El flamear de la
canícula me distorsionaba la visión. Parecía como si estuviese viendo a través de la llama de una
vela. En el tajo se oye el “ras, ras,” que
producen las hoces al cercenar las cañas de trigo. Se habla poco mientras se
siega. No hay rivalidad a la hora de atar, y menos entre padre e hijo, y aunque
tuviese cinco años más nunca lograría estar a su altura, pues mi padre al igual
que lo fue el suyo, es un portento con la hoz. “Ata bien y siega bajo, aunque
te cueste trabajo” Dependiendo de la necesidad de paja para los animales así se
dejaba la altura del rastrojo. “Nene, los haces pesan este año y creo que
tendremos algunas fanegas más de lo que yo le calculo”, me decía mi padre en
los cortos descansos mientras disfrutábamos de la pobre sombra que generaba una
pila de haces haciendo pared, y es entonces cuando venía a mi memoria aquella
jarra de cerveza que tal vez ya pudiera con mis catorce años beber por primera
vez en la feria y no el agua del botijo que disfrutábamos, agua de pozo,
caliente a la temperatura ambiente, con tan alto contenido en cal que taponaba
los poros del búcaro pintándolos de blanco.
Llevamos varios días
segando en la campiña. Ayer, al mediodía a la hora de comer nos refugiamos en el cortijillo
y comimos cocido con todos sus ingredientes. Después, era imposible pernoctar
dentro, pues entre los vapores del puchero más la temperatura que reinaba en el
habitáculo además de las moscas de la cuadra, tuvimos que salirnos afuera para
refugiarnos en la sombra de una pared. A propósito de moscas, las había
cojoneras revueltas entre las bestias, aquellas que cuando era más chico las
solíamos coger en un bote para luego abrirlo en el patio de butacas del Cine
Risán. ¡Que cabrones éramos!
Hoy, almorzaremos
ensaladilla al más puro estilo torrecampeño, en la que el ajo, el aceite, el
tomate, además del agua, navegarán en el dornillo, pero esta vez, comeremos en
el tajo a la sombra de los haces. “Echa aceite y moja, me dirá mi padre”. En el
descanso de la siesta, él, se cubre la cara con el sombrero de paja. Yo intento
dormir pero no puedo. En un majano cercano toma el sol un lagarto verde que
habrá salido extrañado por el silencio que ahora impera en la campiña que ahora
sestea, y paralizado, observa patidifuso el cambio habido en el paisaje de su
entorno, el del trigal, al de la rastrojera. Ahora, su horizonte los hemos
ampliado. Unas matas de grama pintan de verde un pequeño rodal del rastrojo
cerca de donde estoy acostado. Observo como una planta de correhuela está
enroscada en una de las cañas secas de la siembra cercenada ahora por la hoz a
la altura del rastrojo.
Avanzada la tarde. Los
terrones ya llevan algunas horas haciendo sombra y es cuando pide el cuerpo dar
de mano. De cintura para arriba me refresco y me aseo con agua que he sacado
con una cuba del pozo. El sol se va escondiendo entre los maullidos mortuorios
de los mochuelos al tiempo que las penumbras abrazan a las colinas y valles de
la campiña. Después de una frugal cena, donde el aceite y el pan son los
protagonistas, el dormir en el rastrojo bajo las estrellas y el oír a mi padre
contándome historias enriquecedoras llenas de buenos consejos, que como un
albañil, ladrillo tras ladrillo, me servirían para forjarme como hombre, así, con
tan buenos asesoramientos, amén del cansancio, no tardaba en quedarme dormido.
Decían los viejos que
si el sol fuese jornalero no madrugaría tanto. Al clarear el día voy al
Berrueco a comprar pan en el horno que allí existía. Voy con la mula, pero
primero he de ir a por agua al Pozo Rico. La siega ya la tenemos vencida y los
últimos días mi padre quiere festejar el arremate con agua de un pozo de fama.
Más tarde supe de que su nombre real es Pozo el Risco porque hay unas piedras
donde se encuentra. Ya en El Berrueco, paso por la puerta de un cortijo que
hace las veces de tienda donde sentado en un poyete, un hombre bebe una
gaseosa. Para ponerme los dientes largos suelta un eructo que casi llega a
espantar a mi mula. No quise gastar más que lo que me costó en el horno los dos
panes que compré, pero aquella gaseosa que no quise comprar la recordaré siempre.
Y el trigo que mi padre
y yo sembramos aquél año, el que antes de lanzar él al aire la primera simiente,
miró al cielo y dijo “En nombre sea de Dios”, quedó presto para llevar los ases
a la era, pero no a la del cortijillo, sino que ese año fue transportado hasta
las eras del pueblo en un camión, que había que verlo en su recorrido dando
bandazos producidos por los desniveles del terreno en el rastrojo, sorteando
zanjas y torrentes secos hasta salir al carril, lo que todo ello entrañaba
muchísimo riesgo. El enorme volumen de la mies
resistía los vaivenes y el traqueteo por palos muy largos puntiagudos que
rodeaban todo el perímetro de la caja de carga del vehículo. Recuerdo
el calor reinante del mes de julio que mezclado con el que producía la
temperatura que emanaba el motor del camión y junto con el fuego que despedía el metal de
sus chapas, hacía que dentro del compartimiento de la cabina fuese un
infierno. Aquél aguerrido conductor, el que lamento no recordar su
nombre, sé que fue uno de los hermanos Mozas. Sirva este escrito para
homenajear a estos hombres que duermen en el anonimato, los que barcinaban las
mieses hasta las eras de nuestro pueblo con sus camiones jugándose su
patrimonio y sus vidas.
Queridos
amigos, todo esto que cuento lo hago en primera persona porque lo viví “estudiando”
en la Universidad del Campo, época aquella en la que aún no habían inventado el
botellón. Agradezco a su inventor el
retraso en patentarlo.
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