lunes, 19 de julio de 2021
DIOSES DEL OLYMPO Y NUESTRA DIOSA DEL IDOLILLO EN LA BAÑIZUELA.
OLORES DEL VERANO
Acabo de quitar otra
hoja más al calendario. Qué rápido corre el tiempo para mí. Quisiera que esta apresurada percepción de ver pasar los
días, las semanas, y los meses, durara todo lo que me resta de vida, porque me
aventuro a señalar, y no quiero estar equivocado, de que esto pueda ser el
mejor síntoma de no tener ninguna enfermedad o problema. Por poner un ejemplo:
qué largos se me hicieron aquellos días que estuve hospitalizado, y qué cortos los
de aquellas vacaciones, o el de aquél recordado permiso que me dieron estando
en la mili. Miro el almanaque y aparece el mes de julio. Estamos en el ecuador
del año y en un recién estrenado verano.
El verano es un tiempo de olores muy particulares que se mecen en el tiempo aderezando los vientos presentes y
aquellos que acariciaron nuestra infancia y adolescencia. Hoy quiero correr
tras una bocanada de viento añejo para poder describir algunas de aquellas tan
buenas sensaciones.
Un mes de julio de hace
más de sesenta años:
Ronca el puchero de
barro con bufidos de vapores de
torrefacto. El característico olor de la cebada tostada se mezcla con el
penetrante de los picatostes. En la calle estos olores se difuminan con el tufo
poco agradable del rebaño de cabras que a
primeras horas de la mañana, el cabrero sirve la leche directamente desde las
ubres a la botella. Dentro de la casa,
una maceta de albahaca que está cerca del botijo de agua, me perfuma al acariciarla
con su fresco y mentolado olor. En la era huele a parva recién volteada para
más ruedas de trilla, también huele a las cañas secas de la mieses al ser
trituradas, a eneldos (nerdos) prisioneros entre los haces, y al salitre de los
garbanzos, mezclándose todas estas fragancias con el del trigo al ser envasado.
Ninguno de estos olores puede competir con el perfume de la matalahúga que
aderezan las casas después de recolectarla. Otro olor compite con este último
en mi casa, es el que emana una orza de barro que lleva expuesta al sol en la
azotea varios días y que sus efluvios se expanden entre el pajón que le sirve
de tapadera. Es el muy oloroso de las alcaparras que ya están en su punto. Las
casetas de los turroneros que se están instalando en el ferial huelen a
carpintería. Una mujer durante la siesta
riega la puerta de su casa para refrescar el ambiente, y al momento, el olor
inconfundible a tierra mojada baña la calle. Es la hora de ir a escondidas del
hortelano a bañarse en su alberca. Allí, las matas de tomates nos regalan, a mí,
y a otros niños, su agradable olor, como el de la higuera al tratar de
averiguar si tiene higos maduros. Un cañaveral nos proporciona una caña para el
lanzamiento de los huesos de “majuletas” y su frescura al ser cortada por la
navaja desprende un aroma muy peculiar.
A media tarde, el
del melocotón, junto con el de la
canela, ambos olores, aderezan el ponche torrecampeño. Antes del atardecer hay
que recoger los jazmines para fraguar las moñas que lucirán las mujeres
torrecampeñas en el pelo o en su pecho. Su perfume embriagador dicen que es el
aroma de la dulzura femenina. Para este que escribe es el aroma del verano. Al
esconderse el sol abrirán los jazmines. Los dompedros de los arriates del Cine
Paseo también abrirán sus flores para ver gratis la película.
Hoy, en el mes de
julio, cuando la mayor parte de las flores ya se marchitaron en nuestros
campos, quedan plantas muy olorosas que impregnan el aire de nuestra sierra
como el tomillo aceitunero y el mejorano que florecen en este tiempo y que aderezado
con el de los pinos y otras plantas autóctonas de nuestra sierra, en bocanadas
frescas y en noches tórridas, bajan hasta el pueblo colándose por los balcones,
refrescando a insomnes longevos que lo agradecen y a jóvenes trasnochadores que
muy posible estén estrenando su primer amor, el amor siempre recordado del
verano.
Cada pueblo tiene su
propio aroma, algo así como su ADN, el del Torredelcampo, nuestro pueblo, es
muy peculiar. Algún día figurará en un código de barras, o QR, pero mientras eso llega he tratado de recrear tu impronta sensorial
con algunas fragancias que he relatado y
que estoy seguro te habrán transportado a un lugar en el tiempo, en un viaje que
te habrá servido para ajustar el mapa de tu memoria perfumando y despertando
recuerdos.
¡Feliz verano!
VEZA
Si en nuestro pueblo
preguntásemos a cualquier joven, o aventurándome más, a algunos de los que casi
rayan mi edad, qué es la veza, estoy por apostar que no sabrían decir que se
trata de una planta leguminosa que se recolectaba en nuestro término hace
muchos años para alimentar a los animales, en su mayor parte a rumiantes como las cabras.
