Relato
para contar en estas fechas.
Esta historia que voy a
relatar no es un cuento inventado, es el testimonio de un hombre que desde hace
mucho tiempo ya no está entre nosotros y que a no ser porque en vida fue una
persona seria y formal, yo, ni
cualquiera, hubiese dado por válida esta
historia, pero he de admitir que dada su reconocida sensatez, más el grave tono
de voz empleado cuando me lo contó acompañado por sus continuas miradas para
ver si en mi observaba cualquier atisbo de incredulidad, he de confesar que di
por cierto aquello que hoy voy a revelar ocultando la identificación de esta
persona ni el paraje donde me dijo ocurrió, pero eso sí, recreando las situaciones acorde con
los escenarios de cuando acaeció este suceso y que según él fue a finales de
los años cuarenta.
Esto me contó:
Era tiempo otoñal y la
simienza estaba ya muy avanzada cuando le tocó a este hombre ir a la campiña a
sembrar la finca de un amigo de su padre que estaba convaleciente de una
enfermedad. El dueño de la finca gozaba de una posición económica en aquellos
tiempos más que aceptable, (en torrecampeño, un veguero) y agradeció el favor
de que se prestase el hijo de su amigo a irse a su cortijillo a pernoctar al
menos cinco o seis días para realizar la siembra, y más cuando el protagonista
en cuestión llevaba casado tan solo unos meses.
Al alba, una madrugada
del mes de octubre se personó en casa del amo de la finca, quién sacó de la
cuadra una yunta de mulas y una borrica. Aparejó los animales. Una de las mulas
la cargó con el arado, el “ubio”, el “injero”, las colleras, y la “arrieta”
donde dentro de ella iban el “bitobí” y el cebero; en la otra mula cargó el
grano para sembrar y la cebada para el pienso de los animales. La borrica donde
iría él montado llevaba el serón albergando el pan y demás viandas que le había
preparado con mucho cariño su flamante esposa.
Media hora después de
haber pasado por El Berrueco llegó al cortijillo que este hombre conocía por
haber estado una vez segando cerca de él. Después de meter el grano y el resto
de los enseres bajo techo, ensambló el arado, unció la yunta y se dirigió a la
tierra que iba a ser sembrada llevando al hombro un morral con la simiente y
una azadilla que le ayudaría a señalar con unas cavadas los trechos donde
desparramaría el grano. A continuación marcó la besana al fondo de la finca con
trazos los más rectos posibles dado que
su forma geométrica era rectangular. Después de una hora de trabajo
paró. Miró su reloj, era aproximadamente las dos de la tarde. Desunció a los
animales y les echó un pienso en la “arrieta”, almorzó un panaseite que le supo
a gloria y cavó los “cuchillos” de dos majanos en zona arada mientras los
animales devoraban su alimento. ¡Qué lejos está el pueblo!, se dijo para sí,
solo he podido trabajar una hora y son casi las tres de la tarde. Después de
dos cortos recesos “revesos”, las sombras iban poblando poco a poco la campiña
y optó por dar de mano. Un viento muy húmedo del “derecho” en cortas ráfagas le
acariciaba la cara. Se encaminó al cortijillo, cogió una cuba de metal y a la borrica
que la había dejado trabada en las inmediaciones de la era y se dirigió al
cercano pozo para que abrevaran los tres animales. Era ya de noche cuando
colocó la estaca que atrancaba por dentro la puerta de entrada del cortijillo.
Había refrescado por lo que decidió encender el fuego en la chimenea con unos
palos y ramas de olivo secas que estaban amontonadas en una de las alas de la
pequeña cocina. Encendió un cigarro y bebió varios tragos de vino de una
pequeña garrafa que su mujer le había proporcionado, gesto que le agradeció al
tiempo de despedirse. Después de calentar una fiambrera que contenía “papas en
caldo”, cenó el contenido de la misma, se fumó otro cigarro y se dispuso irse a
dormir no antes de echarles un pienso a las bestias. El cortijillo disponía de
dos habitaciones en la parte superior. Una de ellas tenía un catre con una saca
de paja y en él se dispuso a dormir el tiempo que durara su trabajo arropado
con una manta. Cuando sopló a la llama del candil, la oscuridad invadió la
habitación, solo se dejaba ver a través de la rendija del ventanuco que daba al
exterior una liviana e imperceptible claridad. No tardó en quedarse dormido. El
runruneo monótono de los animales comiendo en los pesebres invitaba a ello
además de que el día había sido agotador.
