de nuestras costumbres. Me faltan también aquellos que se fueron para siempre con los que desde niños compartí juegos, romerías, prospectos de cine, onzas de chocolate, y hasta tristezas, a los que recuerdo durante ese proceso natural de la adolescencia tan lleno de interrogantes donde teníamos que descubrir por si solos la llegada del hombre a nuestro ser.    

Hemos progresado mucho desde entonces, pero retrocedimos en convivencia y comunicación desde que llegó el primer avance tecnológico hace muchos años a nuestro pueblo, la televisión. Desde entonces, se acabaron las tertulias vecinales en las noches de verano, aquellas de mecedoras y botijos de barro.

Pero a pesar de todo, el niño aquél sigue viviendo en nuestro pueblo. A veces, dicen, que todavía se le ve jugando, no en las calles, porque al parecer se ha hecho muy hogareño. Ahora, cuentan, que juega solo en su casa, solo con sus recuerdos, queriendo encontrar la calma en la tierra que le vio nacer, aunque tal vez lo que trate es de ocultar el miedo al darse cuenta de que todo aquello que perdió no se puede recuperar.   

 

QUEMA DE RASTROJOS.

 

El mes de agosto iba muriendo entre calores de rastrojos calcinados, las sombras de atardeceres cada día más prematuros y amaneceres por el contrario más perezosos. En las eras reinaba la calma después del agobio de semanas atrás. En ellas quedaban algunos pequeños montones de paja, granzas y gárbulas, vestigios de parvas consumadas de los que algunos cabreros darían cuenta. El último grano de trigo ya se encontraba encerrado en el almacén del Servicio Nacional del Trigo junto con millones de granos, y sus dueños por estas fechas habían cobrado de manera anticipada el importe de la cosecha.

En este tiempo, hablo de finales de los cincuenta, los trabajos agrícolas sufrían un paréntesis por lo que la gente del campo aprovechaba este periodo para sacar el “mulear”, arreglar algún que otro chortal en sus tierras que consistía en cavar una zanja y rellenarla de piedras para que durante los temporales de invierno el agua fluyera entre ellas, y los más, el preparar los barbechos antes de la simienza.

Para la Virgen de Agosto recuerdo que ya se podían quemar los rastrojos pues todos los cortijillos de la campiña, aquellos que habían estado habitados, ahora, estaban solitarios y el silencio imperaba en ellos. Lejos quedó el agradable olor a los pucheros y “carneretes”, que se percibían durante la briega de la recolección de los cereales, y en algunos de estos, dejó de oírse el sonido alegre del cacarear de las gallinas que ahora ya no disfrutaban de la libertad que el cortijillo les otorgó, sin tapias ni alambreras en todo el vasto paisaje campiñés, vueltas todas ahora a su antiguo redil prisioneras en un corral. La señora campiña con vestido amarillo rastrojal y pinceladas de ocre barbechado, disfrutaba de la tranquilidad del paisaje del agosto agonizante.

Al morir la tarde el rojo crepúsculo del horizonte se confundía con el del fuego de los rastrojos. Era al anochecer la hora más propicia para quemarlos, si bien, antes, si en las lindes había otro rastrojo se tenía que realizar un cortafuegos para que no prendiese en el del vecino. La paleta de colores del crepúsculo pareciera querer competir con la de los fuegos en la tarde-noche. Era esto un espectáculo realmente bello, difícil de describir, ancestral y un tanto esotérico, por lo que el fuego representaba y representa para muchas creencias, la destrucción de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo.

Bandadas de perdices desorientadas volaban buscando otro rastrojal donde seguir alimentándose con las espigas indultadas por los segadores. Después, la tierra vestida de luto esperaba la llegada de la yunta para roturar con el arado el duro terreno ayudado con una piedra en las manceras.

Este intervalo de trabajos esporádicos para aquellos que poseían tierras de propiedad o arrendadas contrastaba con aquellos que esperaban día tras día dar un jornal. Como solución era irse a la vendimia y ganar unas perrillas. Pasados los años, los nietos de aquellos jornaleros vuelven a irse a la vendimia francesa. Me avergüenzo de ello, aunque ahora se vayan desde la estación de Jaén en el AVE y no en aquel tren de vapor, claro que, luego los franceses como todos los años vienen en oleadas buscando trabajo en la recolección de la aceituna para compensar según los expertos en economía nuestra balanza de pagos. Sarcasmo con la mejor intención.  En fin, yo quería hablar de la quema de rastrojos y he prendido mecha sin querer en uno de los rastrojales del cacique. Apago este fuego con las lágrimas de todos aquellos que por necesidad tuvieron que salir a trabajar a otro país. Lástima que después de pasado tanto tiempo aún perdure.  


   

      

    

 

 

 

    

ANDANDO POR AQUELLA VIEJA VEREDA.

 

Hoy he querido buscar aquella vieja vereda, aquella que yo recuerdo llena de polvo y de piedras. Aquélla que atravesaba rastrojos antes de llegar a la era, poblada de cardos secos, de vilanos que eran libres y volaban por las siestas, y de hormigas afanosas que almacenaban cosechas, cuando remolinos de paja presagiaban tormenta, con un sol abrasador días antes de la feria. Entonces no dormía el pueblo ni siquiera por la siesta, ni aquellos gorriones escondidos entre las tejas.

Sombreros de paja, y en la era, vueltas y vueltas. Sueño con aquel camino que me llevaba hasta la trilla, mi caballico de la feria, donde más tarde se oía: cuatro cuartillas una fanega. En el pueblo, por calles casi desiertas, la voz de un niño rompía el silencio, el silencio de la siesta. Garbanzos tostaos vendía, llevando al brazo una espuerta. Otros, en cambio, tenían más suerte trabajando en las eras. En la tarde, el sol y la sombra juegan, menos aquellos niños que bebían leche en polvo en el patio de la escuela, de maestros de un solo traje, aquellos maestros de las letras con sangre entran.

Vereda de mis recuerdos enterrada en casas nuevas, vereda en la que siempre me acompañaba el silbido de una canción, no de la animadora, sino de aquello que llamaron twist y que sonó en el sesenta.

Qué tristeza siento hoy al ver tantas casas cerradas, tantas como hay, todas con puertas viejas, de tejados ondulantes a los que les faltan algunas tejas, casas donde jugaron sin juguetes aquellos niños de posguerra. Aquellas bulliciosas calles, hoy, aunque transiten gente, para mí que están desiertas.

Pueblo, que sigues dormido, llorando viejas vivencias.