EL REGALO A MI NIETO EL DÍA DE
REYES.
Cuento.
Una oliva le narra a mi nieto su historia. Es
la cronología de cualquiera de los millones que figuran en el paisaje
torrecampeño. Le cuenta además, la difícil situación que atraviesa hoy el
olivar.
En la foto, mi nieto Daniel.
Era
verano y encontrándonos en el pueblo, a sus diez años, mi nieto Daniel ansiaba
desde hacía mucho tiempo llegara el día en el que le mostrase el paisaje
torrecampeño tan distinto al madrileño de su tierra natal, y cómo no, el olivar
plantado por mí y su bisabuelo del que tanto le había hablado. Hoy, íbamos
hasta él a cortarle las varetas. Habíamos madrugado para así disfrutar de las refrescantes temperaturas mañaneras de
los últimos días del mes de agosto.
Desde que comenzó el viaje y desde la salida
del pueblo, por el brillo de sus ojos deduje el entusiasmo que le producía ver
todo el paisaje cubierto de olivares que se perdían a lo lejos entre una sucia
neblina en el horizonte. Enfrascado en la contemplación de este bosque infinito,
solo habló para decirme:
–Abuelo,
es como el mar, en el que llega a perderse la vista en el horizonte viendo
tanta agua, y aquí, son los olivos los que se juntan en la lejanía con el cielo.
–Cierto.
Alguien lo identificó como un mar de olivos
–le respondí con una sonrisa.
Llegado
al olivar dejé el carril alquitranado y me adentré con mi 4x4 en él. Lo aparqué
al resguardo del sol que ya apuntaba a
la sombra alargada de una oliva, y
siempre como es mi costumbre mirando a la salida. Después de un rato de trabajo,
hicimos un alto para beber agua pues aún era pronto para el bocadillo. Daniel
aprendió rápido, ya que al poco de ver como yo cercenaba las varetas de cada
uno de los troncos, se atrevió a desvaretar una
y la verdad que lo hizo muy bien, para gozo de este abuelo.
–
Abuelo, ¡qué frondosa es esa oliva! –me dijo
señalando una de tres patas a la que nos dirigíamos a descansar.
–
¡Qué listo y observador eres! –le respondí para agregar después –Sí, es una
gran oliva, además era la preferida de mi padre, tu bisabuelo, y quiero
confesarte un secreto que debe de quedar entre los dos, y es que esta oliva
habla, pero solo a los que llevamos la sangre del que la plantó. Es una oliva
mágica, ya lo verás, pues el principal motivo de traerte hoy aquí ha sido para
darte a conocer a ella. Ven, sentémonos cerca de su tronco y haz como yo,
acaricia sus ramas para que ella nos identifique, y a ti, a partir de ahora.
Mi
nieto me miró y por la expresión de su rostro deduje que le estaba gastando una
broma. Al instante, después de que tomaros asiento junto a su tronco, recogí
con mis dos manos unos tallos de una de las ramas de la exuberante oliva, y
cuando observé que mi nieto también hacía lo propio dije:
–Señora
oliva, este niño que ves aquí es mi nieto Daniel. Vive en Madrid y aunque
distante, sé que vendrá a verte muy a menudo, lo mismo que yo lo vengo haciendo.
Después
de un corto silencio, una voz muy dulce, casi aterciopelada se oyó rompiendo la
calma del olivar:
– ¡Hola, Daniel!, –dijo la oliva.
Mi nieto dio un respingo y buscó protección acercándose a mí
abrazándome por la cintura.
–No temas Daniel. Es una oliva mágica y con una memoria
prodigiosa. Ella, como aquella primera vez conmigo, de seguro, te va contar su
historia, escúchala, con ello aprenderás mucho.
La
oliva continuó:
Daniel,
¿quieres saber mi nombre? Mi nombre… Pero… ¿qué importa mi identidad? Sé que mi progenitor, tu bisabuelo, aquel que
me dio la vida hace muchos años se
llamaba Francisco, aunque todos en el
pueblo lo conocían cariñosamente como Frasquito. En un hoyo realizado a base de
azadón de un metro cúbico hizo mi cuna ayudado por un niño, el que hoy es tu abuelo.