No llevaría más de una
hora durmiendo cuando un fuerte golpe en el piso de abajo le despertó. Encendió
el candil y bajo presuroso las escaleras. Los animales habían dejado de comer y
estaban con las orejas tiesas, pero al verlo, pareció tranquilizarles pues
optaron por agacharlas. La cuba de metal que estaba colgada en una de las
estacas de la pared es de suponer que por la inclinación del palo se había
caído al suelo y era lo que había originado el estruendo. Buscó otra estaca más
segura donde colgó de nuevo la cuba y volvió a acostarse. Ahora, el viento
aullaba en el exterior y golpeaba los viejos cuarterones de la ventana de la
habitación.
No era receloso pero el
incidente de la cuba más el ruido del viento le hacía dar vueltas y más vueltas
en la saca de paja sin poder conciliar el sueño. De pronto, otro golpe esta vez
más fuerte que el anterior se escuchó de nuevo en la planta baja. Encendió nuevamente el candil y bajó esta vez
las escaleras lentamente como temiendo algo inesperado, y más cuando se percató
de que las sombras de la pobre luz del candil al proyectarse en las paredes bailaban
al compás de sus movimientos dibujando figuras fantasmagóricas. Llegado a la
planta de abajo observó que los animales estaban esta vez en un rincón de la cuadra
apretujados y emitiendo resoplidos. De nuevo la misma cuba estaba en el suelo,
y esto le extrañó dado que antes colocó el asa de ella al final de la estaca
casi rozando la pared. Recogió el recipiente y optó por no dejarlo colgado en
la estaca, sino que lo dejó en el suelo. Observó que todo lo demás estaba en orden
y tranquilizó a los animales a los que les echó el último pienso de la noche. Después
de esto se encaminó de nuevo a la habitación donde intentaría dormir. Antes de
llegar a las escaleras le pareció atravesar un espacio congelado, pues un frio
intenso se apoderó de él acompañado de una sensación de miedo que crecía cada
vez más. Empezó a subir los peldaños con el candil en la mano y quedó estático unos segundos al descubrir una
sombra en el rellano próximo a la habitación. Era como la figura de una persona
que parecía estar esperándolo. El corazón empezó a latirle fuertemente y hasta creyó
oír sus palpitaciones. Aquellos segundos de incertidumbre fueron eternos para
él. No lo pensó, en tropel, casi de un salto, volvió hasta la planta de abajo y
precipitadamente abrió la puerta del cortijillo porque quería estar fuera de
sus muros. Una ráfaga de viento pareció sacarle de su aturdimiento cuando
decidió nuevamente entrar. Lo hizo para sacar a las bestias, y aparejar a la
borrica donde en el serón de manera desordenada echó algunas de sus
pertenencias, otras quedaron allí, aquellas que estaban en la habitación y
cerca de las escaleras. A continuación, en una noche oscura de mucho viento
puso rumbo al pueblo después de haber cerrado el cortijillo.
Sobre las cinco de la
mañana este hombre llamó en la puerta del dueño de la finca. Este, todo
extrañado le preguntó:
-¿Qué ha pasado?... ¿Te has puesto malo?
-Yo en su cortijillo no puedo estar -fue su escueta
contestación.
-¡Ah, ya!... no me digas nada. Yo sé el motivo. Te pido por
favor que esto quede entre nosotros. Di que te has puesto enfermo. Ya
hablaremos.
Quince años después.
El dueño de la tierra y
el protagonista de esta historia coincidieron muchas veces en el pueblo pero ninguno
se atrevió a formular conversación sobre este asunto, hasta que un día quince años después estando los dos solos en
Los Jardinillos, hubo esta conversación entre ambos:
-¿Te acuerdas aquella vez que te fuiste a mi cortijillo a
sembrar?