Las tierras que el año
anterior habían estado sembradas por cereales, al siguiente, en rotación
bienal, se dejaban descansar sembrando en los barbechos legumbres como, veza,
habas, garbanzos, yeros, etcétera, consiguiendo con estos cultivos no esquilmar
la tierra ayudando con ello a su
oxigenación.
Solía sembrarse en el
mes de octubre. Del cebero donde se depositaba la simiente, caminando detrás
del arado, se iba echando la veza a cada paso en el surco los granos que cabían en los cuatros dedos de la mano,
granos que eran sepultados en el surco siguiente. Después, al cabo de unos
meses, cuando ya se distinguían las
matas desde lejos, llegado el mes de marzo, había que escardar el terreno
eliminando las malas hierbas de la plantación.
Durante el periodo de
floración, en el mes de mayo, era un espectáculo contemplar el rojo purpureo de
las flores de la veza que inundaban todo
el sembrado, resaltando estas, del verde intenso de sus matas y confundiéndose
con el de los floridos gladiolos silvestres (paillas) que poblaban muchos de
estos sembrados, que gallardos ellos, presumían de su belleza y estatura. El
macho de nuestra perdiz roja le regalaba a su hembra cada atardecer y amanecer
su característico canto entre la hermosura de estas flores.
A mediados de junio la
veza ya estaba por lo general granada. Señal inequívoca era, cuando las vainas,
-en nuestro pueblo “carruchas”- de la legumbre, adquirían un color amarillento
llegando entonces a recolectarse. El trabajo de la recolección de la veza era
uno de los más agotadores y penosos que solían sufrir la gente del campo, pues dado
que la veza es una planta trepadora, las ramas de las matas se entrelazaban
unas con otras llegando a formar una tupida red o maraña acostadas en el suelo,
por lo que la mejor manera de recolectar esta herbácea era con la hoz a ras de
tierra haciendo abultados ovillos a los que se les llamaba “boliches”. Ni que
decir tiene que el dolor de la rabadilla estaba asegurado al estar encorvado
todo el día con la cabeza a veinte
centímetros del suelo. Durísimo este trabajo, pero nada imposible, creo que
hasta holgado, para aquellos aguerridos y curtidos hombres del campo.
En ocasiones, en las
hazas ya recolectadas, se solía ver algún rodal de aproximadamente un metro
cuadrado sin segar, era cuando se descubría algún nido de perdiz que había sido
indultado por el labrador. Hasta ahí llegaba el grado de concienciación de
aquellos hombres por el entorno y en estas ocasiones por un ave a la que muchos
como yo echamos de menos hoy en el término de nuestro pueblo, pues es inusual y extraño ahora en el campo oír su
aleteo tan especial al salir huyendo al descubrirnos, como también su canto tan
característico.
Pero volviendo a la
veza, los ovillos o “boliches” expuestos al sol durante días se barcinaban
después transportándolos en narrias hasta la era más próxima a la que
previamente se había acondicionado dándole rulo al suelo. Se trillaba y se
ablentaba y después aquellos granos parduzcos tirando a negros se envasaban
para la venta a los marchantes que se dedicaban a la compraventa de este y de
otros productos recolectados. La paja de este forraje a lo que en nuestro
pueblo se le llamaba “gárgula” era muy codiciada por los cabreros de nuestro
pueblo que hacían acopio de ello para alimentar al ganado.
Retengo en mi memoria
el paisaje de las vezas diseminadas por muchos puntos del término de nuestro
pueblo, pero las mejores fotografías que guardo en mi mente corresponden a las
que poblaban las laderas del cerro de Santa Ana, pues lograban ser de una
frondosidad exuberante.
Ya que estoy adentrado
en las legumbres y en nuestro cerro, no
quiero olvidarme de aquellas parcelas en las que casi coronando el monte, todos
los años sembraban lentejas, de las que por cierto puedo dar fe de que eran muy
ricas. Si hoy una buena parte de la gente de nuestro pueblo le extraña que esta
leguminosa y la anterior, la veza, llegaran a recolectarse en nuestro término
hace cincuenta años o más, qué será dentro de unas décadas si alguien como yo
no deja constancia de ello.
Nosotros nos iremos,
pero la escritura perdurará en el tiempo.
DIAS DE SIEGA Y BARCINA.
El flamear de la
canícula me distorsionaba la visión. Parecía como si estuviese viendo a través de la llama de una
vela. En el tajo se oye el “ras, ras,” que
producen las hoces al cercenar las cañas de trigo. Se habla poco mientras se
siega. No hay rivalidad a la hora de atar, y menos entre padre e hijo, y aunque
tuviese cinco años más nunca lograría estar a su altura, pues mi padre al igual
que lo fue el suyo, es un portento con la hoz. “Ata bien y siega bajo, aunque
te cueste trabajo” Dependiendo de la necesidad de paja para los animales así se
dejaba la altura del rastrojo. “Nene, los haces pesan este año y creo que
tendremos algunas fanegas más de lo que yo le calculo”, me decía mi padre en
los cortos descansos mientras disfrutábamos de la pobre sombra que generaba una
pila de haces haciendo pared, y es entonces cuando venía a mi memoria aquella
jarra de cerveza que tal vez ya pudiera con mis catorce años beber por primera
vez en la feria y no el agua del botijo que disfrutábamos, agua de pozo,
caliente a la temperatura ambiente, con tan alto contenido en cal que taponaba
los poros del búcaro pintándolos de blanco.
