En el magnífico pregón de las fiestas del barrio
de San Miguel, que ofreció hace unos días Paqui Alcántara, dijo al comienzo de
su alocución: La gratitud es la memoria del corazón.
Y yo, con ese corazón en la mano, te doy las
gracias Paqui por haber desmenuzado aquí hoy mi vida, de forma tan elocuente y
expresiva, reseñando y profundizando en todos los pasajes de mi historia. Estoy
seguro de que al comentar algunas de mis duras etapas vividas aquí en mi
pueblo, un cierto halo de tristeza te habrá invadido, al recordar, tal vez a tus
padres o a tus abuelos, que de seguro vivieron también en primera persona en
aquellos escenarios que a mí me tocó vivir.
Yo, quiero regalarte por tus palabras hacía mí,
esta otra frase de Lionel Hampton que dice:
La gratitud se da cuando la memoria se almacena
en el corazón, y no en la mente.
Pero yo voy a más, dado que esta gratitud la
quiero almacenar en los dos sitios, en mi corazón, y en mi afortunadamente
hasta hoy, impoluta memoria.
Muchas gracias.
Señora alcaldesa doña Francisca Medina Teba,
señora concejala de bienestar social y nuevas tecnologías, doña Francisca
Alcántara Godino, señora concejala de cultura doña Maria Jesús Rodriguez Pegalajar, restantes miembros de la corporación municipal, autoridades,
a todos los aquí presentes y aquellos que nos escuchan a través de los medios,
señoras y señores, muy buenas noches.
Hace apenas unos días, estando yo haciendo unas
de las obligaciones diarias allí en mi tierra adoptiva de las muchas que
tenemos los jubilados, en este caso uno de los “mandaos”, durante mi trayecto,
en la calle, sonó mi móvil. Correspondía a un teléfono fuera de mi agenda que estoy seguro de que cuando esto ocurre, todos mostramos un cierto recelo y desconfianza. Cuando abrí
la llamada, la voz me tranquilizó. Era una voz de mujer que no conocía, una voz
sosegada, serena y profunda, cuyo timbre armónico siendo la primera vez que lo oía me transmitió
seguridad.
Era la voz de
Francisca Alcántara Godino (Paqui, como así gusta que la nombre) anunciándome que había
sido seleccionado para recibir el título de Embajador Local de Torredelcampo en
unos de los actos programados dentro de los muchos a celebrar en este mes de
octubre y que han dado en llamar: Otoño Socio Cultural de las Personas Mayores,
y para mayor sorpresa seria esta la primera vez que el Excelentísimo Ayuntamiento
de Torredelcampo otorgaba tal distinción.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, esta
dio paso en mí a un desconcierto e incertidumbre vacilante. Desconcierto por la
confusión, e incertidumbre porque sigo pensando, y no es falsa modestia, que
tal vez otros, torrecampeños o torrecampeñas, pudieran ser
más acreedores que yo para ostentar este regio galardón que hoy se me va a
conceder, dado que yo, como he repetido en
otras ocasiones, en mi pared no cuelga ningún
título académico que me haga merecedor de ejercitar el cargo como el que hoy se
me acredita, el de desempeñar nada más y
nada menos de diplomático, representando a la tierra que más quiero y venero,
al pueblo donde vi la primera luz y que a pesar de llevar ausente de él
cincuenta y dos años no he llegado nunca
a desprenderme en ningún momento de ese
cordón umbilical que me ha unido siempre con esta mi tierra.
Hechas estas salvedades durante mi diálogo con
Paqui Alcántara, terminé aceptando el nombramiento porque comprendí que era un honor para mí,
además de un orgullo llevar este título que hoy se me concede, puesto que renunciar a él hubiese sido una
afrenta no sólo a nuestra máxima institución local, sino a mi pueblo.
Mucha responsabilidad es esta para mí la de ser
embajador, ya que por estos poderes que hoy se me confieren, seré a
partir de este momento el diplomático de más alto nivel que represente a
Torredelcampo fuera de nuestro territorio, y quiero anunciar que para evitar
costes al consistorio, mi casa allí en la Comunidad de Madrid se transformará a
partir de este momento en la embajada torrecampeña, quedando a disposición de
todos los torrecampeños y torrecampeñas que residan en la capital y en sus
pueblos, como también, a los que transiten o pernocten, para desde esa
minúscula parte de territorio torrecampeño, mi hogar hoy transformado en
embajada, solucionarles todos los problemas que se les planteen cuando visiten
mi tierra adoptiva.
