Martes,
26 de enero de 2021
Acabo de levantarme.
Observo a través de mi ventana la calle mojada y un cielo encapotado. Aún
quedan en algunos sitios vestigios de la nevada; son los restos de los grandes montículos
de hielo que las palas mecánicas
fabricaron, pintados ahora por el paso de los días de un gris-estaño que
lentamente se va convirtiendo en sucias regueras. Una suave y húmeda brisa mueve el cristal de
la ventanilla del cielo empañado de nublos al tiempo que un rayo de
sol mortecino se cuela por esa abierta rendija y parece saludarme mostrándome
un cielo azul que se oculta casi al
instante arropado por el algodón de las nubes que viajan muy rápidas.
Aunque el cielo me haya
mostrado temeroso un retazo de su bóveda azul que me invita al optimismo, las noticias
sobre la marcha del coronavirus que han difundido hoy los medios al tiempo que
desayunaba, pronosticaban un horizonte tan negro y tormentoso como el de la
fotografía. En cambio, hoy será para mi otro día más como el de ayer. Otro día
más de encierro, mi encierro, de cárcel sin carcelero, de pasillo de muros sin
horizonte donde mis pasos al caminar siguen chocando una y otra vez contra la
puerta de mi celda. Trato de darme ánimo cuando pienso que disfruto del tercer
grado pues puedo salir al exterior, y también que no soy el único recluso, ya
que hay miles, millones de presos longevos, cautivos todos por este maldito
bicho extrovertido y dicharachero al que lo que más le gusta es presentar su
tarjeta de visita en las reuniones, celebraciones, y fiestas, y esto último, me da pié para acordarme de
tantos y tantos festejos como en nuestro pueblo llevamos abortados por la
pandemia.
Todos, supongo, tenemos
mucha hambre de fiestas, y es lógico que ansiemos celebrar nuestras tradiciones,
como también de comunicarnos, de abrazarnos, de besarnos, de volver a la
normalidad, por poner un ejemplo, el entrar a nuestra iglesia y que a pesar de
que el banco esté completo de feligreses, ellos, apretujados, te hagan un hueco
sin temor al contagio de este virus que
nos invade. Esto será un signo inequívoco de que la pandemia ya terminó.
Será entonces cuando
podamos celebrar nuestra Semana Santa y darle rienda suelta a nuestro fervor
religioso dejándolo vagar en libertad por nuestras calles contemplando nuestros
pasos procesionales, oyendo como se rompe el silencio con algún que otro
escalofrío de emoción cuando las saetas rasguen el aire embriagado por el olor a incienso y a nardos. La religiosidad
de los creyentes siempre es la misma, pero muy diferente a la actual, ya que
otro año más en Semana Santa deberemos recluirnos en nuestros hogares
convertidos muchos de ellos por el covid19 en minúsculas parroquias.
Cuando la tormenta
acabe celebraremos nuestra romería y con ello se terminará el silencio en el
cerro, esa sepulcral extraña y duradera mudez donde las flores habrán llorado nuestra
ausencia durante varias primaveras. ¡Qué hambre tenemos de honrar a Santa Ana
ese primer domingo de mayo! Se liquidará ese silencio con el estallido de todos
los cohetes que no fueron explosionados durante los años que duró la pandemia,
junto con los vivas y piropos almacenados
en nuestros corazones durante tanto tiempo: halagos que brotarán de
nuestras gargantas y que el viento arrastrará junto con la música, y nubes de
pétalos, todo, en honor de nuestra Patrona Santa Ana y nuestra Virgen Niña, al
tiempo que la campana de nuestra ermita echará humo de tanto tañer. Será entonces cuando podamos ver a la familia
Alcántara-Cano lucir sus cetros y sus vistosos trajes, ansiosos ellos, que no
cansados, porque habrá llegado ése día tan esperado. Ellos, habrán sido los
primeros Hermanos Trillizos habidos
en la historia de la Cofradía. ¡Animo Paco, y Ana Mari, no desfallezcáis! Me
pregunto, si cuando eso llegue, nuestro cerro estará preparado para soportar el
peso de tanta gente. No creo que tengan que apuntalarlo, pero estoy seguro de
que allí no cabrá un alfiler, porque no faltará nadie, ni ése que acostumbra a
irse de puente, pues no creo que tenga “guevos”
por decencia y compostura esta vez de ausentarse.
Cuando la tormenta
acabe celebraremos nuestra feria en nuestro recién inaugurado ferial, donde sin
que nos lo pidan nuestros nietos, los montaremos hasta tres veces más que las
acostumbradas en las atracciones por ayudar al gremio feriante tan denostado
por la pandemia y del que tantas familias viven de este trabajo en nuestro
pueblo. Sí, cuando llegue esa feria tan esperada saldremos en tromba a
divertirnos, a pasarlo bien sentados en una terraza tomándonos una cerveza si
es que tenemos suerte de encontrar una mesa. He dicho una cerveza, que sean
tres, o las que vengan bien, todo sea por celebrar que el bicho ya no esté
entre nosotros y por echarle también una mano a los hosteleros a regularizar sus balances de pérdidas.
Faltaría más, aunque… faltar, faltar, sí que faltarán muchos, son los que nos
dijeron adiós por el coronavirus, la gran mayoría personas mayores, aquellos
que se pasearon en nuestra plaza, se enamoraron allí, y disfrutaron de nuestra feria en su niñez y
adolescencia, tan diferente aquella a las ferias actuales. El año que
celebremos la feria por primera vez después de la pandemia, en recuerdo a todos
ellos, debería nuestro ayuntamiento traer a la animadora a nuestra plaza, al igual que en aquellos tiempos como homenaje
póstumo a estas personas. Yo, si hace falta, pongo el botijo de agua fresca
para que alguien pregone: ¡A gorda la ”barrigá”!
Cuando la tormenta del
virus pase, celebraremos todas nuestras fiestas, la de las Migas y Chiscos por
San Antón, el Carnaval, San José, San Isidro, La Feria del Barrio de San Juan,
la de la Virgen del Carmen en la Fuente Nueva, la de San Miguel, el Otoño Socio Cultural de la Personas
Mayores, y la otra, y la otra fiesta más, y aquella que se me ha olvidado, y la
otra…
Torrecampeños/as, lo mejor,
mientras la tormenta dure es buscar buen refugio, y pensar que ya nos queda
menos para celebrar todas las fiestas reseñadas. Pensemos de manera positiva.
Cuidaros.
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