Después, dos vástagos verdes con muchas yemas, escogidos de mis antepasados
picuales fueron enterrados en aquél foso, y de ellos broté yo, con suerte en una tierra muy rica en nutrientes y apta
para mi desarrollo. Durante mi niñez, recuerdo a Frasquito llevarme agua en los
meses de estío para calmar mi sed puesto que mis raíces aún no habían
profundizado en la tierra para buscar el jugo necesario para mi sustento; sus
caricias arañando la costra cuarteada días después del riego me hacían
cosquillas mientras me arropaba con tierra mullida, así hasta que comencé a dar
mis primeros frutos y hacerme mayor. Supe que había alcanzado mi mayoría de
edad cuando dejaron de llamarme olivilla y empezaron a nombrarme oliva, lo mismo
que a mis hermanas que viven a mí alrededor. Así que como oliva se me conoce, y
he de decir que me gusta este término y no el de olivo, pues me tengo por una
gran señora.
Mi
nieto, ahora, parecía más calmado potenciada su calma por la voz melodiosa de
la oliva que continuaba con su diálogo.
–Son
muchas cosechas las que tengo en mi haber, mis anillos de crecimiento que
contabilizo en mis troncos y que no mostraré hasta el día de mi muerte, delatan
que soy una oliva veterana, pero aunque las estadísticas me auguren muchas más
cosechas, enfermedades que antes no se conocían como la Verticilosis y la Xilella
Fastidiosa, pueden acabar con mi vida vegetal en cualquier momento, motivo
por el que quiero contarte querido Daniel, lo más importante de mi biografía
para dejar constancia de lo vivido por mí con el fin de que puedan servir estas mis
vivencias a futuras generaciones.
La
oliva hizo una pausa para de inmediato proseguir:
–Daniel,
mi querido niño,… continuo diciéndote
que me alegraba siempre ver a tu bisabuelo Frasquito por el olivar, aunque lo que más me molestaba
era cuando después de la recogida de la cosecha, este, me cortaba el pelo, dado que tenía que
decirle adiós a muchas de mis ramas, mis hijas; era cuando la afilada hacha de
mi progenitor me dejaba semidesnuda de mucha de la espesura habida en mi
follaje. Lloraba en el silencio de la noche sintiéndome desprotegida y
desarropada, a veces hasta con tiritera,
motivada mi tristeza por las incontables ramas cercenadas por la poda, hasta el
punto que echaba de menos a la lechuza
que acostumbraba a posarse en ellas, y que siempre cuando esto sucedía buscaba
otro refugio. Pero aquél disgusto no era óbice para que entrara en desánimo,
pues pensaba que en primavera debía de procurar esforzarme para generar nuevos
y vigorosos vástagos que supliesen a los caducos amputados que arderían a pocos
metros de mí, siempre temiendo que el viento cambiase y me chamuscara con sus
llamas. Qué guapa me veía, pues aunque parezca ser arrogante y presuntuosa, yo
era la oliva más frondosa del olivar, la oliva donde tu bisabuelo Frasquito
ponía el hato siempre que venía a trabajar, y yo se lo agradecía procurando
darle buena sombra durante sus descansos.
Me gustaba sentir los
resoplidos de las bestias bajo mi copa en su bregar removiendo la tierra y
enterrando con ello a las malas hierbas mientras que el arado dibujaba un
sinfín de surcos sinuosos en besanas
siempre diseñadas por tu bisabuelo. El azadón de mi progenitor cavando mis pies
alrededor de mi tronco completaba la primera vuelta de arado. Más tarde,
durante el periodo de floración, volvía de nuevo la segunda vuelta a la
que se le conocía como bina,
con lo que con este trabajo se completaba el ciclo anual de roturar la tierra.
Cuando con el azadón Frasquito me tapaba el surco que el arado dejaba en la
parte baja de mi tronco, la tierra quedaba uniforme, sin hierbajos, pobre de
terrones y casi aplanada, preparada para recibir las últimas lluvias
primaverales y soportar los calores del verano. Recuerdo en ocasiones la
frescura de la correhuela que emergía en
el olivar después de la bina pintando
de campanitas blancas la tierra mientras que los arrullos de las tórtolas
mezclado con el canto de cuco inundaban
el olivar. Era precioso, y me siento orgullosa de que la cruz de mi tronco
sirviera para que nidos construidos por tórtolas con los pelillos absorbentes
de mis raíces, me distrajeran muchos años con la música de sus arrullos mientras
duraba la incubación y la cría de los pichones.
