No llegué
a conocer a aquél hombre. Sólo lo vi desde lejos cuando atendía a mi hija en la
puerta de su casa, y a la que con un gesto después de los saludos le ofreció la
entrada de aquella sólida casa de muros de piedra berroqueña.
Era
un día de principios de verano hace ya un puñado de años. Mi hija Ana estaba
terminando su carrera y tuvo que hacer un estudio de una determinada comarca de
Guadalajara, de modo que la acompañé llevándola en mi coche.
El
pueblo era muy pequeño. Estaba recostado en una colina rodeado de pinos y
esparteras. La carretera de entrada era su principal y única avenida. En el
centro de la mencionada arteria estaba la iglesia rodeada de un conjunto de
casas diseminadas a su alrededor además de algunos bares y algún que otro
comercio. El edificio del ayuntamiento se destacaba entre las ridículas
edificaciones. No había más.
Antes
de llegar pude contemplar algunos olivos, “pinganos” que diríamos nosotros,
cuya variedad tenia que haberlo preguntado, pero seguramente era cornicabra a
juzgar por el examen que hice más tarde a uno de ellos.
Mi
hija había quedado citada con un señor jubilado, labriego él durante su etapa
laboral y conocedor del entorno. La encargada de medioambiente del ayuntamiento
la acompañó hasta la casa de aquél hombre al que me pesa no haber conocido ya
que yo no llegué nada más que hasta las inmediaciones de aquella su casona de
piedra donde él vivía que se destacaba entre todas las demás. Yo mientras tanto
me dediqué a pasear y a curiosear por la aldea pues siempre se aprende algo.
La
gente del pueblo era amabilísima ya que sin conocerme me saludaban con unos
buenos días muy chorreados como si me conocieran de toda la vida. Después de
deambular compré la prensa y me senté en uno de los dos únicos bares para tomar
un café que luego amplié con otro, puesto que mi hija tardaba.
La
entrevista duró más de la cuenta para mí, sin embargo a mi hija se le hizo
bastante corta dado que el hombre en cuestión era una enciclopedia. Le contó
historias curiosas del pueblo: sus costumbres, sus tradiciones, los productos
que cosechaban, la manera de recolectar, enseñándole todas las herramientas que
empleaban antiguamente, hoy en desuso y que guardaba en una cámara como tal vez
en su niñez guardara con mucho cuidado y esmero sus trastos para jugar. Entre
aquella colección de útiles y herramientas me dijo mi hija que observó el
cuerno de un astado y al preguntarle sobre su uso o significado le respondió
que servía para coger aceituna, pues antiguamente la recolectaban a mano –a ordeño- con el cuerno colgado al cuello
echándola allí hasta que se llenaba. Era una manera de proteger al olivo ya que
el clima no ayudaba a su frondosidad y de esta manera no tronchaban ningún
tallo, distinto si lo hubiesen hecho por el método tradicional del vareo. Todo
esto me lo contó y muchas más cosas durante el camino de regreso. También me
dijo que unas de sus aficiones del señor en cuestión eran la lectura y la
escritura.
-Mira papá, me ha dado este escrito
para ti. –Me dijo mi hija durante el viaje de regreso.
El escrito es este que transcribo:
LOS DESEOS DE UN ANCIANO
Deseo que me
hagas sentir que soy amado, que soy útil todavía, que no me crea que estoy solo.
Deseo permanecer
en mi casa o en la tuya.
Deseo que cuando
comamos en la misma mesa, me des conversación a pesar de que yo apenas hable.
Deseo que me
visites en la residencia, en caso de que te veas obligado a internarme en ella.
Deseo que me
ames por lo que soy y no por lo que tengo.
Deseo que me
llenes de cariño y comprensión en esta última etapa de mi vida.
Deseo que no
bromees de mi paso vacilante o de mi mano temblorosa.
Deseo que
comprendas mi incapacidad de oír como antes, y que por lo tanto me hables
despacio y claro, pero sin gritar, si no es necesario.
Deseo que tengas
en cuenta que mis ojos se están nublando, y que no me eches en cara ni te rías
de mí, cuando tropiezo o derramo la taza de café sobre la mesa.
Deseo que me
ofrezcas asiento en el autobús y la preferencia en la acera, así como que
respetes mi paso lento al cruzar la calle.
Deseo que tengas
tiempo suficiente para escucharme sin prisas, aunque lo que yo te diga te
importe poco o nada.
Deseo que no me
digas “ya me has contado tres veces lo mismo” y me escuches, como si fuese la
primera vez que te lo cuento.
Deseo que me
recuerdes por los aciertos y éxitos de mi vida pasada, y que no me hables de mis
errores y fracasos.
Deseo poder
sentir la caricia de tu mano sobre la mía, y escuchar sin agobiarme palabras
suaves de ánimo, cuando esté al final de mis días. Háblame entonces de la
misericordia de Dios.
Gracias, mil
gracias por atender mis deseos. Un día otros los harán posible para ti.
No
puedo precisar si él fue el autor de estos deseos, hecho este irrelevante dado
que lo que quería aquél hombre era transmitir tan bellos mensajes y que cayeran
en tierra fértil. Puede estar tranquilo que lo consiguió. Vuelvo a reiterar que
lamento no haber podido hablar con él pero con lo que me contó mi hija demostró
ser un hombre cuajado de sabiduría y sentimientos.
Yo
estoy convencido de que en nuestro pueblo existirán muchos como aquél
agricultor de la
Alcarria. Sé que
los hay, mujeres y hombres torrecampeños
ya mayores, que poseyendo un amplio legajo en su memoria de costumbres
tradiciones y cosas curiosas acaecidas en sus tiempos en nuestro pueblo no se atreven por cortedad o
retraimiento a transmitirlos como aquél hombre lo hizo a mi hija y se los
llevarán consigo el día que nos abandonen. Les animo a que lo hagan. Vaya mi
agradecimiento por delante.
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