lunes, 19 de julio de 2021

DIAS DE SIEGA Y BARCINA.

 


El flamear de la canícula me distorsionaba la visión. Parecía como si  estuviese viendo a través de la llama de una vela.  En el tajo se oye el “ras, ras,” que producen las hoces al cercenar las cañas de trigo. Se habla poco mientras se siega. No hay rivalidad a la hora de atar, y menos entre padre e hijo, y aunque tuviese cinco años más nunca lograría estar a su altura, pues mi padre al igual que lo fue el suyo, es un portento con la hoz. “Ata bien y siega bajo, aunque te cueste trabajo” Dependiendo de la necesidad de paja para los animales así se dejaba la altura del rastrojo. “Nene, los haces pesan este año y creo que tendremos algunas fanegas más de lo que yo le calculo”, me decía mi padre en los cortos descansos mientras disfrutábamos de la pobre sombra que generaba una pila de haces haciendo pared, y es entonces cuando venía a mi memoria aquella jarra de cerveza que tal vez ya pudiera con mis catorce años beber por primera vez en la feria y no el agua del botijo que disfrutábamos, agua de pozo, caliente a la temperatura ambiente, con tan alto contenido en cal que taponaba los poros del búcaro pintándolos de blanco.

Llevamos varios días segando en la campiña. Ayer, al mediodía  a la hora de comer nos refugiamos en el cortijillo y comimos cocido con todos sus ingredientes. Después, era imposible pernoctar dentro, pues entre los vapores del puchero más la temperatura que reinaba en el habitáculo además de las moscas de la cuadra, tuvimos que salirnos afuera para refugiarnos en la sombra de una pared. A propósito de moscas, las había cojoneras revueltas entre las bestias, aquellas que cuando era más chico las solíamos coger en un bote para luego abrirlo en el patio de butacas del Cine Risán. ¡Que cabrones éramos!

Hoy, almorzaremos ensaladilla al más puro estilo torrecampeño, en la que el ajo, el aceite, el tomate, además del agua, navegarán en el dornillo, pero esta vez, comeremos en el tajo a la sombra de los haces. “Echa aceite y moja, me dirá mi padre”. En el descanso de la siesta, él, se cubre la cara con el sombrero de paja. Yo intento dormir pero no puedo. En un majano cercano toma el sol un lagarto verde que habrá salido extrañado por el silencio que ahora impera en la campiña que ahora sestea, y paralizado, observa patidifuso el cambio habido en el paisaje de su entorno, el del trigal, al de la rastrojera. Ahora, su horizonte los hemos ampliado. Unas matas de grama pintan de verde un pequeño rodal del rastrojo cerca de donde estoy acostado. Observo como una planta de correhuela está enroscada en una de las cañas secas de la siembra cercenada ahora por la hoz a la altura del rastrojo.

Avanzada la tarde. Los terrones ya llevan algunas horas haciendo sombra y es cuando pide el cuerpo dar de mano. De cintura para arriba me refresco y me aseo con agua que he sacado con una cuba del pozo. El sol se va escondiendo entre los maullidos mortuorios de los mochuelos al tiempo que las penumbras abrazan a las colinas y valles de la campiña. Después de una frugal cena, donde el aceite y el pan son los protagonistas, el dormir en el rastrojo bajo las estrellas y el oír a mi padre contándome historias enriquecedoras llenas de buenos consejos, que como un albañil, ladrillo tras ladrillo, me servirían para forjarme como hombre, así, con tan buenos asesoramientos, amén del cansancio, no tardaba en quedarme dormido.

Decían los viejos que si el sol fuese jornalero no madrugaría tanto. Al clarear el día voy al Berrueco a comprar pan en el horno que allí existía. Voy con la mula, pero primero he de ir a por agua al Pozo Rico. La siega ya la tenemos vencida y los últimos días mi padre quiere festejar el arremate con agua de un pozo de fama. Más tarde supe de que su nombre real es Pozo el Risco porque hay unas piedras donde se encuentra. Ya en El Berrueco, paso por la puerta de un cortijo que hace las veces de tienda donde sentado en un poyete, un hombre bebe una gaseosa. Para ponerme los dientes largos suelta un eructo que casi llega a espantar a mi mula. No quise gastar más que lo que me costó en el horno los dos panes que compré, pero aquella gaseosa que no quise comprar  la recordaré siempre.  

Y el trigo que mi padre y yo sembramos aquél año, el que antes de lanzar él al aire la primera simiente, miró al cielo y dijo “En nombre sea de Dios”, quedó presto para llevar los ases a la era, pero no a la del cortijillo, sino que ese año fue transportado hasta las eras del pueblo en un camión, que había que verlo en su recorrido dando bandazos producidos por los desniveles del terreno en el rastrojo, sorteando zanjas y torrentes secos hasta salir al carril, lo que todo ello entrañaba muchísimo riesgo. El enorme volumen de la mies resistía los vaivenes y el traqueteo por palos muy largos puntiagudos que rodeaban todo el perímetro de la caja de carga del vehículo.  Recuerdo el calor reinante del mes de julio que mezclado con el que producía la temperatura que emanaba el motor del camión y  junto con el fuego que despedía el metal de sus chapas, hacía que dentro del compartimiento de la cabina fuese un infierno.  Aquél aguerrido conductor, el que lamento no recordar su nombre, sé que fue uno de los hermanos Mozas. Sirva este escrito para homenajear a estos hombres que duermen en el anonimato, los que barcinaban las mieses hasta las eras de nuestro pueblo con sus camiones jugándose su patrimonio y sus vidas. 

Queridos amigos, todo esto que cuento lo hago en primera persona porque lo viví “estudiando” en la Universidad del Campo, época aquella en la que aún no habían inventado el  botellón. Agradezco a su inventor el retraso en patentarlo.


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