Ahora, cuando algún joven se marcha lejos de nuestro pueblo a trabajar a alguna ciudad, bien porque lo hubieran destinado como funcionario o porque hubiese encontrado en ella un trabajo estable, lo primero que suele hacer es en una primera avanzadilla visitar la ciudad de destino para buscar un piso alquilado o bien utilizando su red de amistades una vivienda compartida con personas afines. Me parece estupendo, pero antes, en los años sesenta la cosa era diferente.
Entonces, la maleta de
madera o de cartón delataba en Madrid al venido de provincias. Lléveme a una pensión, (pensión que la
mayoría de la veces era provisional hasta encontrar una “patrona” más asequible) era la frase más repetida a los taxistas
que en la estación de Atocha esperaban a los trenes que venidos de Andalucía descargaban
su abigarrada carga humana repletos de gentes buscando un futuro mejor. Había
que estar muy atentos ante tantos carteristas, timadores, y descuideros que
pululaban por los andenes y en el hall de la estación, donde estos
sinvergüenzas se valían de la ingenuidad de los pueblerinos robándolos o
timándolos.
La picaresca del
taxista dando vueltas por varias manzanas hasta llegar a la pensión para
aumentar el contador de la carrera, era otra forma de aprovecharse del recién
llegado. En la calle de Atocha y sus aledañas, así como en el barrio de Tirso
de Molina y Antón Martín, abundaban las pensiones. En la fachada de todas ellas
un cartel de porcelana blanco con letras de color negro anunciaban el
establecimiento como este que cito a modo de ejemplo: Casa de Huéspedes Amparo. Piso tercero. Sólo huéspedes estables. Las
persianas alicantinas de tablillas de color verde en los balcones y ventanas, destacaban sobre el sucio de las fachadas de
estos barrios antiguos que hacían añorar a viajeros nostálgicos, al pueblo
blanco andaluz que dejaron atrás.
Algunas de estas
pensiones disponían de toda una planta del edificio con pisos comunicados. Los
precios variaban dependiendo si la habitación era individual, o compartida con dos o más inquilinos que incluía además una
ducha gratis a la semana y a cinco duros las restantes. Aquellas casas de huéspedes solían oler a
cocido muchos días, inundando con el olor a berza la escalera comunitaria para
por la noche el caldo del mismo transformarse en una sopa olorosa de fideos con
hierbabuena. A la hora de la cena, en el comedor, allí se podía ver entre otros
a aquél que fuera oficial de notaria ya jubilado desde hace años que no tenía
más familia que la amistad con la “señá” Amparo dueña de la pensión. Al sereno,
gallego este, que uniformado salía disparado nada más terminar la cena a
realizar su ronda. Al viajante cántabro de conservas de pescado, al matrimonio valenciano
rentistas de pisos que siempre hablaban entre ellos sobre el trabajo que les
costaba cobrarles el alquiler a sus arrendatarios. Allí estaba también el viejo
actor de teatro de papeles irrelevantes venido a menos, que decían que debía no
sé cuantos meses a la señá Amparo y
que le recitaba el Tenorio de Zorrilla a la chica que con cofia y mandil blanco
servía las mesas, y tantos personajes extraños que acompañados por las
vinagreras y el salero cenábamos solos cada uno en nuestras mesas mirándonos
unos a otros de soslayo. Qué tristeza envuelve a todo mí ser cuando ahora
observo a alguien cenando solo.
El periódico Ya en la sección de ofertas de trabajo
dedicaba todos los días varias páginas ofreciendo empleos, la mayoría de ellos
solicitando mano de obra para la construcción y también de las más variopintas
profesiones, ayudando al recién llegado a buscar un puesto de trabajo de manera
rápida.
La vida en aquél Madrid
de los años sesenta, de camisas blancas de tergal, prenda muy de moda en los
hombres, de autobuses atestados, donde en las horas puntas la gente iba
hacinada en ellos pareciendo querer derramarse los viajeros sobre el asfalto dado
que las puertas permanecían abiertas durante su recorrido. El rancio y espeso olor de entonces del metro donde
la gente andaba deprisa y a veces corriendo por sus intrincadas galerías desde
primeras horas de la madrugada en busca de su puesto de trabajo. Los letreros
en los vagones: Prohibido escupir, y
Asiento destinado a caballeros mutilados, siguen perdurando en mi memoria
como todo lo narrado, recuerdos que colecciono en mi mente en un álbum de
estampas viejas desgastadas por el paso de los años, todas ellas en blanco y
negro de un tiempo pasado en aquél
Madrid de los años sesenta.
Bueno, os dejo, pues
tengo que escribir a mi novia y también a mis padres para contarles cosas como
estas que hoy os he contado.
Ja, ja, ja,… Ya
quisiera yo volver al Madrid de entonces, donde para comunicarme con mi novia y
con mi familia lo más común era escribirles una carta. ¿Cuántas cosas como
estas que hoy os he contado les explicaría yo a ellos a través de aquellas
cartas diarias?