miércoles, 12 de febrero de 2020

EL AZADÓN



Dicen llorando las aceitunas: Que me expriman a mí y no al agricultor. Hasta ellas se avergüenzan por el bajo precio de su esencia.
Dedicado a las buenas gentes del campo, a los que se fueron, y a los que siguen en la brecha conservando el arrojo que heredaron de nuestros antepasados.

El azadón se hundía en la tierra una y otra vez bajo la copa del olivo.  ¡Chas!... ¡Chas!... ¡Chas!  La azada iba pegando mordiscos a la dura tierra que el arado no había podido horadar, mientras que el campesino la iba repartiendo la mayor parte de las veces de manera generosa hacia el tronco de la oliva. A intervalos el sonido de las cavadas cambiaba por el de un, ploc… ploc… ploc, cuando el jornalero golpeaba con el mocho del azadón a los terrones que nacían al remover la tierra. Esta acción la empleaba con más eficiencia al terminar la cava, cuando sus pies que antes habían estado sepultados aparecían pisando la mullida tierra que ahora iba alisando de arriba hacia abajo hasta  haber completado el trozo aproximado de poco más de un metro a izquierda y derecha de cada pata del olivo, la que el arado a la segunda vuelta en la bina tampoco iba a remover a pesar de que la besana estuviese trazada en sentido contrario. Después tomaba aire, y mientras disfrutaba unos momentos de su trabajo  apoyado en su azadón, al poco, volvía a repetir la operación en otro olivo no sin antes  de empezar como era su costumbre haberse escupido en la mano para que no resbalase esta por el alisado astil que parecía estar barnizado motivado por el desgaste de infinitos jornales, azadón este acostumbrado a pernoctar en cortijos  propiedad todos ellos de holgados terratenientes. Aquella era una buena azada con la curvatura del astil perfecta fabricada por el aladrero del pueblo, que entre otras buenas cualidades tenía la virtud de saber guardar el secreto de incontables meadas en su mocho para humedecer la madera.  

Hace poco vi de nuevo aquella herramienta y recordé a aquél campesino que trabajó con ella que no era otro que este escribe. Estaba en la cámara de la casa de mis padres, en un rincón entre un sinfín de objetos, y al contemplar aquél azadón, la figura de mi progenitor apareció en mi memoria porque éste fue el dueño de aquélla azada con la que yo trabajé y que permanecía oxidada entre telarañas junto con aquél su inseparable astil ahora sin lustre alguno que al moverlo bailaba dentro del anillo metálico con el que siempre había permanecido aprisionado además de tener agrietada su madera con diversas cicatrices alargadas y profundas.
Cierro mis ojos y veo a mi padre arando con la yunta, y yo con trece años “cavando pies”, de los olivos,  cuando en los descansos “revesos” solía aleccionarme con aquella su repetida cantinela:
         <<-Nene, ¿por qué no has querido estudiar? Tú valías. Vas a ser en la vida otro desgraciado como yo, otro más de los muchos que trabajamos en el campo, a los que nadie nos mira>>.
Y yo, teniendo la respuesta, me tenía que callar para no ahondar más en su dolor, puesto que nunca quise decirle que tomé esa decisión para ayudar a la apurada economía familiar. Todo, porque cuando tenía trece años, yo pensaba como un hombre de veinte. Me sinceré con él hará unas décadas cuando todavía estaba con nosotros y el azadón referido estaba ya harto de estar en el sitio que lo encontré hace poco.

“Cavar pies” así se le conocía a este trabajo que era la acción de cavar alrededor de los olivos la tierra que el arado no podía roturar. Recuerdo que no quedaba olivo en nuestro término al que no se le realizase esta labor. Se ahondaba hasta conseguir  mullir la tierra bajo su copa y al mismo tiempo sanear la madeja de raicillas “tortoleras” que emergían de su tronco.
Tremendo error hoy demostrado, el de la “cava de pies”. Nadie realiza ya este trabajo, y las olivas si cabe, siguen dando tanto o más fruto que antes. Ellas, ahora, duermen tranquilas porque su dueño no va a despojarlas de esas raicillas que se desarrollan en su tronco y que les sirven para nutrirse de la savia que la planta necesita.

Nadie se baña en el rio dos veces en la misma agua. Todo cambia con el tiempo, a veces para mejor.

Sirva este recuerdo que comparto hoy con vosotros como muestra de solidaridad en defensa de los agricultores por el bajo precio de nuestro aceite.

PRECIOS AGRÍCOLAS



Porque me sale del alma.

