viernes, 25 de diciembre de 2020

SALVAR AL BAR DE TU BARRIO

 

Desde mi tierra adoptiva, en solidaridad con el sector hostelero,  torrecampeño, como asimismo con el pequeño comercio.

Cada uno tiene un bar habitual, bar en el que saben quién eres, no solo Pepe, el dueño del establecimiento, aquél que cada mañana cuando me ve entrar se apresura hacía la máquina del café para prepararme ese largo americano sin azúcar y que al tiempo de darme los buenos días me proporciona el periódico para leer, ese periódico que nadie ha mojado todavía con saliva para pasar página y que huele a tinta de imprenta. El bar de Pepe es un lugar donde también me conocen por mi nombre muchos parroquianos con los que a menudo entablo tertulia.

Suelo tomarme ese café sentado, y allí, a veces, pareciendo como que leo las noticias o algún artículo de algún columnista del diario, de soslayo me gusta estudiar aunque de forma discreta a la gente que entra y sale del establecimiento. Observo muchos días como hay clientes que le cuentan confidencias a Pepe, e intuyo que lo hacen porque necesitan una palabra amiga o algún consejo, como los que me dijeron les da a veces a los que negándoles la última copa aguantan en el bar hasta las tantas de la noche  refugiándose en la bebida, en estos casos son  aquellos que tienen miedo a marcharse y enfrentarse a la realidad en sus desestructurados hogares. En definitiva, Pepe es el desahogo de las penas y el confidente de muchos.

El bar de Pepe es ese lugar entrañable donde cuando hay partido te permite vociferar al árbitro y soltar algún que otro exabrupto cosa que no haces en tu casa. Lugar este donde te sientes seguro y en el que hasta conoces donde está la llave de la luz en el servicio, y en el que cuando entras a él te sorprendes de  las barbaridades y obscenidades nuevas con las que han vuelto a pintarrajear sus paredes  que el bueno de Pepe tratará de borrar como tantas veces, aunque luego se noten los refregones descoloridos de la pintura.

Hay muchos bares como el de Pepe que desde el mes de marzo notarán la falta a la hora del café a clientes como este que escribe porque dejamos de ir por culpa del maldito coronavirus. También echará de menos a aquél señor muy mayor, alto y enjuto, vestido siempre con traje a lo Arturo Fernández, con bastón de Antonio Gala y sombrero de Leonard Cohen, el que siempre al caminar lo hace sujeto por el brazo de su asistenta, sentándose ambos   después en un rincón del bar para desayunar y a los que Pepe, al tiempo de serviles los cafés, le facilita a este señor una servilleta con la que se abrocha el cuello para no mancharse a la hora de mojar en la taza su croissant.

Este bicho del coronavirus ha cambiado nuestros hábitos, sobre todo a las personas que por nuestra edad somos más vulnerables al covid, y no es porque en el bar de Pepe no se cumplan los protocolos establecidos, sino porque los mayores somos estadísticamente un potencial de riesgo. Ahora, el café lo tomo en casa, pero día tras día echo de menos esa tertulia con los amigos y sobre todo la gentileza de Pepe.

Sé que Pepe como todos los de su gremio lo están pasando muy mal, hasta el punto que los pocos ahorros que presumiblemente dispondrían ya los habrán gastado, viéndose muchos en la necesidad de haber tenido que pedir un préstamo al banco para hacer frente a los gastos fijos que tienen que soportar, tales como: autónomos, luz, agua, teléfono, alquiler, impuestos, y paro de contar.

Yo no quiero que el bar de Pepe eche el cierre, lo mismo que tú tampoco quieres que desaparezca ese que tú acostumbras a ir en nuestro pueblo, el mismo posiblemente que yo frecuento cuando allí estoy, ni tampoco quieres que eche el cierre el restaurante donde alguna vez que otra vas a comer con tu mujer.

