Dicen
llorando las aceitunas: Que me expriman a mí y no al agricultor. Hasta ellas se
avergüenzan por el bajo precio de su esencia.
Dedicado
a las buenas gentes del campo, a los que se fueron, y a los que siguen en la
brecha conservando el arrojo que heredaron de nuestros antepasados.
El azadón se hundía en
la tierra una y otra vez bajo la copa del olivo. ¡Chas!... ¡Chas!... ¡Chas! La azada iba pegando mordiscos a la dura
tierra que el arado no había podido horadar, mientras que el campesino la iba
repartiendo la mayor parte de las veces de manera generosa hacia el tronco de
la oliva. A intervalos el sonido de las cavadas cambiaba por el de un, ploc…
ploc… ploc, cuando el jornalero golpeaba con el mocho del azadón a los terrones
que nacían al remover la tierra. Esta acción la empleaba con más eficiencia al
terminar la cava, cuando sus pies que antes habían estado sepultados aparecían
pisando la mullida tierra que ahora iba alisando de arriba hacia abajo hasta haber completado el trozo aproximado de poco
más de un metro a izquierda y derecha de cada pata del olivo, la que el arado a
la segunda vuelta en la bina tampoco iba a remover a pesar de que la besana
estuviese trazada en sentido contrario. Después tomaba aire, y mientras
disfrutaba unos momentos de su trabajo
apoyado en su azadón, al poco, volvía a repetir la operación en otro
olivo no sin antes de empezar como era
su costumbre haberse escupido en la mano para que no resbalase esta por el
alisado astil que parecía estar barnizado motivado por el desgaste de infinitos
jornales, azadón este acostumbrado a pernoctar en cortijos propiedad todos ellos de holgados
terratenientes. Aquella era una buena azada con la curvatura del astil perfecta
fabricada por el aladrero del pueblo, que entre otras buenas cualidades tenía
la virtud de saber guardar el secreto de incontables meadas en su mocho para
humedecer la madera.
Hace poco vi de nuevo
aquella herramienta y recordé a aquél campesino que trabajó con ella que no era
otro que este escribe. Estaba en la cámara de la casa de mis padres, en un
rincón entre un sinfín de objetos, y al contemplar aquél azadón, la figura de
mi progenitor apareció en mi memoria porque éste fue el dueño de aquélla azada
con la que yo trabajé y que permanecía oxidada entre telarañas junto con aquél su
inseparable astil ahora sin lustre alguno que al moverlo bailaba dentro del anillo
metálico con el que siempre había permanecido aprisionado además de tener agrietada
su madera con diversas cicatrices alargadas y profundas.
Cierro mis ojos y veo a
mi padre arando con la yunta, y yo con trece años “cavando pies”, de los olivos,
cuando en los descansos “revesos” solía
aleccionarme con aquella su repetida cantinela:
<<-Nene, ¿por qué no has querido estudiar? Tú valías.
Vas a ser en la vida otro desgraciado como yo, otro más de los muchos que
trabajamos en el campo, a los que nadie nos mira>>.
Y yo, teniendo la
respuesta, me tenía que callar para no ahondar más en su dolor, puesto que
nunca quise decirle que tomé esa decisión para ayudar a la apurada economía
familiar. Todo, porque cuando tenía trece años, yo pensaba como un hombre de
veinte. Me sinceré con él hará unas décadas cuando todavía estaba con nosotros
y el azadón referido estaba ya harto de estar en el sitio que lo encontré hace
poco.
“Cavar pies” así se le
conocía a este trabajo que era la acción de cavar alrededor de los olivos la
tierra que el arado no podía roturar. Recuerdo que no quedaba olivo en nuestro
término al que no se le realizase esta labor. Se ahondaba hasta conseguir mullir la tierra bajo su copa y al mismo
tiempo sanear la madeja de raicillas “tortoleras” que emergían de su tronco.
Tremendo error hoy
demostrado, el de la “cava de pies”. Nadie realiza ya este trabajo, y las
olivas si cabe, siguen dando tanto o más fruto que antes. Ellas, ahora, duermen
tranquilas porque su dueño no va a despojarlas de esas raicillas que se
desarrollan en su tronco y que les sirven para nutrirse de la savia que la
planta necesita.
Nadie se baña en el rio
dos veces en la misma agua. Todo cambia con el tiempo, a veces para mejor.
Sirva este recuerdo que
comparto hoy con vosotros como muestra de solidaridad en defensa de los
agricultores por el bajo precio de nuestro aceite.
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