A últimos del verano
Frasquito nos agasajaba con serones repletos de estiércol transportados con las
bestias hasta el olivar, estiércol que era esturreado bajo nuestras copas
sirviendo de fertilizante que se transformaba en alimento muy vigorizante
cuando el motor primaveral de la savia comenzaba a fluir por nuestros vasos
leñosos. Por ese tiempo de verano cuando los días eran ya más cortos Frasquito
me cortaba las varetas de mi tronco, varetas que me servían de alguna manera
para protegerme del tórrido sol de la canícula del verano, y que una vez
despojada de ellas llegaba a refrescarme ya que dejaba de alimentar a estas
ramas parásitas que ya no me valían. Después, con las primeras lluvias
otoñales, cuando el zorzal y el petirrojo venidos de lejos llegaban a mecerse
en mis ramas y el canto de la perdiz retumbaba en las cañadas, Frasquito con un
rastrillo allanaba el terreno a toda la circunferencia de mi copa para que
cuando madurasen las aceitunas y algunas
cayesen al suelo, lo hicieran en tierra planchada, despojada de hojarasca y
guijarros para facilitar su recogida.
Frías mañanas
invernales aquellas en tiempo de recolección cuando algunas veces la escarcha
pintaba de blanco todas mis hojas e incluso la tierra parecía estar nevada,
entonces, el olivar era visitado por más gente. Mujeres y niños sin importarles
el frio, recogían las aceitunas maduras caídas en el suelo mientras que los
hombres golpeaban mis ramas para que yo soltara los frutos que aún colgaban y
que a consecuencia de los golpes mansamente caían en una lona. Debo de ser
sincera, me lastimaban aquellos porrazos para desprenderme de las aceitunas,
pues eso entrañaba a que muchos de mis tallos cayeran mutilados revueltos entre
tantas aceitunas, pero lo tenía asumido, así pues, eran daños colaterales que conllevaba la recolección. Con el
transporte de las aceitunas envasadas en sacos de pita a la almazara a lomos de
animales para transformarse en aceite, se terminaba el trabajo de todo un
año.
Después de más de
cuarenta cosechas Frasquito, mi progenitor, dejó de visitarme y eso me
entristeció, pero afortunadamente le sucedió su hijo, hoy tu abuelo, aquél que
desde niño le acompañaba y al que educó la manera tan profesional y cariñosa de tratarme,
a mí, al igual que a mis hermanas, a pesar de que algunos años siempre
motivados por fenómenos climáticos solíamos parir menos aceitunas. Lamenté que
tu abuelo emigrara a otras tierras, pero siempre que volvía y sigue volviendo
al pueblo me dedica una visita, detalle que le agradezco.
El ruido de las ramas al agitarse como consecuencia de una
ráfaga de aire detuvo momentáneamente el diálogo de la oliva. Después continuó:
–Querido
Daniel, he de decirte que la situación actual del olivar es hoy muy diferente.
La transformación habida en la agricultura a lo largo de los años, de todo
ello, el balance que puedo hacer es positivo, aunque con algunos matices que
reseñaré. Este año, el último de mi vida vegetal cuelga en mis ramas una
cosecha importante. Las lluvias otoñales
cambiarán pronto el paisaje del olivar. El color parduzco del liquen
seco bajo la superficie de mi copa que
ves ahora se irá transformando poco a poco debido a la humedad a su natural
color verde sucio característico que me ayuda a proteger la cubierta vegetal
del suelo. El invierno espero que sea muy lluvioso por lo que atesoraré el jugo
necesario para una primavera prometedora y cómo no, para el caluroso verano.
Todo fue cambiando poco
a poco a lo largo del tiempo. La afilada hacha para la poda fue sustituida hace
muchos años por la ruidosa motosierra, y las ramas de la poda son ahora trituradas o mejor dicho
picadas por maquinaria especial para este fin, quedándose en el suelo el serrín y demás residuos como materia orgánica protegiendo con ello la erosión y la humedad del
terreno. La yunta de Frasquito dejó de
arar el olivar, y también el tractor que durante muchos años sustituyó a los
animales. Se acabó el arar y el remover la tierra cavando los pies de los
olivos, y he de señalar que con esta medida la tierra guarda más la humedad
para mi sustento, y sobre todo está ayudando mucho a paralizar la erosión. Echo de menos el estiércol, aunque todos los
años distribuyen bajo mi copa abono granulado, pero no es nada comparable con el
sabor y la riqueza en nutrientes de
aquellas putrefactas boñigas. El herbicida, un producto que nunca utilizó mi
primer progenitor, lo utilizan mis cuidadores solo en el ruedo de cada una de
las olivas que formamos mi familia, no así en las calles en las que dejan crecer la hierba hasta que llegado un
momento la desbrozadora da buena cuenta de ella quedando los despojos como
abono, otra manera esta de ayudar al abonado y a la paralización de la erosión.
La recolección con vibradoras y maquinarias más sofisticadas para derribar el
fruto han contribuido a un menor sacrificio de tallos, puesto que las piquetas
solo la utilizan para apurar algunas aceitunas que se niegan a caer en mallas enormes que cubren además de los
ruedos, las calles. La recolección ahora empieza en fechas más adelantadas que
muchos años atrás, consiguiendo con ello una mayor calidad del aceite
obtenido.