He pensado que tal vez, si Pepe aceptara, le compraría un vale para veinte o treinta cafés para cuando esto del coronavirus pase. Si cunde el ejemplo contando que al menos serán doscientos o más clientes los que frecuentábamos su local de forma acostumbrada, les ayudaríamos a solventarle su situación hasta que pasen estos meses y vuelva todo a la normalidad con la vacuna.

Los bares, qué lugares, tan gratos para conversar. Así dice la letra de la canción de Gabinete Galigari.

El escenario de este escrito ha sido el de un bar, pero podía haber sido el de muchos comercios de nuestro pueblo que están en crisis también por la pandemia. Ayudémoslos. Seamos solidarios.

RECUERDOS DEL CAMINO DE LA ESTACIÓN.

 

Aquél año, habiéndose ya despedido las pocas atracciones de feria del descampado de lo que hoy es la calle Pintor Manuel Moral, los chiquillos teníamos que buscarnos otro entretenimiento y no el de merodear de día por entre los cachivaches y las casetas de turrón contemplando a veces como con nuestro griterío despertábamos a algún que otro feriante, como el que dormía en el suelo escondido bajo la sombra de los caballicos, el que cuando esto ocurría salía tras de nosotros vociferando por haberle alterado el sueño. Había pues que agenciarnos otra forma de entretenernos como era la de buscar nidos de tórtola en los olivares más próximos al pueblo.

Mordisqueando una manzana de aquellas no muy voluminosas de color blanquecino que decían que eran del rio, salí de casa en busca de mis amigos. (Con relación a estas manzanas muy sabrosas que se cultivaban en las huertas del rio Guadalbullón, he de añadir que eran de temporada, las únicas que por aquél entonces se comercializaban durante el año, al menos en nuestro pueblo. Luego, en mi adolescencia, empezaron a llegar a los mercados en todos tiempos para asombro de los mayores, manzanas de la variedad golden, a las que en nuestro pueblo las bautizamos como peros), pero volvamos a la calle.

Al llegar al Camino de la Estación ya iba acompañado por mis amigos: Pepe Mena, y  Manuel Rubio, el Parejo. Paulino, el hijo del guardia civil Fernando que estaba jugando en la elevada explanada del cuartel donde ahora está el colegio Príncipe Felipe, quiso unirse a nosotros pero alegó que teníamos que esperarlo, así que para ello subimos una de las dos escalinatas de izquierda y derecha que daban acceso al cuartel y nos dispusimos a hacer tiempo cobijados bajo la sombra de uno de los dos árboles que adornaban la terraza, siempre, bajo la atenta mirada del bueno del guardia Ortega que hacía el servicio de puertas. A Paulino lo vimos salir de una de las viviendas en bajo ubicadas en el patio empedrado del interior del cuartel e inmediatamente nos dirigimos avenida abajo revueltos entre la gente que iban a esperar la llegada del tren correo.

Dejamos a nuestra izquierda las vagonetas de alquitranar del contratista Capiscol que sin ningún orden establecido reposaban entre hierbajos secos en el descampado de la “tiladora” término torrecampeño que identificaba el paraje, ya que en su día existió allí una destiladora-. Al fondo, a lo lejos, se divisaba el yugo y las flechas entre un paisaje de rastrojos barbechos y alguna que otra era. La casa de don Manuel Pulgar, el médico, se erigía distanciada de la avenida y se accedía a ella mediante un corto camino enlosado. Un anuncio de Nitrato de Chile colgaba en la edificación colindante propiedad de don Salvador el practicante y pareciera como que el caballo y el jinete que figuraban en el poster estuviesen siempre observando al taller mecánico existente en la acera de enfrente, como también a la casa de Juan Moral (el zorro) el padre de mi amigo Antonio Tomasico .

Dos vacas subían la avenida a marcha lenta  bajo la atenta mirada siempre de su amo en busca del abrevadero de Los Caños sembrando a su paso de blandas boñigas la calzada del Camino de la Estación. El chalé de Juanito Valderrama ejemplo de modernidad, sobresalía entre todos los inmuebles de alrededor arropado en uno de sus lados por la casa de Vicentito. La solitaria casa de Lola y Pablo, -los de las vacas-  le hacía de escolta al chalé en la esquina de enfrente casi siempre adornada esta por la ropa lavada puesta al sol que las mujeres tendían en  la hierba ahora seca en los solares linderos.