Allí en esa embajada, la casa de todos los
torrecampeños, aprovecharé al mismo tiempo que vayan a solucionar cualquier
problema, para pedirles que me hablen de nuestro pueblo, lo mismo que yo hacía
recién llegado a Madrid, yéndome a la
estación de Atocha los domingos a esperar el correo para ver si llegaba alguien
del pueblo y me contara cosas de aquí. Eran otros tiempos.
Estoy convencido, de que cuando se enteren de la
apertura de esta embajada aquellos hijos, o tal vez los nietos de los muchos
que se fueron un día de nuestro pueblo y ya no volvieron, la visitarán, y querrán que les describa cómo era el pueblo
de sus antepasados cuando emigraron.
Con mucho gusto les diré:
Era aquél, un pueblo
blanco de cal y de verde campiña en los meses en que las siembras aún no
encañadas se mecían y se despeinaban al compás de la brisa de la sierra
próxima. Era un pueblo atravesado por un arroyo que nacía en las montañas; de
aguas claras y cristalinas, con hierbas aromáticas en sus riberas donde
pululaban y aleteaban pajarillos saltando entre los juncos, juncia
y zarzas que lo jalonaban, para luego perderse
entre valles y colinas cuajadas de olivos y siembras.
Otros de aquellos, me
dirán que su abuelo les contó que cuando salió del pueblo lo hizo en tren, y yo
les apostillaré:
Cuando yo lo hice, tardé
casi doce horas en llegar en aquél lento
y largo convoy a Madrid, que en cada
estación y apeadero iba recogiendo viajeros. Noche aquella de insomnio, con los
pasillos atestados de gentes apretujadas y sin calefacción, con ruidos de
martillos en cada parada golpeando las ruedas para detectar por el sonido si
alguna había aumentado de temperatura. Voces de los que vendían tortas en
algunas estaciones como Alcázar de San Juan mientras la gente dormitaba. Olor a
humanidad y a zotal. Magrebíes, militares, expediciones de emigrantes rumbo a
Europa y un sinfín más de viajeros. Aquella serpiente
interminable de vagones encabezada por una jadeante locomotora llegó
por fin a la estación de Atocha resoplando, como pidiendo perdón con ello por
su retraso y se despojó al momento de toda aquella
abigarrada carga humana, portadores todos de maletas de madera o
cartón y paquetes amarrados con cuerdas, mezclándose aquella ingente
muchedumbre con los mozos de equipaje y los carros de los ambulantes de correos
mientras por megafonía no paraban de anunciar la llegada del tren denominado
ómnibus, procedente de Andalucía, todo ello bajo aquella enorme bóveda de la
estación, hoy jardín con plantas tropicales.
Con este éxodo, empezó lo
que hoy han dado en llamar la España Vaciada, y que tratan de corregir.
Y de esta manera por la
embajada de Torredelcampo, irán pasando gentes que vendrán sólo por pisar
territorio torrecampeño, y por poder ver la bandera de su pueblo ondeando en mi
balcón. Tal vez algunos de estos me dirán que de pequeños fueron a la aceituna
a un cortijo, y yo le refrescaré la memoria diciéndole lo siguiente:
Recordarás
como yo, hace sesenta años, al amanecer,
nuestras calles se envolvían con los sonidos que producían las caballerías al
golpear con las herraduras el suelo, originando un discreto y relajante rumor.
Sus ecos y acordes en las frías madrugadas quedaban suspendidos entre el vaho del relente, casi meciéndose
entre la bruma de los gélidos amaneceres aceituneros; después, estos sonidos se
iban diluyendo perezosamente a medida que se alejaban los animales. Algunas
mulas iban ataviadas con campanillas y en su bambolear al caminar, el grato y
placentero tintineo de los refulgentes metales se mezclaban cada mañana con las
voces de los aceituneros que partían para los tajos, los rebuznos de los
borricos, el ladrar de los perros y los silbidos de sus amos.
