Dolía el silencio que
imperaba en la lejana campiña. Un sol mañanero agosteño se recostaba en todas
las múltiples colinas y altozanos calentando con su estufa veraniega a aquél
cambiado y extraño paisaje tan distinto de aquél otro que yo guardaba en mi
memoria. Sentado en el poyete de un casi derruido cortijillo miraba a ese
horizonte de olivares que llegaban a perderse en la lejanía besando en su
recorrido antes de llegar a Sierra Morena al vecino cortijo de Mingo López y al
cercano pueblo de Arjona. Por un momento pensé en lo reconfortante que sería
para aquellos hombres que les dieron vida al cortijo después de una dura
jornada, el contemplar una puesta de sol desde allí donde estaba yo sentado, y
los imaginé por un momento descansando en ese poyete desde lo más alto de la
pronunciada colina donde estaba enclavado el cortijillo, el cual, con mucha
dignidad se resistía a morir. Debió de ser este un cortijo muy singular dado
que hasta tenía una pila para lavar la ropa. Una lagartija me miró extrañada y
se internó de manera acelerada por entre la grieta de una de sus paredes. El
redondel de la era, casi imperceptible, disfrazaba su círculo con algunas matas
de alcaparreras salpicadas por detonados cartuchos de cazadores.
Un silencio monástico envolvía
el paisaje al que extrañaba yo tanto. En mi memoria aquél otro tan distinto de
cereal y barbechos, donde las lindes del minifundio competían con aquellas
otras latifundistas formando dibujos de rectángulos y cuadrados como los
remiendos en los pantalones de aquellos antiguos jornaleros. No vi ninguna
linde entre la selva de olivares, ni aquellos montones de piedras fabricadas
por los primeros colonos que roturaron estas tierras a los que dieron el nombre
de majanos, yaciendo estas ahora enterradas en las “camadas” o calles del
olivar que devoró sesenta años atrás al paisaje recordado por mí, a aquél de cereales
y leguminosas. Solo en una colina puntiaguda y lejana, prevalecía el amarillo
del rastrojo compitiendo con el del verde del olivar que todo lo invadía. Olivares
que clamaban al cielo en un lamento silente que llorara agua sobre ellos para
calmar su sed y así terminar de padecer su prolongada sequía.
Después de un buen rato
expansionándonos en aquél grato lugar, el trio de torrecampeños del que yo
formaba parte, seguimos nuestro recorrido descolgándonos por intrincadas
cañadas, coronando lomas y bajando cuestas como en un carrusel, a veces, por
carriles que el coche iba fabricando en olivares binados. Excepto las olivas,
todo estaba agostado, hasta los carrizos de los “salaos” pintaban de amarillo.
En una umbría cañada observé unas matas de juncos, seguro que tiempo atrás
seria terreno apto para el melonar. Visitamos cortijillos en los que los muros,
tejas y cascotes formaban un montón de escombros, y cortijos de renombre
derruidos, uno hasta con aljibe, mostrando algunos de ellos enseres que adornaban
estancias cuando fueron abandonados y que ahora amenazaban desplomarse en
cualquier momento para formar parte del cúmulo de ripios que se apilaban en el
suelo. Casi todo esto, sin antes haberlo
visitado, coincidía con lo que un día yo escribí:
Hay un cortijo en mi
pueblo donde el hambre yace amortajada con harapos negros.
Hay ventanas por las que
entran raquíticas palomas que se posan antes de morir en estacas
donde colgaban talegas con
pan duro.
Hay una mancha en la pared
donde pendía un viejo candil que alumbró el parto de una niña analfabeta.
Hay una chimenea donde
con lumbres de estiércol seco, roncaban pucheros en los que bailaban al son de
la música de sus hervores, contados y desamparados garbanzos.
Hay un pajar en el que
llueve, donde los muleros ya no juegan a las cartas las tardes de
tormenta.
Hay grietas en sus muros
por donde en noches de plenilunio emergen murciélagos que escalan hasta la luna
para amamantarse de ella.
Hay en el suelo muelles
oxidados del somier donde la cortijera dormía soñando con bañarse en el mar que
nunca conoció.
Hay una cuadra donde los
cascotes reposan en los pesebres sirviendo de pienso a las telarañas.
Hay un aljibe donde en
su profundidad beben agua vieja jornaleros muertos.
Hay una teja inclinada
que perfora la pared de una ruinosa habitación donde ahora solo mean las
lagartijas.
Hay piedras en el
pavimento que dejaron de brillar por el suave roce de las albarcas.
Hay una alacena
arrumbada donde nunca albergó en sus estanterías algo que le gustase al perro.
Hay una destartalada
puerta en el suelo con clavos corroídos por la herrumbre que soportó los
silbidos del viento de más de mil temporales.
Hay cientos, miles de
olivos a su alrededor que pertenecen al dueño del cortijo a quien no conocen,
ya que nunca les agasajó con una caricia de
azadón.
Hay
plantas parásitas sin escardar en los muros del cortijo
esperando a que el niño cortijero la desmoche con su heredado
y desgastado almocafre de desdichas.
Hay días donde la luna
quiere seguir acostada en el sudoroso jergón donde murió el abuelo.
Hay noches que se oyen
lamentos, pero son el alma de desgarrados fandangos cantados por finados
jornaleros que ansían volver a vivir otra vez en aquel cortijo.
De regreso, el coche de Juan Real roncaba subiendo por la falda Norte de
Grajales, el monte que siendo viejo, sigue presumiendo de ser el más alto de la
zona y en el que en su cúspide estaba el cortijo de Antonio el Jamilenuo, y fue
allí, desde la atalaya de este picacho donde se fraguó la frase: <<Esto
es ver mundo>>, aplicada a uno de una cuadrilla que estaba escardando y
el hombre no había visto horizontes tan lejanos. Tengo recuerdos para escribir
un libro del paraje de Grajales. José Alcántara, mi otro acompañante, antes de
llegar al Berrueco, de su garganta brotó un fandango con letra hilvanada por él.
Dos olés prolongados se desparramaron por las ventanillas del vehículo e
invitaron a las cigarras a aplaudirle con su característico cántico.
Doy gracias a mis dos anfitriones que me hicieron muy feliz, llevándome a
sitios, algunos, donde nunca hice veredas, allí casi hasta el final de las
lindes de nuestro pueblo, el final de la campiña, horizonte no muy lejano.
Antero Villar Rosa