EL ALMOCAFRE.
En los meses de marzo y abril, el almocafre, o “almocafe” como a este instrumento se le conocía en nuestro pueblo, era la herramienta que servía para en el tiempo descrito, escardar los sembrados de las malas hierbas. Dentro del intenso color verde de la campiña mientras se efectuaba este trabajo, resaltaba en el sembrado el blanco de las camisas de los esforzados hombres del campo que encorvados iban con el almocafre aniquilando a las hierbas parásitas de la siembra.
Encorvados, con el brazo de la mano izquierda descansando sobre la entrepierna del mismo remo, era esta la postura correcta que servía para amortiguar el peso del cuerpo y al mismo tiempo darle juego al muelle de la cintura, al mismo tiempo que con la otra mano se sostenía el almocafre que con su picacho de metal iba aporcando el sembrado y liberándolo de las plantas inútiles que habiéndose hospedado en el cultivo, si no se exterminaban llegarían a terminar por asfixiarlo.
Me gustaba este trabajo porque daba tiempo mientras se realizaba a distraerme con las conversaciones de las personas mayores, unos, contando cosas de la guerra, otros soñando con vivir algún día con la misma calidad de vida que las de aquellos países que los emigrantes a su vuelta no paraban de elogiar, pero lo que más me gustaba escuchar eran las anécdotas y vivencias que estas personas contaban. Eran pues estos hombres, sobre todo aquellos que ya pintaban canas, una enciclopedia, y yo, una esponja que me nutria con su sabiduría y conocimientos que me valieron muchos de ellos para desarrollarme en aquél mundo que se me ofrecía a mis quince años.
Una de las anécdotas que yo recuerdo mientras ejercía el trabajo de la “la labra”, -así se le llamaba al trabajo de escardar-, me la contó un hombre realizando este trabajo en plena campiña pernoctando por las noches en un cortijo. Aquél hombre de estatura mediana, corpulento y de cejas muy pobladas se le conocía en nuestro pueblo como Salmerón, no sé si era apodo o apellido, y si memoria no me falla, vivía por La Rinconada o en la Carrera Baja, y para más señas tenía en aquél tiempo un caballo blanco al que cuidaba con esmero. Esta historia se las obsequié en su día a José Alcántara y a Juan Moral que la plasmaron en su libro: “Anécdotas, chascarrillos y otras historias de mesa camilla”, hecho que les agradecí. Libro este muy interesante cuajado de cosas curiosas que acontecieron en nuestro pueblo, y que aprovecho para recomendar su lectura.
Contaba el tal Salmerón, que siendo manijero de una cuadrilla de “pijalandrones” en Mingo López, “Mingalopes”, estando de vará, le robaron el pan de higo de su mochila que su mujer le había echado. Como ninguno de los mozalbetes dijo haberlo hurtado, aquél hombre le sugirió a su peón de confianza que inspeccionase con sigilo las defecaciones de sus compañeros, pues las semillas de los higos son muy delatoras y era la única manera de encontrar al culpable. Y así fue como aquél hombre descubrió al ladrón de pan de higo. Eran aquellos otros tiempos, tiempos en los que los garbanzos en los cortijos nadando en el tinajón se servían en la cena dando borbotones para que los avispados y tragones perdiesen el tiempo soplándole a la cuchara y no diesen así tantos viajes al recipiente donde se aposentaba el potaje, en detrimento de aquellos otros comedidos.
<<¡Niño, daleate pa otro lao en cuantico puedas!>> <<Búscate otro trabajo que no sea el del campo, mira que se pasan muchas fatigas y encima no somos bien miraos en ningún sitio>>, <<Si el trabajo del campo fuese bueno, ya nos lo habrían robado los ricos, y serian ellos los que estuviesen aquí en el tajo, y no los desgraciaos como nosotros>> Frases y consejos como estos los oía yo una y otra vez mientras que con el almocafre iba cercenando las malas hierbas de la siembra, tales como: “granillo oveja, jamalgos, amapoles, nerdos, ballico, paillas y otras,” pero sobre todo la hierba más perjudicial para el sembrado eran las avenas locas, planta que se confundía con las del trigo y la cebada; sólo para los entendidos era identificable porque sus hojas eran un poco más anchas y además tenían pelillos o filamentos. Aquellos que siendo jóvenes sabían distinguir a esta mala hierba, se hacían acreedores de un título que otorgaba la confianza de quienes los contrataban, y créanme que yo obtuve esa diplomatura. Esta planta una vez arrancada no se podía sacudir para quitarle la tierra de su cepellón, sino que se iba amontonando o echándolas en los majanos, pues su simiente que viajaba junto con las raíces, según contaban los más veteranos, valía para varios años.
Y así, en aquella campiña verde en los meses de marzo y abril me iba curtiendo a mis quince años en este menester al tiempo que las hormonas de la pubertad bullían en mi interior, y por este motivo, mis pensamientos solo lo ocupaban mis ya tempraneros escarceos amorosos. El Dúo Dinámico, con su canción: Quince años tiene mi amor, me invitaba a ello.
Aquél tiempo, como el del almocafre, ya es agua pasada. Hoy, he querido hablar de esta herramienta, que como otras muchas, anidarán en muchas cámaras entre el polvo y la herrumbre como la de la foto, cuando deberían de estar expuestas en una sala-museo en nuestro pueblo para que las nuevas generaciones y las futuras, puedan saber para qué se empleaban todas estas herramientas y demás aperos antes de la mecanización de la agricultura. Animo a nuestro Ayuntamiento a llevarlo a cabo antes de que desaparezcan.
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