Llevamos varios días
segando en la campiña. Ayer, al mediodía a la hora de comer nos refugiamos en el cortijillo
y comimos cocido con todos sus ingredientes. Después, era imposible pernoctar
dentro, pues entre los vapores del puchero más la temperatura que reinaba en el
habitáculo además de las moscas de la cuadra, tuvimos que salirnos afuera para
refugiarnos en la sombra de una pared. A propósito de moscas, las había
cojoneras revueltas entre las bestias, aquellas que cuando era más chico las
solíamos coger en un bote para luego abrirlo en el patio de butacas del Cine
Risán. ¡Que cabrones éramos!
Hoy, almorzaremos
ensaladilla al más puro estilo torrecampeño, en la que el ajo, el aceite, el
tomate, además del agua, navegarán en el dornillo, pero esta vez, comeremos en
el tajo a la sombra de los haces. “Echa aceite y moja, me dirá mi padre”. En el
descanso de la siesta, él, se cubre la cara con el sombrero de paja. Yo intento
dormir pero no puedo. En un majano cercano toma el sol un lagarto verde que
habrá salido extrañado por el silencio que ahora impera en la campiña que ahora
sestea, y paralizado, observa patidifuso el cambio habido en el paisaje de su
entorno, el del trigal, al de la rastrojera. Ahora, su horizonte los hemos
ampliado. Unas matas de grama pintan de verde un pequeño rodal del rastrojo
cerca de donde estoy acostado. Observo como una planta de correhuela está
enroscada en una de las cañas secas de la siembra cercenada ahora por la hoz a
la altura del rastrojo.
Avanzada la tarde. Los
terrones ya llevan algunas horas haciendo sombra y es cuando pide el cuerpo dar
de mano. De cintura para arriba me refresco y me aseo con agua que he sacado
con una cuba del pozo. El sol se va escondiendo entre los maullidos mortuorios
de los mochuelos al tiempo que las penumbras abrazan a las colinas y valles de
la campiña. Después de una frugal cena, donde el aceite y el pan son los
protagonistas, el dormir en el rastrojo bajo las estrellas y el oír a mi padre
contándome historias enriquecedoras llenas de buenos consejos, que como un
albañil, ladrillo tras ladrillo, me servirían para forjarme como hombre, así, con
tan buenos asesoramientos, amén del cansancio, no tardaba en quedarme dormido.
Decían los viejos que
si el sol fuese jornalero no madrugaría tanto. Al clarear el día voy al
Berrueco a comprar pan en el horno que allí existía. Voy con la mula, pero
primero he de ir a por agua al Pozo Rico. La siega ya la tenemos vencida y los
últimos días mi padre quiere festejar el arremate con agua de un pozo de fama.
Más tarde supe de que su nombre real es Pozo el Risco porque hay unas piedras
donde se encuentra. Ya en El Berrueco, paso por la puerta de un cortijo que
hace las veces de tienda donde sentado en un poyete, un hombre bebe una
gaseosa. Para ponerme los dientes largos suelta un eructo que casi llega a
espantar a mi mula. No quise gastar más que lo que me costó en el horno los dos
panes que compré, pero aquella gaseosa que no quise comprar la recordaré siempre.
Y el trigo que mi padre
y yo sembramos aquél año, el que antes de lanzar él al aire la primera simiente,
miró al cielo y dijo “En nombre sea de Dios”, quedó presto para llevar los ases
a la era, pero no a la del cortijillo, sino que ese año fue transportado hasta
las eras del pueblo en un camión, que había que verlo en su recorrido dando
bandazos producidos por los desniveles del terreno en el rastrojo, sorteando
zanjas y torrentes secos hasta salir al carril, lo que todo ello entrañaba
muchísimo riesgo. El enorme volumen de la mies
resistía los vaivenes y el traqueteo por palos muy largos puntiagudos que
rodeaban todo el perímetro de la caja de carga del vehículo. Recuerdo
el calor reinante del mes de julio que mezclado con el que producía la
temperatura que emanaba el motor del camión y junto con el fuego que despedía el metal de
sus chapas, hacía que dentro del compartimiento de la cabina fuese un
infierno. Aquél aguerrido conductor, el que lamento no recordar su
nombre, sé que fue uno de los hermanos Mozas. Sirva este escrito para
homenajear a estos hombres que duermen en el anonimato, los que barcinaban las
mieses hasta las eras de nuestro pueblo con sus camiones jugándose su
patrimonio y sus vidas.
Queridos
amigos, todo esto que cuento lo hago en primera persona porque lo viví “estudiando”
en la Universidad del Campo, época aquella en la que aún no habían inventado el
botellón. Agradezco a su inventor el
retraso en patentarlo.