Cada amanecer
la luz del alba parecía dotar a las gentes de nuestro pueblo de la energía
suficiente para una nueva y dura jornada de trabajo. Luego, como ríos
caudalosos al principio, arroyos y regueros después, mujeres, hombres y niños
se perdían por entre la espesura de los olivares para recoger el fruto en un
andar por caminos infinitos y veredas fabricadas por albarcas y alpargatas de
lona.
Y el pueblo
entonces quedaba solitario y sordo, con un silencio callado, alterado nada más
que por el del tañer de las campanas de la iglesia dando las horarias, y el del
ruido también de algún que otro chiquillo jugando solo en la calle porque su
amigo con ocho años estaba ya ganando un exiguo, mezquino y miserable “jornal
de niño” en la aceituna.
Seguiré
diciéndole que ahora las gentes naturalmente no van a los tajos andando. Cada
mañana después de sufrir el efecto embudo a la salida del pueblo, las hileras
de vehículos que los transportan junto con los remolques se pierden todos por
entre la amplia red de carriles que serpentean por todo nuestro extenso término,
y que desde la lejanía parecen dibujar
estos senderos en el paisaje un laberinto de arterias y venas superficiales que
sirven para dotar al olivar de accesos fáciles para los trabajos.
Y después, y
en esto no ha cambiado nuestro pueblo en tiempo de recolección de aceituna, sigue
quedándose solitario. Sus prolongados silencios se asemejan engañosamente a las
mañanas domingueras donde nadie tiene prisa por levantarse, así, hasta poco
antes de morir la tarde en el que el pueblo vuelve a recobrar su pulso cuando
las gentes regresan y la aceituna en el molino llega a transformarse antes de
ser aceite en un vale.
Y así,
supongo será el devenir diario de esta embajada. No faltará quién me pida que
le hable de nuestra romería. Y al hablar de nuestra romería, en ese pedacito de
tierra madrileña, pero por derecho torrecampeña
, un nudo en la garganta ahogarán todas las palabras que en ese instante quisiera
decirle a quien me pregunte, porque recordaré a nuestro querido amigo Manuel
Galán Sabalete, persona que nos dejó hace muy poco tiempo y quién un día aquí,
en este escenario me impuso esta medalla que luzco con orgullo en mi solapa, la
medalla de nuestra Patrona Santa Ana.
Le regalo a
él este breve recuerdo de antaño que aquí pronuncié y que alguien muy especial,
muy querida y venerada por los torrecampeños y torrecampeñas le hará llegar
hasta allí adonde ahora more en un rincón del Cielo:
A él van
estas palabras;
Soy del campo, soy de
pueblo, soy viento aceitunero,
viento de sierra y
espliego, de verde olivar y de espigas añoradas, pueblo blanco, pueblo mío,
pueblo de parvas olvidadas, soy, aceituna en diciembre cuando la cubre la
escarcha, y tallo de romero en mayo, en el trono de mi santa.
Soy del campo, soy
labriego, nunca trovador ni poeta,
si mudos
sentimientos expreso, en un papel con mi letra,
es pasión de un
torrecampeño que vive lejos, en otra tierra, soy, arrogante jornalero de camisa
de lienzo en brega, que con albarcas y alpargatas, hizo caminos y veredas.
Y así,
entre charlas y recuerdos además de las
obligaciones propias de un embajador, me dará tiempo todavía para seguir
soñando, aunque sea estando despierto, como estos sueños otoñales que escribí
hace tan solo unos días, sueños que publiqué pero que hoy quiero regalaros a
todas las personas que habéis acudido a este acto en este día de otoño:
Quiero soñar que estoy despierto y
caminar estando en mi pueblo por intrincadas cañadas de álamos amarillos, y
percibir las caricias de húmedas bocanadas de viento otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y
llegar a poder dormir en aquél cortijo de chimenea y candil, de pajar como
alcoba, y oír en noches oscuras el lamento de los mochuelos mezclado con el del
ulular del viento.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar
a ser grano de trigo en la simienza, ser tierra que lo arrope con la vertedera
del arado, y agua otoñal que empape los surcos fabricados en aquellas exiguas
besanas.
Quiero soñar que estoy despierto y
elaborar sueños de niño con miedos a leyendas ancestrales, miedo a la palmeta
de aquél aprendiz de maestro, a la leche en polvo de aquél colegio, y miedo a
no encontrar jornal en aquella plaza.