He de decirte que desde
siempre he sido y sigo siendo muy observadora, y me entristezco con los
comentarios tan preocupantes que oigo últimamente de mis cuidadores, quienes
auguran el final del olivar tradicional motivado por el bajo precio del aceite,
puesto que no pueden competir con el del cultivo intensivo agravado asimismo
por políticas impuestas por la Comunidad Europea en las que se deja importar
aceite de otros países cuando aquí somos excedentarios, además de que desde
tiempos de tu bisabuelo Frasquito, la agricultura ha sido siempre, y continúa
siendo, la cenicienta de España, todo ello hace que yo me encuentre muy
angustiada, hasta el punto que temo que mis cuidadores me abandonen. Malos
tiempos para nosotras las olivas y para los agricultores que nos cuidan. Yo
espero que cuando nuevamente nos veamos, la situación haya cambiado, y el
menosprecio hacía la riqueza obtenida de nuestro fruto, el aceite, se vea
valorado, ensalzado, y honrado para
que siga estando presente en todas las
mesas.
Nada más querido Daniel,
se despide de ti esta humilde oliva con el sabor agridulce del futuro tan
incierto que se nos ofrece, para todas las olivas, y la gente que vive del
olivar tradicional.
Mi nieto, ahora, hizo un movimiento tratando con ello de ver
de dónde provenía la voz que hablaba sin conseguirlo, momento que aprovechó la
oliva para despedirse.
–Adiós, querido Daniel, espero verte pronto por aquí otra vez.
Después
de que la oliva hablara se hizo un corto silencio que fue roto cuando le dije a
mi nieto:
–Daniel,
como has podido escuchar, esta oliva no es una oliva cualquiera. Me han dicho
que sus hermanas en asamblea recientemente la han elegido líder para que fuera ella su representante, la voz de todas
las olivas, por lo que ahora en el silencio de la noche se le ha escuchado decir:
<<Amigas,
ante la situación tan grave que estamos atravesando, yo alzo mi voz para que
desde mi olivar me oigáis no solo vosotras, las olivas de mi comarca, sino en
general todas aquellas de nuestra Andalucía. Quiero que os mostréis
orgullosas y arrogantes, bizarras y altaneras, nunca serviles ni desvalidas.
Que no os vean desfallecer; tan solo, cuando los grillos os acunen
por la noche, entonces, contar a la luna vuestra desgracia, que ella alumbrará
vuestras sombras con su farol amarillo, pero hablarle con mucho sigilo cuando
el aire se haya callado. Olivas de Jaén, árboles centenarios,
cuántas ramas de la paz han enarbolado en vuestro nombre quienes no os regaron
con su sudor. Sí, mostraros orgullosas, arrogantes, bizarras, y altaneras para
que nos os traten como a viejas madames, como aquellas que viven en las
ciudades en barrios miserables, donde las gatas en los tejados pregonan por las
noches su encendido celo. Lástima de
olivas de mi Andalucía con sus troncos plagados de cicatrices y hendeduras
acumuladas por cada uno de sus centenares partos. Pobres olivas, siempre
embaucadas por cortesanos y celestinas, pero nunca traicionadas por aquellos
que se esfuerzan por alimentarnos día a día con su sudor logrando mantenernos
frescas y lozanas para que cada primavera quedemos preñadas de frutos…>>>
Un ruido parecido a un
trueno junto con el de un tropel de caballos me hizo volver a la realidad. Todo había sido
un sueño, interrumpido este por los
molestos e impresentables vecinos del
piso superior de mi vivienda que siguen con la práctica de arrastrar muebles
junto con el repiqueteo de tacones durante las horas de descanso. Luego, meditando el sueño, este que escribe, autor
de esta fábula, no tuve por menos que unirme al manifiesto de esta oliva dedicándole
estas palabras:
Señora oliva poco
cortejada en estos tiempos, yo, admirador tuyo, fiel degustador desde siempre
de tu rica esencia, con todo el respeto que me mereces y con el permiso de tu
esposo, el olivo, al tiempo que me despido de ti, déjame abrazar tu tronco,
pues sé que al sentir mi calor
envolverás con tus verdes ramas al jornalero que tú sabes fui una vez.
Antero Villar Rosa
Pd. Queridos amigos, he
alargado la narración para de alguna forma distraeros del confinamiento
voluntario que como consecuencia del covid
estáis llevando a cabo en nuestro
pueblo. No sé si lo habré logrado. Cuidaros.