Al cruzar la carretera, en el margen derecho aparecían algunas edificaciones de reciente construcción situadas frente donde hoy está la gasolinera. El resto, casi todo era campo. Descendiendo con dirección a la estación, en el ala izquierda surgía un complejo amurallado a lo que se le conocía como El Saladero. Lo componía la vivienda de la familia Martínez, sus amplios jardines, el matadero de cerdos, las salas de despiece y elaboración de embutidos, además del establecimiento al público por el que se acedia desde el Camino de la Estación por una puerta que colindaba con una verja del referido jardín. Las veces que entré a comprar a este establecimiento acompañado por mi madre, recuerdo un pasillo largo y una sala con un mostrador de azulejos blancos, todo bañado por el aroma propio de las chacinas.

El molino de aceite de la Cooperativa Santa Ana  veía día tras día como algunas edificaciones en calles transversales de reciente diseño se iban aproximando a la almazara. Aún faltarían algunos años para que Pedro Pancorbo, el que fuera encargado de esta entidad, hoy jubilado, plantara los pinos dentro de su recinto. Pinos que algunos aún perduran y que estoy seguro habrán mecido a cientos de millares de pájaros que acostumbraban al anochecer buscar refugio entre sus ramas sin importarles a veces cuando el viento arreciaba en noches de invierno el ruido de su desoladora música de silbidos.

Dejado atrás El Saladero, aparecía un terreno que limitaba con un arroyuelo seco que provenía desde Los Puentecillos en el que sobresalía un manzano que para el mes de junio cuando las manzanas no eran más gordas que un madroño ya dábamos buena cuenta de ellas los chiquillos atentos siempre al dueño, manzanas a las que llamábamos perillos enanos, también existía un árbol pequeño que daba fuera de época moras muy sabrosas y que después de muchos años estoy por asegurar que no era otra cosa que frambuesas. La casa de reciente construcción de Antonio Perete aparecía solitaria alejada al otro extremo del arroyuelo en medio del campo antes de llegar a la estación.

Llegado a la estación, esperando la llegada del tren correo había un nutrido grupo de personas entre las que destacaban algunas madres que esperaban ansiosas la llegada del hijo que venía licenciado o con algunos días de permiso. No estaba bien visto en aquél tiempo que las novias fuesen a esperar al novio en la estación. Allí no faltaba Gregorio el peatón (El Patón) empleado de Correos que con su valija al hombro esperaba a que los ambulantes desde el vagón le entregaran la correspondencia. Tampoco faltaba Cabeso, el que fuera el pionero del transporte en patín. Este hombre vivía en una miserable casilla en condiciones infrahumanas lindando con la pared del molino de don Damián en la explanada del ferial donde jugaban al fútbol los equipos El Rayo Azul y El Calavera.

El jefe de la estación a golpe de campana anunció la pronta llegada del convoy que ya se sentía silbar a lo lejos. Mi amigo Manolo, El Parejo, se hizo de un alambre y fabricó con él algo parecido a unas gafas y lo depositó en uno de los raíles entre los gritos  de la gente que le alertaban del peligro ya que el tren se estaba aproximando.  Cuando el tren inició de nuevo la marcha y se internó en el túnel entre una humareda de vapor, Manolo recogió el alambre ahora aplastado del grosor de una hoja de papel y los cuatro amigos cruzamos la vía camino de los olivares del Caballico en busca de nidos de tórtola, nidos que después de descubrirlos los dejábamos para otro día volver y ver como crecían los pichones.

Nada más amigos. He querido dibujar con mis palabras una buena parte del Camino de la Estación, el que fue escenario de mi infancia.   

Antero Villar Rosa

Pd. Los apodos los menciono de forma cariñosa sin ninguna acritud, y sobre todo bañados con mi más profundo respeto.