En aquélla pequeña aldea, Perico el Hortelano era muy conocido. Adquirió el mismo nombre y sobrenombre que su padre y que el de su abuelo, y al mismo tiempo que heredó este apelativo, también recibió como legado el huerto proveniente de sus antepasados que siempre se habían dedicado al cultivo de hortalizas y árboles frutales, entre los que destacaban los cítricos. Perico, junto con sus cuatro hijos habían cultivado aquél huerto vendiendo sus géneros a la Tía Engracia, la de la tienda, y a los fruteros de la capital que venían a proveerse a diario de aquellas hortalizas regadas con las aguas cristalinas de un arroyo que atravesaba su amplia parcela.

Hoy, Perico, ha estado en su huerto. Recela ir  porque no le gusta afligirse como cada vez que lo visita. Sus hijos se fueron poco a poco uno tras otro lejos del pueblo buscando otros horizontes cuando aquél vergel dejó de ser rentable motivado por los bajos precios de sus cosechas. Él, siempre, siguiendo el ejemplo de sus antepasados nunca llegó a utilizar en su huerto productos fitosanitarios ni abono que no fuera el del estiércol de los animales que le ayudaban a desarrollar las labores agrícolas. De ahí que sus olorosos tomates  tenían fama ganada por su textura y sabor, como también sus tiernas “habicholillas”, y ni que decir de sus pimientos, berenjenas como también de sus patatas que daban muy bien el “frito”. Día a día, todo lo que la huerta producía era esperado por los clientes que demandaban cada vez más los géneros de Perico el Hortelano.

Pero llegó el día en el que la Tía Engracia dejó de comprarle porque cerró su negocio, y también sus mejores clientes de la capital que de forma paulatina fueron clausurando sus establecimientos como el resto de tantos conocidos y asiduos parroquianos, todo, porque no podían competir con los precios de aquellas tiendas descomunales llamadas supermercados que vendían de todo  con los que resultaba muy difícil rivalizar.

Hoy, Perico, está en su huerta, y contempla el suelo sembrado de naranjas y a aquellos árboles plantados por él y sus hijos de la variedad navel que año tras año sin prestarles la atención debida, a pesar de ello, seguían dando frutos. Naranjos y limoneros que  recolectaba a pesar de que muchas de las veces el coste de la recogida no se aproximaba ni tan siquiera a lo que recaudaba  por la cosecha. Pero este año el precio de la naranja está muy por debajo de los precios de otros años y por eso al igual que han hecho otros como él, ha preferido con dolor de su corazón dejar caer el fruto al suelo.

Perico el Hortelano no entiende de economía, ni comprende que las naranjas, tomates y otros artículos hortofrutícolas que se ofrecen en muchos  establecimientos provengan de otros países mientras que los productos nacionales, los nuestros, se vean abocados a pudrirse en el suelo, y piensa allí estando en su huerto en tantos niños desnutridos como la televisión nos muestra a diario pidiendo una ayuda para poder alimentarlos, y por ello se siente responsable de la actitud adoptada; actitud la suya, la de no recolectar su pequeña cosecha de naranjas consiguiendo que se pudran en el suelo.
Le dicen a este buen hombre que todo es como consecuencia de convenios que mantiene la Unión Europea con países lejanos y con otros más próximos a nuestro entorno importando de ellos artículos alimenticios de esas naciones a muy bajo precio en detrimento de muchos  de los que somos excedentarios.

Perico el Hortelano no posee una base cultural sólida, pues solo estuvo en la escuela unos años donde aprendió nada más que lo básico como muchos niños de su tiempo, pero considera que se deben de tomar soluciones para paliar esta difícil coyuntura por la que atraviesa el campo español, entre las primeras, el articular medidas dentro de la UE para no importar productos de los que seamos excedentarios, como también a nivel nacional colocar una etiqueta en los establecimientos que identifiquen a los géneros producidos en España, y así sepamos a la hora de la compra de donde proviene aquello que adquirimos, y ya por último, establecer una buena campaña  a nivel comunitario publicitando nuestros buenos productos, aquellos que forman parte de la dieta mediterránea y que como garantía pasan por todos  controles sanitarios establecidos.

Este que escribe, ha hablado con Perico el Hortelano y le he manifestado que me solidarizo con él. Perico conoce muy bien el pueblo de Torredelcampo y apoya asimismo a nuestra gente y a todo el sector olivarero hoy muy preocupado por los actuales bajos precios de nuestro producto estrella, el aceite, el sustento de muchas familias. En nuestra conversación le he dicho que echo de menos aquellos tomates que él producía en su huerto, nada comparables con los que hoy consumimos, y lo peor, a saber de dónde provienen. Me ha dicho que me va a enviar a mi casa unas cajas de naranjas, y luego, cuando llegue el verano, de lo que planta en su huerto para su consumo, tomates, junto con más hortalizas. Yo le he prometido hacerle llegar una caja de nuestro rico aceite torrecampeño, otra manera esta la de fomentar nuestro principal producto aunque sea utilizando el trueque, la práctica comercial más antigua.
Ánimo, amigos.