Quiero soñar que estoy despierto porque
quiero ser flor otoñal en aquél añorado jardín de mi infancia, y poder contemplar
los pétalos aterciopelados de sus rosas después de que la lluvia acunara en
ellos gotas de plata cristalina.
Quiero soñar que estoy despierto y
llegar a encontrar en los campos de mi pueblo a la Flor del Año para contar los
granos de su fruto y así valorar la cosecha de cereal venidera, pero ni por
asomo quisiera tropezarme con la flor de la mandrágora, planta que siempre he
respetado por sus leyendas recelosas, ya que cuentan que donde mora, hasta las
olivas, medrosas ellas, llegan a abrazarse en noches oscuras y tenebrosas.
Quiero soñar que estoy despierto y
respirar el aroma de la tierra mojada, el del hinojo de los caminos, el del
polvo hecho barro de aquella era, y el de aquél inconfundible olor a lapicero
de cedro de mi escuela mezclado con el tufo a humanidad en una tarde gris,
fría, y otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y poder
oír el casi desaparecido canto de la perdiz retumbando al alba en las cañadas y
en los valles, y también percibir el dulce murmullo de los pajarillos aleteando
en regajos salpicados de higueras, nogueras, y zarzas mientras buscan a esa
hormiga de ala que vuela libremente, y no a aquella prisionera en la trampa de
una “costilla”.
Quiero soñar que estoy despierto y
encontrarme en aquella huerta donde me bañaba en mi infancia. Observo en mi
sueño que no navega en la alberca aquél barquito de papel, y sí hojas mustias
del manzano y del melocotonero cercano que siguen durmiéndose a los acordes del
agua cayendo en la poza.
Quiero soñar que estoy despierto y
adentrarme en el bosque de La Bañizuela, porque quiero ser madreselva trepadora
por el tronco de un quejigo, y desde allí, contemplar las llamaradas de los
colores del zumaque y los variados tonos de la sierra que se viste con el color
de la lumbre en este tiempo de otoño.
Quiero soñar que estoy despierto, pero
duermo sin querer despertar. Disfruto de un sueño profundo soñando con paisajes
y pasajes vividos en nuestra tierra, y es que reconozco que me gusta soñar que
estoy en mi pueblo.
Queridos amigas y
amigos, en mi poder las credenciales que se me otorgan, y seguro de recibir en
pocos días el placet de la autoridad competente madrileña, la embajada de
Torredelcampo queda inaugurada con el permiso de la corporación local, por lo
que a partir de este momento este humilde embajador se pone a disposición de
todos los torrecampeños y torrecampeñas allí en la Comunidad de Madrid.
Yo espero y deseo
que las relaciones entre Torredelcampo y Madrid sean siempre amistosas, pero si
por cualquier circunstancia llegaran algún día a tensarse, y después de
agotadas todas las vías diplomáticas, confio que no lleguen al extremo tal, que nuestra alcaldesa llegue a tener que
llamarme a consultas.
Doy las gracias,
cómo no, a ella, a nuestra alcaldesa Francisca Medina Teba, a la concejala de bienestar
social y nuevas tecnologías, Francisca Alcántara Godino, y a todos los miembros
de la Corporación del Ayuntamiento de Torredelcampo por este título que se me
concede.
Estad seguros de
que voy a representar y defender los intereses del pueblo de Torredelcampo
aportando para ello todo mi esfuerzo, además de la dedicación y entrega
necesaria para desempeñar con honor el título que hoy se me otorga. Os prometo
que os tendré siempre al corriente a través de mis despachos vía valija
diplomática.
Por último decir,
que de lo único que me beneficiaré de este cargo, si me lo permitís, será el de
utilizar la valija diplomática referida. Valija que me servirá para llevarme a
Madrid lo mejor que produce nuestra tierra,
aceite, y cómo no, el cariño de mi pueblo, y el de todos vosotros que
estáis hoy aquí, pero claro, tantos afectos y muestras de cariño recibidos,
estoy seguro, no cabrán en esa valija por muy grande que ella sea.
Muchas gracias a
todos por haberme acompañado en este acto. Gracias de todo corazón.