-Sí señor. Nunca lo olvidaré.
-Eres un hombre formal, igual que tu padre, mi amigo.
Aquella madrugada te rogué que dijeras a quién te preguntase que te habías venido porque estabas enfermo y
silenciaste que el motivo fuera otro. Quiero que sepas que desde aquella noche
nadie durmió más en el cortijillo. Después de aquello lo cerré y ahora cuentan
que su estado es ruinoso. Te aseguro que yo nunca creía en esas cosas que
aquella noche de seguro te sucederían, pero hoy
quiero confesarte lo siguiente:
-Yo
tenía un hermano dos años mayor que yo el cual no estaba bien de la cabeza y
que murió en el año 1921 a la edad de veinte. La gente del pueblo le daba de
lado, y asimismo él a la gente. Donde más a gusto estaba era en el cortijillo.
Más de una vez al echarlo de menos se le encontró allí. Los veranos solía ir mi
madre y se llevaba a las gallinas. Un día que se había quedado solo le cortó la
cabeza a todas y encontramos el suelo y las paredes ensangrentadas, había
sangre por todas partes Después de esto, mis padres pensaron internarlo en un
manicomio, pero mis tíos y el resto de la familia influyeron para que no lo
ingresaran porque aquello sería una afrenta para todos. Pero si algo tenía de
bueno era que le gustaba trabajar, no habiendo ningún trabajo que se le
resistiera.
El
hombre hizo una pausa y continuó.
-Un
día en el cortijillo, estando segando dejó de hacerlo porque un fuerte dolor de
vientre se lo impidió. Mi madre le hizo una infusión de manzanilla pero el
dolor continuaba. Más tarde, la fiebre hizo su aparición. Por la noche la calentura
aumentó y tenía además vómitos continuos. Mis padres y yo pensamos que lo mejor
era llevárnoslo al pueblo. Cuando se lo dijimos, cogió un cuchillo y nos
amenazó a los tres guardándose el arma entre las mantas con la que se arropaba
para mitigar la tiritera que la fiebre le ocasionaba. Mi padre aparejó a una de
las bestias y puso rumbo al pueblo para buscar a un médico o alguna medicina
que le aliviara. De madrugada regresó
con dos o tres medicamentos. El médico le dijo que se prepara para lo peor,
pues los síntomas eran los mismos que los del dolor del miserere, y que daba
igual que lo hubiesen traído o no al pueblo, pues no había remedio para él,
como así fue. Mi hermano murió al día siguiente, y entre dos sacas de paja amarrado
a ellas con una soga lo trajimos al pueblo entre los sollozos de mi madre.
Ahora,
este hombre hizo una pausa más larga que la anterior, miró a su interlocutor y
soltó lo siguiente:
-A
mi hermano lo enterramos en el camposanto, pero mi hermano se quedó a vivir en
el cortijillo. No te digo más. Ni quiero que me cuentes detalles de lo que te
pasó aquella noche. Adiós.
Queridos amigos/as,
En estas fechas, estamos
olvidando las raíces de nuestras tradiciones, despreciándolas para dar paso a
esta “modernidad” llamada Halloween donde la gente se disfraza de monstruos,
brujas, o qué se yo, adornando además las casas con calabazas terroríficas.
Gilipolleces. Nada como aquellas leyendas que nos contaban nuestros mayores la
noche de Todos los Santos mientras las campanas tocaban a muerto y sus tristes
y lentos tañidos se colaban por las rendijas de las ventanas y chimeneas.
¡Feliz Día de Todos los Santos!
Antero Villar Rosa
Pd. Lo de las calabazas
tuvo la culpa un torrecampeño que emigró a los Estados Unidos. A sus nietos les
enseñó a hacer faroles con melones, con
dibujos de escaleras, el sol, la luna, y hasta la estrellas. Lo de Rosalía…
ahora, está causando furor…
¡Que no! Que esta
Rosalía es otra, que esta no va a misa…me dicen. En fin, no me entero, cosa de los años.